Roglic consigue su primera Vuelta; Valverde mantiene el segundo puesto
Pogacar gana la penúltima etapa y saca a Nairo Quintana del podio final
Pasa Pogacar.
Un rayo verde atraviesa Gredos en bicicleta. Rebota en el granito de las laderas, en los pueblos duros, en las cuestas antiguas desde Piedrahita hacia arriba, hacia la cima de la Peña Negra, donde deberían saltar las cabras y los toros mugir. Va solo y sobre el asfalto áspero su pedalada es de seda, y los que alcanzan a verlo desde las cunetas, o a presentirlo, se quedan maravillados, con la boca abierta. Pedalea riéndose, y con el corazón a 200, ebrio, como si el éxtasis casi mítico que sus neurotransmisores, dopaminas, endorfinas, serotoninas, que en torrente inundan su cerebro, hiciera pasar por delante de sus ojos una película de Buster Keaton, y no la cinta negra de la carretera y la cuneta, donde le espera su masajista, Paco Lluna, con una cocacola.
Pero no se ríe recordando viejos chistes que alguna vez le contaron. En realidad no se ríe. “No, no es una sonrisa. Es mi mueca de sufrimiento”, dice.
¿Qué ha sido eso?, se preguntan ya abajo, en Hoyos del Espino, y, no, saben que no ha sido un deslumbramiento producido por el sol, pues llueve gris y frío ya, incansablemente, y las nubes no se abren. ¿Era un pájaro, un milano real y su cola delta planeando elegante, como planean, sin esfuerzo? ¿Un avión, un dron ruidoso e inútil? No, no. No vuela, no es ruidoso, solo silba el aire que mueve su bici. ¿Era Superman, pues?
No, Superman no vuela en Gredos, no acelera hacia la victoria de la Vuelta. Está acabado, agotado, más bien se agarra con los dientes y con la rabia a la carrera, a la carretera que le maltrata.
Alguno, que sabe que pasa la Vuelta, aventura que es Roglic, el ganador, que se ha regalado un paseo de honor para celebrarlo, en la soledad deseada de un paisaje que invita a la melancolía. Pero, no, el esloveno que llegará a Madrid como ganador de la Vuelta, no es persona dada al desarreglo emocional, a la locura, a la generosidad. Roglic es eficiencia, control y bostezo. Bosteza en la rueda de prensa, con aire de aburrimiento, y solo pierde de vista mínimamente la rueda de Valverde, la única que le hipnotiza, en los últimos metros de la ascensión, cuando el campeón del mundo acelera para no perder el segundo puesto que Pogacar ha hecho peligrar con su ataque a 45 kilómetros de la meta, en las laderas de la Peña Negra.
Y no, no, aunque pedalee con la misma emoción infantil, casi, la misma alegría, y la vehemencia, no es Sergio Higuita, el chaval que ganó subiendo Morcuera solo, también. Pogacar tiene 20 años; él, 22, y después del acto egoísta de luchar por su victoria entrega sus últimas fuerzas en su última subida a la otra virtud que le distingue, y generosamente tira del grupo de los derrotados. Tira de Superman, y le ayuda hasta que su compatriota no puede más y se suelta, tan triste como airado estaba el día anterior con Valverde, pues ha salido quemando a todo el equipo ya desde las primeras subidas y las primeras lluvias, los primeros fríos en el encadenamiento terrible de Pedro Bernardo y Serranillos, donde Chava gozaba, y acelerando, acelerando, y ha atacado y atacado, con más deseo que fuerzas, y está vacío. Y Pogacar, que solo ha esperado su momento, y lo ha aprovechado certero, le priva del mínimo consuelo que se llevaba de una Vuelta que querría ya olvidar, el maillot blanco de mejor joven.
Los viejos habrían dicho que el rayo verde era Eddy Merckx, por lo menos, un prodigio de audacia, solo contra el pelotón de los mejores que le persiguen durante una hora y no le roban ni un segundo, Pedrero, Soler, duro, duro, para defender a los suyos, los Movistar que llegan justos, y al hacerlo se quedan sin aliento, y Nairo siente que pierde el podio, y que ya no puede más, y cede en la última subida de su última Vuelta con el Movistar, y se siente más cercano que nunca a Superman.
Los jóvenes, no, los jóvenes saben que es Pogacar, que es uno de los suyos, un niño al que no le asustan ni las leyendas ni los miedos, que se siente libre y ataca, pues aún, es su primer año en el patio de los mayores, nadie le exige nada, todo lo que ofrece es un regalo, no hay decepción esperándole en casa si no llega a donde quieren los demás, pues aún no hay nadie que le diga, hasta aquí tienes que llegar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.