El fútbol y el síndrome del nido vacío
Sin público, adiós al factor campo, al miedo escénico, a los himnos, a los palcos palaciegos... Sin público, ¿serán más valientes los árbitros? ¿Cómo se celebrarán los goles?
Se reproducen las voces sanitarias y deportivas que evocan sin querer a Mario Benedetti. “Un estadio vacío es un esqueleto de multitud”. La célebre y fúnebre metáfora del maestro uruguayo turba en estos tiempos al deporte, abocado a competir sin público. Una anormal normalidad a la que se enfrenta sin remedio: el síndrome del nido vacío. Por mucho que se trate de la mayor industria de entretenimiento, sus anclas son sentimentales, se forjan desde la infancia. La telecracia que se avecina no bastará.
Cualquier reaparición a la vista de eventos deportivos será sin almas. Por el momento, sin fecha de apertura popular. Máxime para el fútbol, porque su gigantismo es su gran peaje. ¿Es remotamente razonable imaginar hoy a 90.000 personas en el Camp Nou, siquiera a 8.000 en Ipurua?
Si siempre se jugó para la gente, ¿para quién hacerlo ahora? Por supuesto, el negocio futbolero requiere del telespectador. Pero por más que se empeñen los de pensamiento mercader único, el aficionado presencial es lo que otorga la verdadera naturaleza a esta misa pagana. El hincha presente sostiene el espejo para el que juegan todos. ¿De qué sirve el yoísmo si no hay ante quién rebosarlo?
Con este inquietante advenimiento, adiós a los tópicos. Que si el público es soberano, que si el factor campo, que si el jugador número doce… Ni el miedo escénico valdaniano resistirá al execrable coronavirus. Sucederá lo inverosímil: hasta el Liverpool tendrá que caminar solo.
¿Qué será de los ambulantes vendedores de pipas y bufandas? Un paréntesis para los taquilleros y ertes para los reventas (sin fútbol, sin toros, sin conciertos). Y quedarán exiliados aquellos endomingados que van de caza mayor de canapés por los palcos nobles. Para qué una foto palaciega con el político de turno o la nomenclatura del Ibex 35 sin el atrezzo de la gente.
Los equipos podrán llegar al estadio en autobuses descapotables, libres de cualquier apedreamiento. Sin visitantes, los ultras estarán en fuera de juego. También restringido el aforo de los bares, solo cabe la perpetuidad de los violentos si hay contrincantes de escalera con los que citarse en el cuarto de contadores y basuras en pleno transcurso del juego.
¿Vendrá a cuento que suenen los himnos por mucho que resulte imposible concebir Anfield sin la celebérrima marcha de Gerry and The Pacemakers, o el Pizjuán sin su arrebatador Arrebato? ¿No será mejor que la tele los subtitule a modo de karaoke casero? El himno nacional dará igual. No por falta de letras, sino porque quizá no haya Copa que entregar. Lo que evitará la tentación de edictos en las balconadas, que lo mismo sirven para el aplauso sanitario que pueden hacer de barricada para una chifla al himno patrio.
¿Qué demonios será de los insultadores profesionales de árbitros, que los hay a granel? Desde el salón familiar no es lo mismo. Descorazonará saber que el injuriado no escucha. ¿Serán más valientes los colegiados, a salvo del oprobio directo? ¡Ojo! Hay jueces que se deprimen sin una bronca notoriedad.
Como los entrenadores y los futbolistas, los del silbato tampoco escaparán a los sonidos del silencio. Con las tribunas deshabitadas se oirá todo. ¿Cómo se dirige un árbitro a Messi? Quizá Messi sea Leo y el 10 del Leganés solo se llame “diez”. Se escuchará el santoral cagado cada dos por tres, los reproches entre camaradas y el matonismo verbal entre rivales. Sabremos cómo gestionan los técnicos un partido y cuánto hay de cháchara o de ciencia infusa en sus ordenanzas. Costará imaginar a Espartaco Simeone sin los brazos en molinillo hacia las gradas. Ya sabemos que el argentino entrena al club, al equipo, a los recogepelotas, a los camilleros, al servicio de limpieza y, por supuesto, a los seguidores colchoneros.
¿Qué ocurrirá con la pirotecnia de los goleadores? ¿Ante quién se besarán el escudo, harán un corte de mangas o se darán mil golpes de pecho? Ahora, los operadores deberían agregar algo así como la cámara gol, a la que acudan los que tengan algo que festejar o arengar. ¿Habrá más benevolencia con las tarjetas para los que se descamisan tras el cante del gol? No cabe pensar que el medio despelote de un goleador incite a la violencia al voluntario de la Cruz Roja o al auxiliar de jardinería, de los pocos que estarán en los estadios. Hablando de reglamento. Aún no sabemos, ni probablemente lo sepamos con certeza jamás, cuándo una mano es penalti. Lo que sí podemos intuir ya es que sea o no un infractor, el susodicho tendrá prisa por lavársela.
Si la tele ya era los rayos x del fútbol, ahora será el gran escáner futbolero que está por llegar. Un desafío extraordinario para los locutores. Nada de preámbulos tales: “Bienvenidos a un Bernabéu repleto, vean que fantástico ambientazo, qué colorido...” Con los huesos del hormigón a la vista habrá que estimular con mucho ingenio al socio en pantuflas.
No solo el fútbol no reconocerá al fútbol. Llegará un tenis en el que el atronador “¡Vamos!” de Nadal ya no rechinará igual. Un Nadal que, como sus colegas sectoriales, ya no tendrá que demorar el saque por el paseo de una pulga por el cuarto graderío. Con suerte, no habrá muchachos que ejerzan de toalleros tenísticos y hay que esperar el fin del protocolo de las azafatas del beso ciclista. Y de los merluzos que casi despeñan a los corredores. Ya que estamos, quizá se acabe con otros espantosos espectáculos machistas: el de las mujeres que paraguas en mano dan sombra a los moteros en la línea de salida y el de aquellas que, entre mamporros y mamporros, anuncian al seguidor del boxeo el número de asalto. Como si el sonado fuera un espectador incapaz de llevar la contabilidad.
Momentos para recapacitar, sí. Tiempos pavorosos hasta para los héroes, forzados a gestas en silencio porque sus auténticos mecenas se quedarán sin hogar unos meses. ¿Los ídolos bailarán igual sin música?
P. D. A propósito de la final mundialista de Brasil 50 entre el anfitrión y Uruguay, el inolvidable Maracanazo, escribió el dramaturgo local Nelson Rodrigues: “Nadie puede faltar en Maracaná, ni siquiera los fantasmas. La muerte no exime del deber con el club”.
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