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El misil Pogacar no teme a los Pirineos

Crisis de Pinot, etapa para Peters, los favoritos juegan al amague y Landa resiste

Peters celebra su triunfo en la meta de Loudenvielle
Peters celebra su triunfo en la meta de LoudenvielleMARCO BERTORELLO (Reuters)
Carlos Arribas
Loudenvielle -

La fuga nace en el kilómetro 0. Nada más cruzar el puente de piedra sobre el Garona, el pelotón se frena y 13 aceleran hacia las montañas que se perfilan grises. Uno de ellos, el francés Nans Peters, alpino de Grenoble flotando en los Pirineos, ganará la etapa (en la fuga va Verona, tercero).

El Tour nace en el kilómetro 100. Empieza ya de verdad, tras ocho días de desgaste, espera e impaciencia en el asfalto gastado del puerto de Balès, que atraviesa los Pirineos pegado al flanco de una montaña, y trepa hasta los 1.755 metros, donde el bosque cede el espacio a los pastos, y es duro. Es el primer gigante, el primer hors catégorie, y a mitad de ascensión, cuando el viento acaba con los últimos flecos de niebla, Pinot, el corazón, la esperanza, de toda Francia, se frena, se lleva las manos a la espalda, como si intentara recolocarse los huesos, las vértebras que rechinan, los músculos bloqueados después de la caída en el asfalto empapado y deslizante de Niza el primer día, y con él su equipo. Llegará a la meta con casi 19 minutos de retraso respecto al maillot amarillo: si un francés gana el Tour, por fin, 35 años después de Hinault, no será él, quizás Guillaume Martin, quizás Bardet.

Calendario de etapas y resultados
Tour de Francia 2020


El Jumbo acelera. La carrera está lanzada. Ya no hay marcha atrás. Lo nuevo desafía a lo viejo a una lucha por dirigir el nuevo orden del ciclismo.

Lo nuevo es Wout van Aert, el gigante de Herentals (el pueblo del que Van Looy fue emperador, pero luego llegó Merckx), que representa como nadie en este Tour lo que podría llamarse ciclismo total como el fútbol del Ajax fue el fútbol total y todos atacaban y defendían, y Cruyff maravillaba, y Van Aert es rodador, contrarrelojista, velocista y escalador, y es como si en su cuerpo la vieja distinción entre fibras rápidas y lentas, entre resistencia y velocidad, entre maratonianos y dinamiteros, se hubiera borrado. Van Aert un día domina un abanico y esprinta para ganar, y al día siguiente, como hizo en Orcières-Merlette, el miniaperitivo alpino, da gas en Balès, la montaña donde solo los audaces respiran, donde todos sufren y maldicen, y calculan hasta dónde pueden llegar con sus fuerzas, y ataca al mismo tiempo que defiende a su líder, Roglic, que pedalea a su rueda, la boca cerrada, la mirada impasible.

Lo nuevo, lo novísimo, es también la cabeza de Tadej Pogacar, imprevisible, incontrolable, que un día se corta en un abanico (una avería, una caída delante) y pierde 1m 21s, y al día siguiente, en el Peyresourde del loco Perico, del descenso de Froome, del ciclismo de golpes de boxeo de Contador y Rasmussen, y mambo, hace ya tanto, rompe la paz de los viejos, contentos, parecía con el final de la limpia que Tom Dumoulin ha efectuado para Roglic. Pogacar debuta en el Tour y no tienen más que 21 años, y corre como si tuviera esa edad, o como si fuera más juvenil aún, corre como en la Vuelta, con alergia al pelotón cuando la montaña le llama, y sin miedo al qué dirán si la cosa no sale bien, y sin respeto a las vacas sagradas, que le ven arrancar en la cuesta, dinamita, las manos bajas en el manillar, como Pantani, como Landa que está allí cerca, y solo Roglic, y Nairo, de pedalada brillante, salen a por él. Lo frenan, no se ponen de acuerdo para seguir los tres, el casi podio de la Vuelta (falta en el grupo Valverde, que se abrió antes), y regresan al grupo, que suspira de alivio. Y allí se miran todos y comprueban que están solos, que ninguno tiene un mayordomo de su equipo, que son 11 que piensan en ganar el Tour, todos con el dorsal acabado en uno. Y están Pogacar, Bardet, Supermán, Yates, Egan, Landa, Guillaume Martin, Roglic, Nairo Urán y Porte.

Y Pogacar insiste, por supuesto, y se va.

Los nuevos aceleran y revientan rivales y ponen bombas donde nadie se lo espera; los viejos se juntan, se miran, se ayudan, se temen, juegan al amague, calculan, se paran. Cada día unas gotitas de locura pueden aceptar, más no. El Tour se gana con paciencia y control, quieren creer, quieren hacer creer. Y se ajustan al guion, y Roglic tiene a Egan, sin brillo, mate, resistente sin más, contra las cuerdas, y levanta el pie, perdona, y quizás no tema que Egan pueda volver a ser el Egan del 19 en los Alpes. Solo Landa y Porte, damnificados del abanico, reciben un mínimo permiso para irse, y no llegan muy lejos,

Ante cada mínimo ataque, ante cada aceleración, Egan cede terreno, pide tiempo para recuperar la respiración, se deja caer incluso y espera a que llegue de atrás Carapaz para darle el relevo definitivo, el que le devuelva al grupo que sigue jugando al engaño, y a la revancha de la memoria, como Nairo, que quizás perdió un Tour cuando Froome le dejó clavado bajando el Peyresourde, y cuando coronan acelera y le dice a Roglic que se vaya con él, que atacarán bajando y sorprenderán a todos. No llegaron muy lejos. El grupo de los 11 ya ha creado su reglamento: cuando uno ataque, más que apoyos recibirá la carga de una clase que teme perder sus privilegios.

Es lo viejo. Pero existe Pogacar. Voló solo, y recuperó 40s, la mitad de lo que perdió en el abanico. Y queda un día de Pirineos.


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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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