Monstruos
Ese yo reflexivo, el que se activa ante las desigualdades, se mostraba indignado con la idea elitista, cerrada y sin alma que me vendía la Superliga; el yo hincha lo veía interesante
Mientras el mundo del fútbol convulsionaba con el anuncio de creación de la nueva Superliga, mi yo racional se peleaba con una aplicación de banca intentando realizar una pequeña transferencia. Un poco antes, tentado por el hambre y la publicidad, había pedido una pizza con anchoas y alcaparras que comenzaba a enfriarse mientras mi cerebro, exigido por el exceso de atención, se preguntaba cómo podría alguien salvar el fútbol si yo no era capaz de pagar unas puñeteras gafas de sol con toda la tecnología a mi favor. Ese yo reflexivo, el que se activa ante las desigualdades y me recuerda que debo dormir ocho horas al día, se mostraba indignado con la idea elitista, cerrada y sin alma que me vendía la Superliga.
El otro, el yo hincha, lo veía interesante: más partidos entre los equipos grandes, un respirador de euros para el maltrecho club de mis amores y la ruptura definitiva con una organización corrupta, parásita y farisea como la UEFA: “que les den”, pensé sin medir el alcance real de tan sesuda reflexión. Porque, en realidad, a quiénes les iban a dar –pero bien, además– era a los clubes que trabajan con cierto criterio, a los que han hecho de la buena gestión su bandera, a los que se preocupan por la formación y a cualquiera que no fuesen esos doce apóstoles del Nuevo Fútbol y su reducido catálogo de invitados. “Que le den a la dichosa transferencia. Ahora ponte a cenar, que las anchoas frías no valen nada”, dijeron mi yo racional y el otro, uniendo fuerzas por primera vez en mucho tiempo.
Puestos a elegir, creo que preferiría vivir el resto de mi vida como un hincha: es menos estresante y no se presta a tantas contradicciones. Pero como tal cosa no es posible –uno no puede enterrar al Dr. Jekyll y quedarse con Mr. Hyde– me centré en alimentarme, olvidar mi inoperancia en asuntos financieros y encender el televisor: comenzaba la entrevista de Florentino Pérez en El Chiringuito. Mi yo más folclórico adora ese programa, no lo puede evitar, como tampoco pudo evitar que otro de mis yoes tuviera la impresión de que, presentar un proyecto de semejantes costuras en un espacio con ese nombre, no parecía la mejor de las ideas. “Hacemos esto para salvar el fútbol”, dijo Pérez. “Los clubes estamos arruinados y, si no hacemos algo, en 2024 estaremos todos muertos”. Vaya… Ahí fue cuando pensé que, en algún lugar de la casa, debería tener unas velas.
El resto del programa lo ocuparon, conductor y tertulianos, en interrogar a Florentino sobre si ficharía a Mbappé, a Haaland, a Alaba y a Beyoncé. “No he venido aquí a hablar de eso”, respondió Pérez antes de preguntar si se podía ir: aquello no era un entierro ni era nada. Al día siguiente, para más inri, uno de los clubes fundadores despedía a su entrenador previo pago de un finiquito que rondaba los veinte millones de libras, un juez de lo mercantil advertía a la UEFA y la FIFA sobre futuras represalias y la app de mi banca de confianza seguía sin darme cuartelillo. Mi yo hincha comenzaba a perder la partida, a cortar amarras, a cuestionar si aquel proyecto era la solución definitiva a los males del fútbol –y a mi vida, en general– o simple y pura ambición aristocrática.
“No es fútbol, es otra cosa”, señaló Pep Guardiola a media tarde, justo cuando estaba a punto de ahogarme en contradicciones. Y entonces comprendí que no pasa nada por debatirse hasta el infinito entre lo racional y lo pasional, por ser varias personas a un tiempo o desear un fútbol nuevo pero que se parezca, al menos en esencia, al viejo. Comprendí, en definitiva, que los monstruos eran otros, no yo.
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