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Ciencia y táctica del Trek de Juanpe López en los Dolomitas lucanos

Victoria en Potenza del neerlandés Bouwman, que se impuso a Mollema y Formolo, compañeros de fuga en el día de más desgaste de la ‘corsa rosa’, en la que el lebrijano sigue líder

Carlos Arribas
Koen Bouwman festeja su victoria al cruzar la línea de meta.
Koen Bouwman festeja su victoria al cruzar la línea de meta.Gian Mattia D'Alberto (AP)

Potenza es una ciudad vertical y destartalada, grandes costurones de viejos terremotos y deslizamientos de tierra, y, para unir los retales, unas escaleras mecánicas de más de un kilómetro de largo en varios tramos, las más largas de Europa, que no funcionan, por supuesto.

La avería permanente del transporte, aunque mejore la circulación venosa de la gente que tenga que subir a pie sus cuestas, y su salud en general, fastidia a los ciudadanos, pero no molesta a los turistas, que no existen, ni a los ciclistas, condenados por elección a trepar dando pedales por paredes imposibles, como Koen Bouwman, un hombre araña, un rubito de Ulft, Países Bajos, y culturalmente no puede haber quizás un lugar más alejado de la capital de los llamados Dolomitas lucanos, que se encarama en la última cuesta y deja seco a su compatriota Bauke Mollema, que tanto quería ganar. Es la segunda victoria tras una etapa en la Dauphiné de 2019, en seis años de carrera de Bouwman, eficaz hombre de equipo en el Jumbo, 29 años, más regular que nada, y trabajador entusiasta.

Ambos, y otro neerlandés, el Tom Dumoulin que se encuentra a sí mismo cuando se queda en segundo plano, y como tal actúa, y brilla como coéquipier generoso de Bouwman, al que protege y lanza, y un italiano con mucho estilo, Davide Formolo, llegan adelantados al pelotón al final de la etapa más dura de las siete que lleva el Giro, más dura aún que la del Etna en la que Juan López, de Lebrija, alcanzó un liderato rosa que aún conserva. Son más de 5.000 metros de desnivel en 200 kilómetros, exclaman, asustados, los ojos fuera de sus órbitas, los que ven el ciclismo a través de las curvas de su Strava. Y llegan a las nieves del monte Sirino.

No es de esos Bauke Mollema, de 35 años, el más antiguo de los ciclistas modernos.

Como dice Alejandro Valverde, de 42 años, más viejo pero más adaptado a los tiempos que corren, y al medidor de potencia en el manillar, así es más fácil lanzarse a acciones que parecen locas, ataques que parecen desesperados a todo o nada, y esas cosas que tanto emocionan: el que lo hace, sea este Pogacar o Van der Poel o Evenepoel o Van Aert, o cualquier otro profeta de la ultramodernidad, es paradójicamente, el más calculador de todos, pues sabe cuántos kilómetros puede aguantar a tanta velocidad. Mollema es un llagas, un pesado, que no lleva computador en el manillar y se pasa el día, como los niños en el coche, dando la paliza a sus compañeros de fuga o de pelotón. ¿Queda mucho? ¿Cuánto queda? No sabe ni en qué kilómetro se llega ni cuántos vatios por minuto le quedan en el depósito. No calcula. Agita la chepa, abre los brazos y las orejas y ataca por instinto y porque le gusta y porque sabe, y su director, Adriano Baffi, también lo sabe, que su participación en la fuga significa menos sudor para sus compañeros del Trek en la faena de defender la maglia rosa de su Juanpe un día tan peliagudo como este de la travesía a lo largo de las crestas de los Apeninos más australes de la bota, bruma de película de miedo al inicio, por Maratea, la entrada en la Basilicata, la tierra de Basilio de Bizancio hecho un basilisco, desde la costa calabresa –el miedo de Sergio Samitier, aragonés del Movistar, que se cae en un descenso y se rompe y se retira–, sol de pereza y piernas quemadas después, primavera dura. Y, en el paquete, una lección táctica y de trabajo en equipo.

El instinto y el peligro de Mollema, uno al que no se pueden regalar minutos, hacen que Richard Carapaz se desvele y descubra la diferencia entre luchar por la victoria final partiendo como un outsider, y así se subió a las barbas y machacó a Roglic y Nibali en 2019, y hacerlo como favorito number one, y al frente de un equipo como el Ineos, que se tiene que arremangar de nuevo a las órdenes de Castroviejo y trabajar, en el fondo, para que no pierda el liderato el enemigo, Juanpe López, el lebrijano feliz, más aún, extasiado, que charla en italiano por los codos, pierde la noción de la realidad –”cómo disfruto los dos, tres días, los que sean, que llevo de rosa, porque vivo en una nube y me pierdo”, dice. “¿Calor? Esto no es calor comparado con los 40 grados a la sombra de Lebrija…”–, y no quiere pensar en dejar de vestir de rosa. “Y el día del Blockhaus [el domingo], el día en el que se quitarán la careta los que van a ganar el Giro, trabajaré de rosa para mi líder Ciccone, por supuesto”, dice. “Si es eso lo que me piden, claro”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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