Victoria de Philipsen el día que el Jumbo pierde a dos corredores en el Tour de Francia
Camino de Carcasona, el aire a 40 grados y el asfalto a 70, el líder, Jonas Vingegaard, sufre una caída sin consecuencias, pero su equipo llega debilitado a los Pirineos
El Tour es un estado de ánimo, un mundo de sentimientos que no caben en un molde, un niño de 10 años en vacaciones a quien le pregunta un viejo cenando en el hotel, quién ganará en Carcasona, y le, después de meditarlo unos segundos, de darle la vuelta en el magín a decenas de posibilidades, responde, sin titubear, Philipsen. Y, ¡chan ta ta chan!, 20 horas más tarde, en curva abierta del bulevar Marcou un tal Jasper Philipsen, sprinter belga jovencito, 24 años, del Alpecin, se infiltra entra las vallas y Van Aert, se adelanta y lanza su bicicleta sobre la línea de meta una rueda por delante del belga de verde y del danés de Sealand Mads Pedersen y, como el niño ya dijo, gana la etapa, su primera victoria en el Tour después de haber terminado, entre el 21 y el 22, siete veces segundo. O tercero, como el año pasado en la misma recta de la ciudad cátara, cuando Morkov, el lanzador de Cavendish, tuvo que frenar para que ganara el niño malo de Man.
El Tour en Occitania es calor, 40 grados, dicen todos los corredores, como si no supieran expresar el calor insoportable con otro número, charlas de bicicleta a bicicleta con el bidón en la boca, barra de bar en la que unos a otros se duchan y se refrescan y comparan las manchas que deja en sus maillots la sal que deposita su sudor y los blanquea. Los más viejos, menos sal, dicen los expertos, sudan mejor, pierden menos sodio, y se lo restriegan a los jóvenes, quienes, ilusos, piensan que cuantas más manchas de sal seca en su ropa más sentirá, y aplaudirá, la afición, puesta en pie, la épica de un esfuerzo que a ellos llega a parecerles absurdo. Por Carcasona, con la que está cayendo, y por esas carreteras, siempre cuesta arriba, estrechas entre plátanos gigantescos que esconden su sombra, y ese asfalto gordo, rugoso, en el que pedalean duro y sienten que no avanzan, dibujos animados a cámara lenta sobre asfalto derretido que, dicen los que mantienen las carreteras, llega a 70 grados los días de canícula. Las sensaciones, y las manchas de sal, engañan, claro. No están parados, vuelan y beben 12 litros por cabeza para no perder más de kilo y medio en sudor. Más de 200 kilómetros de etapa sobre tierras ricas en litio que parecen recargarles las baterías a más de 45 de media en el Tour más rápido de la historia.
Se quejan todos, salvo los viejos de otras batallas, que dicen, pues espera a la Vuelta en agosto, en Andalucía, si quieres saber lo que es calor.
Steven Kruijswijk lleva el dorsal 13 del Tour, y supersticioso, le da la vuelta, lo pega al revés sobre su maillot Jumbo para conjurar la mala suerte, que es testaruda y poderosa, y cuando el neerlandés de anchas espaldas se cae, y por un momento está boca abajo, el 13 brilla erecto, en su sitio, y hasta parece que guiña un ojo mientras el desgraciado compañero, y buen compañero, del líder Jonas Vingegaard mira con ojos fatales cómo los médicos le descubren el hombro derecho, y aprecian la fractura que él ya sabía que se había producido, su chasquido. Como si el abandono antes de partir la etapa, más o menos planificado, y esperado, de Primoz Roglic, herido y agotado, “un cuchillo hundido en la espalda” después de su caída el quinto día en la rotonda de Arenberg tras tragarse una alpaca de paja mal colocada, hubiera sido la señal, toda la planificación exacta del Jumbo, la antonomasia de la perfección ciclista, comienza a sufrir los efectos de lo imprevisible, muy dañinos. El antídoto del dorsal 13 invertido, quizás adoptado por el recuerdo de que su Robert Gesink, el 13 en el Tour del 21, se cayó, se golpeó en el hombro y debió abandonar en la tercera etapa, no tuvo el mismo efecto que el plan pergeñado en diciembre para acabar con la tiranía del niño esloveno que se ríe de su fe en las hojas de cálculo. Ya decidieron entonces cómo harían para ganar el Tour, y prepararon uno a uno, específicamente a cada uno de sus ocho corredores, a los que asignaron tareas claras y nítidas, y un área de expresión, y les dijeron hasta de cuántos hectómetros del Télégraphe o del Galibier se encargaría cada uno el día en el que el Granon su Vingegaard le clavaría el cuchillo a Pogacar.
Hasta para la mala suerte tenían solución, pensaban, ajena a su colodrillo, a su lógica, la noción tan Tour, la sabiduría que pasa de viejos a jóvenes, de que los campeones solo se caen o pinchan cuando dejan de ser campeones, mira Armstrong, mira Indurain. Hasta tenían recambio para la marcha de Roglic, que ya era una rémora y en el Galibier había cumplido con su misión asignada acosando a su compatriota infantil, y va y se les cae, y se rompe. Kruijswijk –segundo Tour consecutivo que no terminan ni Roglic ni el neerlandés, quien, enfermo, abandonó en los Pirineos en 2021, y el Tour lo terminaron cuatro, Vingegaard, Van Aert, Kuss y Theunisse—era el ciclista clave para marcar el tran tran de Vingegaard en los últimos puertos, y qué exhibición el jueves en el Alpe d’Huez. Con él se cae Van Aert, forrado de criptonita el belga parece, que se levanta incólume y continúa, y llega al pelotón justo a tiempo para ver en el suelo a otra pareja de los suyos, a Vingegaard, nada menos, y a Benoot. Ambos se levantan, y continúan, sin daño físico aparente. La fisura que en su mentalidad de acero trabajado por entrenadores mentales y la experiencia, en su autoestima, puedan suponer las caídas incontrolables es un asunto que explorará Pogacar la próxima semana, cuando los Pirineos. El mano a mano final, dos campeones solos, y el destino delante, al final de la montaña, es inevitable.
“Estamos empatados”
Antes de meterse en piscinas heladas, prohibido el aire acondicionado, y de dedicarse a hacer poco o nada el lunes de descanso, los corredores pasan un nuevo test covid colectivo (y quizás ya anticipan que ninguno dará positivo), Pogacar ducha con una botella de San Pellegrino a Philipsen y Jonas Vingegaard exhibe su lado más lacónico aún. Dice que está OK, que no le duele nada de la caída, que están, él y sus jumbos, ”ready for the fight” (preparados para la batalla), <CF1002>pero, al mismo tiempo, dice que no tiene tiempo para responder a las preguntas de la televisión francesa, una visita obligada, y en la conferencia de prensa, solo admite dos preguntas. “Sí, qué pena perder a dos compañeros muy importantes”, dice. “No, no me hice nada en la caída. Unos rozones en el costado izquierdo. Me levanté enseguida. No pasa nada”.
Sin Kruijswijk ni Roglic en el equipo en formación defensiva, deberá supermultiplicarse, más aún, Van Aert, el clasicómano Benoot deberá chupar montaña y el explosivo Kuss, el escalador puro, aguantar como último hombre junto a Vingegaard, la clave en los momentos en que lleguen los ataques esperados del joven esloveno en las dos durísimas llegadas en alto que quedan, la de Peyragudes, y su muro al 16%, el miércoles, y Hautacam, sobre Lourdes, el jueves, y sin olvidar el terrible muro de Péguère (3,3 kilómetros al 17%), el martes, a 27 kilómetros de la meta de Foix.
“Estamos empatados”, dice Pogacar, segundo en la general a 2m 22s, que recuerda que su UAE perdió por covid a Laengen y el escalador Bennett. “Con ellos, las cosas habrían sido diferentes. Será curioso ver qué pasa en los Pirineos. No sé cómo se cayó Vingegaard. Él me dijo que estaba OK, y seguro que en Péguère será un rival muy duro de nuevo”.
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