Lo que me queda de portero
Aún me persiguen los fantasmas de aquellos días en los que mi confianza dependía a veces de mi bolsa de los guantes, mi bolsa mágica con amuletos de la suerte
Acabamos de llegar al vestuario y el entrenador me ha dicho que voy a jugar este definitivo partido, una final de esas en la que todos quieren estar y en las que solo unos elegidos tienen el honor de saltar al campo en el once inicial. Me giro en mi banco y empiezo a revolver entre la ropa de calentamiento, la de juego, las botas y no encuentro mi bolsa de los guantes. Esa bolsa en la que además de dos pares de mis guantes habituales llevo un par para días de mucha agua y, al fondo, un par de esos amuletos de los cuales te olvidas hasta que un día, angustiado, descubres que se cayeron en el último lavado. Mi primer pensamiento es rebuscar entre el desorden que me rodea porque la bolsa es grande, blanca, evidente, de esas que es imposible perder.
Mis compañeros salen al campo a calentar y el entrenador de porteros me dice que sale con ellos y que comienza a trabajar con los otros porteros no vaya a ser que…
¿No vaya a ser que, qué?, me pregunto yo mientras corro hacia el autobús que nos ha traído al campo porque creo recordar que me he dejado la bolsa allí, justo en el lado izquierdo de la segunda fila. Toda una vida en el fútbol y hoy me olvido de mi bolsa mágica, hoy que nos jugamos todo en este estadio mítico pero que es un completo laberinto en el que los pasillos son interminables, en los que la oscuridad es absoluta, en el que ya no sé si voy hacia el autobús o he salido en dirección contraria. Solo sé que cada vez hay más gente en los pasillos y que mis piernas empiezan a pesar una tonelada. Bueno, esa tonelada suele ser habitual antes de los grandes eventos, ese momento de angustia en el que siento que los hombros me pesan, la espalda me duele y las rodillas se han quedado bloqueadas y cuando solo las manos siguen ágiles blocando cada balón, despejando cada disparo.
Por tanto, concentración, confianza y a encontrar donde está aparcado ese dichoso bus. Al fin, entre toda la marabunta veo el morro azul de nuestro autobús, encuentro al chófer arrancando para sacarlo de allí y aparcarlo en su plaza, donde nos esperará con la ilusión de llevarnos de vuelta junto a la copa. Entro de un salto y miro en mi fila preferida y, eureka, allí está, tirada en el suelo, perdida y sucia como si llevara allí toda una vida. Mi bolsa. ¿Esa es mi bolsa, no? La abro de golpe y descubro esos guantes blancos que tanto me gustan. Salto del autobús y empiezo a esquivar gente, público, cámaras de televisión y hasta algún jardinero que vuelve de arreglar el campo y me dice que el calentamiento ha acabado.
Bueno, voy a llegar a tiempo al vestuario para una rápida puesta a punto, vestirme con mi jersey verde, ponerme por debajo esa camiseta que me ha acompañado en todo este torneo y saltar al campo con el equipo aunque nunca hubiera pensado que este pasillo era tan largo, ni que tanta gente pudiera estar aquí justo antes del partido. Ni entiendo por qué ha empezado a sonar el himno de la Champions si todavía no he llegado al vestuario. Justo ahí, justo en el momento en el que abro la puerta trasera de ese inmenso vestuario alcanzo a ver salir a mis compañeros. Un jersey rojo de portero va en segundo lugar.
Todo se vuelve oscuro, oscuro, oscuro… Justo una décima antes de que abra los ojos y me descubra sudado, agitado y desconcertado en la cama de mi casa.
Es lo último, lo que me queda de aquellos días en los que fui portero.
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