Morir en la orilla es diferente cuando la playa ya la conoces de memoria
Ganó el City porque tuvo más agresividad, más anticipación, más juego y más balón: lo hizo porque tuvo más ganas, que es lo que marca la diferencia
El Real Madrid no pudo esta noche, en un Mánchester en llamas, llegar a la final de la Champions y conseguir la sexta Copa de Europa en nueve años. No hubo mejor asesino para el histórico rey europeo: el City de Guardiola, digerida la derrota tremenda del año anterior, impuso el factor campo y se marcó un monólogo en la primera parte aburrido a ratos y letal otros que acabó con un Madrid insípido, con los colmillos pulidos y el ánimo tenebroso, fuera de tiempo, agarrado a una contra vinicesca que no se produjo nunca porque el aficionado madridista (estoy viendo el partido con Rodrigo, 20 años: ha visto ganar al Madrid cinco Champions desde los 12) tiene que acostumbrarse ya, de una vez, que lo extraordinario no es perder semifinales, sino ganar finales sin parar. Todo bien a este lado del río. La vida no es ganar seis Champions en nueve años; la vida es jugar la Champions y perderla en algún momento del año. Sobre todo si enfrente hay un gigante favorito que hace un año perdió la eliminatoria en los cuatro minutos más recordados de la historia del madridismo moderno. Había ganas y las ganas mueven el mundo, sobre todo en la vuelta; sobre todo en Guardiola una vez sufridos los espantos de Múnich y el Bernabéu. Victoria justa y merecida. Balón y goles para ellos. Equilibrio cósmico.
Del Madrid pocas noticias. Expectación nerviosa y excitante antes del partido porque uno de los privilegios del madridista es que lleva muchos años disfrutando del mejor partido del año a finales de mayo, con un pie en la playa y otro en la vitrina. Es un lujo que conviene valorar para cuando las cosas se acaben en Navidad, que algún año acabarán. Una vez en el campo, el Madrid fue azúcar cayendo despacio en el café de la posesión salpicada por la amenaza de Haaland de un City sin sentido del humor; gesto adusto, presión seria. No hubo bromas ni muchas ocasiones desperdiciadas en los de Guardiola, salvando dos caídas del cielo de Courtois. Y la primera parte fue un prólogo de una caída anunciada que tiene algo de fin de ciclo. Quizá el mejor y más brillante de su historia, una industria de felicidad que empezó en un descuento distraído en Lisboa y no ha parado en una década bajo la batuta de sus últimas balas: Carvajal, Modric y Benzema. Juntos estuvieron en Portugal y juntos cayeron en Mánchester. Lo hecho entre medias merece tres estatuas. Pocos reproches. Vieja pero aún lúcida, la poca columna vertebral del Madrid se dejó la vida en Inglaterra, que no es mal escenario.
Ganó la nueva jerarquía gracias a una primera parte de impresión. Lo hizo porque tuvo más agresividad, más anticipación, más juego y más balón: lo hizo porque tuvo más ganas, porque nunca ha ganado una Champions, y la victoria al final de todo es de quien más huérfano está. Y luego está el balón. Al balón se le ha dado poca prioridad en el madridismo desde Mourinho, pero el mensaje se entendió mal: el balón, si te lo quitan, es para saber qué hacer con él cuando se tiene. Ni siquiera tuvo eso el Madrid desdibujado y hundido en tribulaciones filosóficas que le han llevado al borde del barranco, que es un barranco conocido y feliz dentro de lo conocido; cruel, porque es víspera, pero en momentos de zozobra hay que ponerlo todo en perspectiva: morir en la orilla es diferente cuando la playa ya la conoces de memoria.
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