Porfa, no te vayas
Las bajas futbolísticas nos siguen doliendo de adultos porque el fútbol no deja de ser un retorno constante a la niñez
Un niño se acercó al coche del ya exjugador del Celta, Gabri Veiga, se asomó a la ventanilla y con un hilito de voz entrañable expulsó una frase que le salió de lo más profundo del alma: “Porfa, Gabri, no te vayas”. Si existe algo capaz de lograr que un jugador se quede en un equipo, no es la acción de un agente o presidente, es el chantaje emocional de un niño. Gabri Veiga sonrió desde el asiento. Le firmó un autógrafo, que ...
Un niño se acercó al coche del ya exjugador del Celta, Gabri Veiga, se asomó a la ventanilla y con un hilito de voz entrañable expulsó una frase que le salió de lo más profundo del alma: “Porfa, Gabri, no te vayas”. Si existe algo capaz de lograr que un jugador se quede en un equipo, no es la acción de un agente o presidente, es el chantaje emocional de un niño. Gabri Veiga sonrió desde el asiento. Le firmó un autógrafo, que ese crío conservará como un trofeo. Arrancó el motor del coche y continuó su camino. Todo el celtismo vive con resignación estos días la salida de uno de los grandes jugadores de la cantera, pero para un niño se va mucho más que eso: se va un ídolo de la infancia.
Quizá el fútbol nos enseña, antes que nada, que la vida está llena de pérdidas. Porque durante la infancia la balanza está descompensada y todo son ganancias todavía. Con el paso del tiempo la báscula se iguala, hasta inclinarse del lado contrario. Con el paso del tiempo comienzas a ser consciente de que tu felicidad, o tu mera supervivencia, consiste muchas veces en saber priorizar emocionalmente lo que se queda sobre lo que se ha ido. Es decir, en saber rellenar ausencias con lo que tienes a mano.
Recuerdo que en mi infancia tuve varias de esas pérdidas futbolísticas. Incluso arranqué despechada algún póster de la pared de mi habitación. Aún no entendía el componente económico del fútbol porque solo contaba con el sentimental. Los flechazos futbolísticos en la niñez son inexplicables y el mío lo fue con un jugador de la cantera llamado Carlos. No era especialmente portentoso ni sobresalía futbolísticamente sobre el resto de compañeros. Me podría haber quedado en la idolatría con algún otro gran nombre del vestuario, como Patxi Salinas, Juan Sánchez, Alejo o Berges, pero por algún motivo que ahora mismo se me escapa a mí me encantaba él y su forma de recoger y conducir los balones desde el centro del campo. En la temporada 1995-96 se fue al Almería. Escribiendo esta columna he descubierto que se fue cedido, nada especialmente dramático, pero por aquel entonces tampoco entendía la diferencia entre fichajes o cesiones. El caso es que Carlos se marchaba del Celta. Y cuando escuché la noticia en la televisión me quedé aturdida durante minutos. ¿Cómo que se va? ¿Es eso siquiera posible?
En realidad, las bajas futbolísticas nos siguen doliendo de adultos porque el fútbol no deja de ser un retorno constante a la niñez. Ver a uno de los tuyos con otra camiseta se siente como ver a tu ex pagando la entrada de un piso con otra persona de la mano. En Barcelona, por ejemplo, todavía se escuchan lamentos de Messi por las calles. En Madrid por Benzema. Y no pasa nada por no superarlo de inmediato, ni siquiera 15 años después. “Sufrir por eso es completamente irracional”, dicen algunos mecenas de la racionalidad. Pues claro. Pero qué frío sería el mundo si tuviésemos que exorcizar las pérdidas de manera razonada.
Lo vas aprendiendo desde niño y lo asumes como adulto: en el fútbol, como en la vida, casi todo está enredado. Hay caos y mermas. Personas llegan y otras que se van de manera ineludible. Nos reímos incómodos ante la sugerencia de lo contrario, mientras reprimimos la idea de que tal vez llevemos tiempo regando una planta crujiente, mustia y marchita. Lo hacemos porque deseamos, más que cualquier cosa en el mundo, que esa planta volviese de nuevo a brotar.
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