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El tráiler de María Petit: así corre un ciego por montaña

La corredora catalana explica su odisea tras perder la vista, la confianza con sus dos guías y su código para sortear obstáculos: “Somos muy valientes”

María Petit (d) junto a sus guías Elisa Mas y Carro Cabestre durante la Transgrancanaria el pasado 20 de febrero.
María Petit (d) junto a sus guías Elisa Mas y Carro Cabestre durante la Transgrancanaria el pasado 20 de febrero.
Luis Javier González

A falta de visión, la que perdió en un accidente de tráfico a los 17 años, María Petit percibe la belleza de la montaña a través de los pies, el tacto de Gran Canaria, desde los pinares a los escalones de piedra que recorrió el jueves en la media maratón de la Transgrancanaria: 21 kilómetros con 1.300 metros de desnivel positivo. “Y la compañía. Por disfrutar de la experiencia y porque tienes que confiar”, resume. Hay que llevarse bien para aguantar cuatro horas sujetando una barra con dos guías y llegar de una pieza a la meta, en Tejeda. “Somos un tráiler. Ayer lo pensaba, sí, las tres somos muy valientes y es muy guay lo que estamos haciendo. Tengo todos los estímulos que necesito para mi día a día”.

El último fotograma de su vida fue su amiga Marta sirviendo un cubata de ron con una trenza y una camiseta de rayas. “Salimos de fiesta un lunes y un martes 13 me choqué contra un camión”. Iba de paquete en una moto. “Por suerte, no recuerdo nada, sería un sinvivir”. Perdió la visión, el nervio olfativo y necesitó una reconstrucción facial. Lo primero que preguntó en la UCI es si la semana siguiente podía ir al festival Monegros. “Yo recuerdo flipar, estoy soñando. Parecía Frankenstein”. Nunca perdió el humor: hasta preguntó si habían aprovechado para ponerle pecho. Explica su resiliencia por el apoyo de su entorno –mantiene “casi al 95%” de sus amigos– y por huir de la sobreprotección: “No hagas nada porque te van a pasar cosas”.

Al salir del hospital empezó otra vida, con los tópicos habituales. “¿Qué voy a hacer? O vendo cupones o soy paralímpica”. Pasó de no salir de la cama a unos Juegos Europeos. “Empecé a construir mi vida por el tejado, las expectativas que tiene todo el mundo sobre ti, ser la más fuerte”. Pero no tenía los cimientos, la autonomía. “¿De qué me sirve ir a unos Paralímpicos si no sé salir sola de casa? Comprar, tirar la basura, coger el tren. Las cosas que dais por supuesto porque nunca nos habéis plantado qué implica no poderlas hacer. Mientras tus amigas están pensando en qué marca de vodka van a beber por la tarde” Tuvieron que pasar cuatro años para que asumiera ese “golpe real” de la ceguera: llegó a pesar 35 kilos. “Estaba más muerta que viva. ¿Para qué necesito energía si mi vida es esta?”.

Dejó de correr, conoció a su primer perro guía y se fue a vivir sola. Se asomó a la montaña con su amigo Sergi y subió a la Pica d’Estats (3.143 metros), el techo de Cataluña, cuando se cumplían diez años de su accidente. Tres meses después, coronó el Aneto (3.404 metros) y atravesó el paso de Mahoma, la cornisa de la antecima que aquella fiestera nunca vio por foto. No hizo falta. “Había visto mil videos de cómo era, me sabía el punto que abrazas la roca y te quedas al descubierto”. Porque la ceguera no acabó con su habilidad para proyectar. “En la carrera de ayer, nos veo a las tres. No tengo ni idea de qué cara tienen ninguna de las dos, ni qué cara tengo yo con 32 años, pero el cerebro genera imágenes de forma automática. Mi cabeza es como si estuviera leyendo un libro de forma constante”.

Quería correr por montaña, pero no tenía referentes. Probó la barra con dos amigos en cuatro trialeras de Montjuic, debutó en una carrera de ocho kilómetros hace tres años y no ha parado. Conoció a Elisa Mas, una corredora de larga trayectoria, haciendo un vivac en Montserrat, en 2022. “Me encantaría ayudar, poder ser sus ojos. Conectamos un montón, nos hicimos amigas”, resume ella. Y empezó en ensayo y error. “A mí me gusta que María sepa que una subida acaba en dos minutos porque así se va regulando. Es más importante eso que cantarle cada piedra porque ella se desenvuelve bien”. O llevar la barra más arriba para que el tráiler sea más estable.

Elisa lidera la barra, así que decide el camino y da la información. Por detrás, Carrodilla Cabestre, una de las mejores sub-23 de España, es el timón para sortear los obstáculos, como un paso estrecho o una piedra. Para ello, tienen un código. Cuando hay un tronco en medio del camino, la primera grita cabeza, María se agacha y la cola le dice cuándo puede levantarla. Como en la Transgrancanaria había tanto escalón, acortaron la palabra al inglés step para que diera tiempo. Rejoneo equivale a levantar mucho las piernas porque es un tramo de raíces y piedras. Libre significa correr rápido porque el sendero está limpio. Al estar sujetada por los dos extremos, la barra limita las caídas. Algún corredor alucinado preguntaba si también podía agarrarse para aliviar la subida o si estaban haciendo prácticas para llevar una camilla.

“¡Es que no se puede ni mirar el reloj!”, resume Elisa. Lo comprobó su compañera, que lo miró y se le fue el tobillo. María sonríe ante el sentimiento de culpa: “¡No! ¡He lesionado a una de las mejores atletas que tenemos!” No fue nada, un detalle que subrayó esa concentración “al 200%” de la que habla Carrodilla, pese a apenas pasar de las 120 pulsaciones por minuto: “En carrera, si te desconcentras, pierdes tú sola, pero aquí, con el tráiler, no te puedes despistar”. Lo agradece María, que no tiene problema para encontrar voluntarios en carrera. “Pero para entrenar es difícil. Lo hago con quien puedo y cuando puedo”. Busca sus huecos mientras promociona en las empresas la contratación de personas con discapacidad, viajando sin parar, conociendo la belleza con los pies.

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Sobre la firma

Luis Javier González
Escribo en EL PAÍS desde 2013. Colaborador especializado en rugby y trail. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo de la Escuela UAM / EL PAÍS.
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