Andrés Espinosa, el pionero ‘loco’ que escaló por vez primera en solitario el Mont Blanc… en abarcas
El vizcaíno, adelantado a su época, también firmó la primera ascensión sin cuerda al Cervino y la primera sin compañía al Kilimanjaro

Las obsesiones anidan en nuestros cerebros de forma caprichosa, aleatoria. Ni siquiera es del todo cierto que amamos aquello que se presenta a diario ante nuestros ojos. Todo depende de la mirada. Mucho antes de que el ser humano se acostumbrase a observar el mundo desde la óptica de la pantalla de un teléfono móvil, el entorno, la arquitectura del paisaje podía definir las existencias. A principios del Siglo XX, Andrés Espinosa y Enrique Rentería, ambos de la localidad vizcaína de Amorebieta se enamoraron de las montañas. Vivían bien cerca del Anboto y de sus valles del duranguesado trufados de estéticas paredes de caliza, del corazón alpino del País Vasco. Rentería, que dibujaba cimas, se convirtió en un pintor admirado; Espinosa creció como un alpinista inclasificable, movido por una curiosidad insaciable y una osadía impropia de la época.
El idilio de Andrés Espinosa, un pionero casi olvidado de nuestra historia, se consolidó en el internado de Lekaroz (Baztán navarro), donde ingresó con apenas 12 años para estudiar comercio y aprender francés mientras su mirada recorría, ávida de grandeza, las cumbres del Prepirineo. Ramón Olasagasti es el responsable de los textos del cómic Andrés Espinosa. Solo y libre, que cuenta con las ilustraciones de César Llaguno y Felipe H. Navarro (ediciones SUA), y no esconde su absoluta admiración hacia su personaje principal, “una figura adelantada a su época que merecía un poco de luz”.

Huérfano de padre desde los nueve años, Espinosa encontró trabajo en el mismo almacén de tejidos en el que trabajó su progenitor. Pero Bilbao le deprimió enseguida, se sentía preso en el botxo, un agujero de ladrillo rodeado de colinas donde rebotaba miserablemente su imaginación, sus deseos de volar libre al encuentro del medio natural. Su vida dio un giro al conocer a Antxon Bandrés, presidente de la Federación Vasca de Montaña, quien le proporcionaría un contexto en el que crecer y el apoyo moral necesario para animarle a buscar su camino.
Si el Mont Blanc (4.808 m) fue conquistado en 1786 por la pareja formada por el médico Michel G. Paccard y su guía Jacques Balmat, en 1929 nadie había alcanzado la cima en solitario. Espinosa no había pisado jamás un glaciar cuando viajó en tren hasta Chamonix. “Tenía la intención de contratar un guía, pero se le quitó de la cabeza cuando le pidieron 1.500 francos. Alquiló piolet y crampones… pero lo más alucinante era que en sus pies vestía las típicas abarcas navarras de cuero”, señala Olasagasti. Apenas cinco años antes, en 1924, los ingleses George Mallory y Andrew Irvine desaparecieron en la vertiente norte del Everest, pero tanto cuando encontraron el cuerpo del primero, en 1999, como cuando encontraron restos del segundo, en 2024, sus botas de cuero con suela dotada de inserciones metálicas lucían milagrosamente bien conservadas. Espinosa no hubiese podido permitirse un calzado así ni en sueños. Sus dificultades económicas le obligaban a prescindir de cualquier lujo. No obstante, allí donde Mallory e Irvine prescindieron de sus crampones (temían que sus correas se partiesen y provocasen un accidente), Espinosa los adaptó a sus abarcas, fiándose además de unas medias de lana fabricadas por un pastor de su tierra.
Si no murió en el Mont Blanc fue porque era un prodigio de fortaleza física, uno que ya ganaba con holgura las carreras por montaña en las que tomaba parte en su tierra. Con todo, sufrió 3 vivacs y firmó también el ascenso de la Aguja de Midi.
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Apenas una semana después, repitió gesta en el Cervino, cima notablemente más técnica y compleja. No está probado que fuese la primera ascensión en solitario, pero sí fue el primero en ascender sin cuerda… y con unas abarcas. Las condiciones del terreno, el día de su ascenso, fueron lamentables: el agua y el granizo saludaron su paso. Nadie sabe cómo se las apañó para no patinar hasta la muerte con sus abarcas sobre la roca verglaseada. “Tanto en el Mont Blanc como en el Cervino, los guías locales se rieron de él cuando supieron que carecía de compañero, de cuerda incluso. Pero a su regreso de la cima del Cervino, todos le felicitaron, sorprendidos por su destreza y fortaleza”, apunta Olasagasti.
Hombre culto y sumamente curioso, Espinosa era igualmente un soñador y un solitario ávido de experimentar la libertad que le ofrecía el encuentro de las montañas. En 1930, decidió vender su parte del negocio, dejarlo todo y lanzarse a conocer las montañas del mundo. En su pueblo, le llamaron loco. Adjetivo que adoptó con ironía: “Solo, loco y libre por el mundo adelante, que es muy grande”, avisaba.
También era un hombre metódico: antes de citarse con los escenarios alpinos escaló el Picu Urriellu, El Veleta, el Mulhacén o el Teide, y en su progresión lógica decidió dirigirse a África, con la idea de descubrir el Kilimanjaro. Se fue como un paria y regresó como un héroe: las penurias vividas para escalar el Kilimanjaro y el hecho de que nadie antes lo hubiese hecho en solitario, le colocaron en el centro de la actualidad: incluso ofreció conferencias multitudinarias por media España. Puede que su ascenso fuese la parte más sencilla de un viaje miserable. Sus escasos recursos económicos le obligaron a viajar, en ocasiones, a pie, perdiéndose, pero sin lamentarse, como cuando vagó sin ver un alma durante cuatro días por el macizo del Sinaí antes de retomar su periplo y acabar en Tanzania. Cada accidente del camino era un premio de conocimiento. El Kilimanjaro será, sin embargo, su canto del cisne como alpinista.
En 1931, en otro arrebato de locura, emprendió un viaje en barco (y en cuarta clase) de un mes de duración que le dejó en Darjeeling (India), donde pretendía unirse a una expedición alemana al Kangchenjunga, de 8.586 metros de altitud. Teniendo en cuenta que el ser humano escalaría su primer ochomil en 1950, Andrés Espinosa, nacido tan cerca del mar, volaba varias leguas por delante de su generación. Pero en la India, Espinosa se da de bruces con la realidad: los alemanes han partido y ninguna autoridad le concede el permiso para adentrarse solo en las montañas del Himalaya. Roído por la frustración, emprende el largo camino de regreso a casa. La Guerra Civil corta sus alas de alpinista. El alpinismo vasco tardará más de cuatro décadas en viajar a las montañas más elevadas del planeta y, poco a poco, Espinosa, que siempre siguió caminando por las montañas de su tierra, se diluyó en el olvido hasta su muerte en 1985.
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