La peor noticia madridista no fue el 0-4
Urge mucho más extirpar la lacra racista del Bernabéu que jugar bien y ganar. Lo segundo sólo es fútbol, en lo primero nos va más a todos
Cómo habrá sido de terrible la noche del sábado del Real Madrid para que la peor noticia ni siquiera haya sido el baño de la segunda parte ni los cuatro goles del Barcelona, sino la purulencia racista habitual que en un rincón del estadio (este grabado, a saber en cuántos más) dedicó a Lamine Yamal y Raphinha insultos como “puto negro”, “puto moro” o “a vender pañuelos al semáforo”. Impresiona la cantidad de basura que uno puede acumular en su cabeza para pagar una entrada carísima y enseñorearte como nazi delante de un chico de 17 años que le está pintando la cara a tu equipo. Racistas que, vete tú a saber, se erigen como capitanes contra el racismo cuando el insultado es Vinicius Junior. Y el problema empieza cuando sometes tu aprecio por los derechos humanos a tus pasiones futbolísticas, cuando no comprendes que es mucho menos violento ver perder a tu equipo por cuatro goles que ver a gente con la misma camiseta que tú, animando a los mismos jugadores que tú, celebrando el mismo gol (anulado) que tú, llamando “puto negro” a un jugador negro, sacándose al racista desacomplejado de dentro para mostrarlo en todo su esplendor, que suele ser en la impotencia y frustración. Urge mucho más extirpar a esa lacra del Bernabéu que ganar: lo segundo sólo es fútbol, en lo primero nos va mucho más a todos. Ganar se ha ganado siempre —se gana, se pierde, y se vuelve a ganar—, pero que un jugador negro visite el Bernabéu (o juegue en casa, porque a saber cómo van a ir esas cabezas enfermas de odio si el equipo se desploma) sabiendo que allí no se le insultará por el color de su piel, esa grandeza va más allá del fútbol. Si cierran el estadio por culpa de esos racistas, fantástico; quizás así, la próxima vez, sus compañeros de grada les cierran la boca a gritos o los sacan ellos mismos del campo antes de que lo cierren otra vez.
En cuanto al partido, cuesta entender cómo unos jugadores de élite, los delanteros más rápidos del mundo, caen como conejos en la trampa del fuera de juego que el Barcelona lleva anticipando toda la temporada. Unos adolescentes prodigiosos tirando la línea con una inteligencia táctica mayor que la del campeón de Europa, sin que les tiemblen las piernas y ahogando, una y otra vez, hasta desmoralizar al Madrid en la primera parte. Carnicería, pensábamos algunos en caso de que el Barcelona dejase diez autopistas a la portería con Vinicius y Mbappé oliendo sangre y los pies frescos. Carnicería, pensó Flick al descanso cuando movió el centro del campo y subió las autopistas desde su portería hasta la del Madrid, desarbolado y roto física y mentalmente de tal forma que ya media plantilla excusaba de salirse del fuera de juego cuando los culés corrían al centro del campo. Hubo un par de momentos en los que Dani Olmo y De Jong parecían estar jugando solos, tanto era el espacio por delante que tenían. Este 0-4 no es el 0-4 del espejismo de hace dos temporadas. Hay un Barça engrasado que se lo cree y un Madrid empachado que ha dejado de creérselo, acaso creyendo que los 0-2 son siempre, como el pasado martes, sinónimos de noche grande y remontada. La bofetada del Barcelona se oyó en todo el estadio y el único y pobre consuelo de la afición silenciosa que salió el domingo noche a la Castellana es que la humillación se ha producido en octubre, con margen para cambiar cosas que no sabíamos que había que cambiar (la puntería de Mbappé, pero no sólo) y otras que, por una mala gestión de plantilla (fichajes en la defensa), ya no se pueden cambiar.
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