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Los niños trabajadores de Bangladés, una década después: “No quiero dedicarme toda la vida a limpiar lo de otros”

Diez años en la vida de un grupo de chavales del país asiático ilustran lo difícil que resulta escapar del círculo vicioso de la pobreza y que el talento no basta cuando la igualdad de oportunidades es una quimera

Emon Hawlader, a la izquierda, con 13 años en 2015, con su empleador, Md. Ziaur Rahman. A la derecha, hoy, como conductor de ‘rickshaw’.
Emon Hawlader, a la izquierda, con 13 años en 2015, con su empleador, Md. Ziaur Rahman. A la derecha, hoy, como conductor de ‘rickshaw’.Sofía Moro
Alejandra Agudo

Hace casi una década, en 2015, Planeta Futuro contó la historia de nueve menores de Bangladés: Kanchon, Emon, Hashi, Shopon, Rakib, Alamin, Rahat, Nazmul y Fahim. Entonces tenían entre 9 y 13 años y eran alumnos de primaria en las escuelas para niños trabajadores de la ONG Educo. También ejercían de mecánicos, esclavas domésticas, fabricantes de calzado, colectores de basura… Todos eran mano de obra muy barata, víctimas de la pobreza extrema que empuja a millones de menores a buscar empleos con los que contribuir a las precarias economías familiares. “Necesitamos ingresos”, decían sus padres. “Les enseño un oficio”, justificaban sus empleadores.

El reencuentro con cinco de ellos llena el vacío de su historia entre la foto fija de su difícil infancia en 2015 y su vida adulta hoy. “No me acuerdo mucho”. Shopon (21 años) se resiste a rememorar su niñez al observarse en las fotografías con 11 años, descalzo sobre una inmensa montaña de basura en el barrio informal de Korail, uno de los más grandes de Daca, donde rebuscaba materiales aptos para vender a recicladores. Solo uno de ellos, una niña de nombre Kanchon, ha logrado llegar a la universidad.

Shopon, 11 años (2015). Trabaja rebuscando en la basura del vertedero del slum de Korail, en Daca.
Shopon, 11 años (2015). Trabaja rebuscando en la basura del vertedero del slum de Korail, en Daca.Sofía Moro

Las estadísticas menos favorables en 2015 estimaban que había casi ocho millones de niños empleados en el país, de 169,4 millones de habitantes, de los que el 13% eran extremadamente pobres, pese a que el empleo de menores de 14 años está prohibido por ley desde 2006 y los trabajos peligrosos están vetados para los que tienen menos de 18. Impulsado por una economía en crecimiento ―desde 2015 es considerado un país de renta baja-media― Bangladés se había comprometido a erradicar las formas más duras de trabajo infantil para 2025 (una lista de 43), y el empleo de niños para 2030. Pero está lejos de alcanzar sus objetivos: los avances, muy discretos, fueron truncados por la pandemia.

Según la más reciente Encuesta Nacional sobre Trabajo Infantil (NCLS) de 2022, hay en el país 3,54 millones de pequeños trabajadores entre 5 y 17 años (8,9% de la población infantil, de 40 millones), de los que 1,07 millones están involucrados en trabajos peligrosos. El 47%, según la misma encuesta, no asisten a la escuela, que es obligatoria desde 1990. Estas cifras sitúan a Bangladés como el segundo país del mundo con más trabajo infantil, después de India y el primero en número de menores de 14 años empleados. “Y eso es lo que podemos ver, porque de los 2.000 niños que hemos formado en nuestras escuelas, a ninguno le han preguntado jamás para las encuestas [oficiales]”, apunta Afzal Kabir Khan, responsable del programa para la eliminación del trabajo infantil de Educo Bangladés.

Otras lagunas para contabilizar el trabajo infantil son que la mayoría trabaja en el sector informal, lo que escapa al control de Gobierno, y que el servicio doméstico no se considera oficialmente un trabajo, por lo que las niñas empleadas del hogar no cuentan como trabajadoras. Tampoco cuentan como niños trabajadores los que “ayudan” en los negocios familiares o trabajan menos de cinco horas al día.

El cambio climático en este país tan expuesto a los desastres empeora la situación. “Cada vez más hay desastres que dejan sin medios de vida a las familias, que vienen a la ciudad y ponen a sus hijos a trabajar para sobrevivir”, detalla Md. Abulkashem, director de una escuela para niños trabajadores en la capital. “Un desbordamiento de un río en una zona rural provoca que la familia pierda todo y ponga a los hijos a trabajar”, detalla Md. Abulkashem.

“Y la aceptación social del trabajo infantil es alta”, apunta Afzal Kabir Khan. La lucha es doble, explica: contra la pobreza y la arraigada tolerancia. Con la ley no basta, hay que aplicarla. “Cambiar la mentalidad es lo más difícil. No lo ven como algo malo, así que en algún momento hay que castigar a quienes emplean a niños porque de corazón no van a dejar de hacerlo”, anota. Shahin Akter Sathi es concejala de distrito en la corporación Norte de Daca. “Cuando les pregunto a empleadores por qué contratan a niños, me replican que cuál es mi problema, si no lo es para sus padres. Así de difícil es implementar la ley”, expone.

El Ministerio de Trabajo de Bangladés rechazó realizar comentarios sobre sus esfuerzos en esta materia en un encuentro presencial concertado con el responsable del departamento de inspecciones a factorías y establecimientos que acabó en una mera invitación a café. Tampoco contestó a los requerimientos posteriores por correo electrónico.

Emon Hawlader: de mecánico a conductor

Emon Hawlader, con 13 años, en su casa en el ‘slum’ de Shampur, en Daca, junto a su madre Shukhi Begum y sus hermanas.
Emon Hawlader, con 13 años, en su casa en el ‘slum’ de Shampur, en Daca, junto a su madre Shukhi Begum y sus hermanas. Sofía Moro

En 2015…

Cuando Emon Hawlader tenía 13 años soñaba con estudiar y ser ingeniero. Llevaba desde los nueve trabajando como mecánico, uno de esos empleos prohibidos por ley en Bangladés para menores de 18 por su peligrosidad. Cursaba tercero de primaria.

“Está aprendiendo un oficio y ganando un dinerillo mientras estudia. Sé que está prohibido, pero no le presiono. No le exploto y no le asigno tareas peligrosas”. Así justificaba Md. Ziaur Rahman, de 30 años entonces, que empleaba informalmente a Emon por 1.500 takas (17 euros) al mes. “Me regaña cuando hago algo mal”, revelaba el niño. “Cuando me equivoco, me pega, me abofetea o me golpea la mano con el mango del martillo”, describía.

Emon estudiaba en la escuela de Educo en el slum de Shampur, en su pupitre de madera desgastada, entre coloridas manualidades y una pizarra de tiza. Era su paraíso durante tres horas al día, que partían en dos su jornada laboral.

Hoy…

Emon y Md. Ziaur Rahman son hoy vecinos y “amigos”. Con 21 años, Emon ya no vive con sus padres y ha asumido el cuidado de sus dos hermanas, con quienes convive desde hace unos meses en una vivienda de cemento, considerablemente mejor que la de chapa en la que que habitaba de niño, en el mismo barrio informal en el que creció. Su madre emigró a Arabia Saudí como empleada doméstica para tener ingresos con los que hacer frente a las deudas que contrajo el padre por su adicción a las drogas.

Emon no cumplió su sueño de continuar con sus estudios para ser ingeniero. Dejó la escuela y nunca llegó a cursar la secundaria. Sin embargo, gracias a sus conocimientos básicos, consiguió obtener una licencia de conductor y recorre el país para ganarse la vida repartiendo mercancías con una camioneta. “Transporto de todo: frutas, metales, ladrillos”, enumera. “Me pagan bien y voy a muchas partes de Bangladés, es alucinante. Y querría ir al extranjero algún día”. De media, gana unos 15.000 takas (115 euros) al mes. “Cuando se da bien, hasta 20.000 (153 euros)″.

“Debería haber más escuelas para niños pobres”, solicita. Considera que, en su caso, estudiar le abrió las puertas para poder obtener el carné de conducir y tener un empleo con el que paga el alquiler de su nueva casa. Ya está pensando en mudarse a otra más grande. Además de a sus hermanas, a las que mantendrá “hasta que se casen”, sostiene a su abuela, que vive en un pueblo. “La educación es muy importante. Al menos, aprender lo básico, y saber cómo leer facturas, las señales, las finanzas”, razona. “También es necesario para navegar con el móvil, usar el GPS y estar informado”.

Rakib Mridha: de zapatero a conductor de ‘rickshaw’

Rakib Mridha, a la izquierda, en casa con su padre enfermo en 2015. Hoy, en la imagen de la dercha, es conductor de ‘rickshaw’, el mismo oficio que tenía su padre en 2015.
Rakib Mridha, a la izquierda, en casa con su padre enfermo en 2015. Hoy, en la imagen de la dercha, es conductor de ‘rickshaw’, el mismo oficio que tenía su padre en 2015. Sofía Moro (EL PAÍS)

En 2015…

Rakib Mridha tenía 12 años cuando Planeta Futuro le conoció en su lugar de trabajo, donde pasaba nueve horas al día agachado en una habitación de unos nueve metros cuadrados abarrotados de planchas de cuero junto con otra media docena de niños. Su labor: cortaba con una navaja las láminas en forma de suela de zapato por 1.500 takas (17 euros) al mes. Así fue su vida desde que tenía nueve años y sus manos y pies repletos de cicatrices por los cortes daban cuenta de la dureza de su empleo. “Me hago daño varias veces al mes”, detallaba. “Me siento mal, porque veo que otros niños no trabajan y están mejor. Pero tengo que pagar el alquiler de la casa, que son 3.000 takas (34 euros) al mes”, explicaba.

A Rakib le gustaba aprender matemáticas e inglés. “Para entender a los extranjeros”, decía. De mayor quería ser profesor. Un sueño que su padre, Paruk (37 años entonces) deseaba que cumpliera, para que no acabara siendo conductor de rickshaw (bicicletas con cabina incorporada para pasajeros) como él. “Espero que en el futuro consiga un trabajo decente y pueda vivir en un lugar mejor”, se le humedecían los ojos.

Rakib Mridha (a la derecha) con 12 años en el taller de cuero en el que trabajaba.
Rakib Mridha (a la derecha) con 12 años en el taller de cuero en el que trabajaba.Sofía Moro

Hoy…

Nueve años después, Rakib es lo que su padre quería evitar, conductor de rickshaw, y vive en una habitación en el slum tan pequeña y precaria como aquella en la que habitaba con sus padres y hermanas, con cocina compartida y sin baño. Hoy, el padre es él, de una pequeña de cuatro meses a la que espera dar otro futuro distinto del suyo. “Quiero que haga más cosas que yo”.

Eso mismo decía su padre. “No me gusta, pero tengo que usar a mi hijo para tener ingresos”, lamentaba Paruk. Preguntado Rakib por cómo hará él para garantizar que la misma precariedad no se repita con su pequeña, se limita a decir. “Haré todo lo posible para darle oportunidades. No querría que mi hija trabaje. Ningún padre lo quiere; tampoco mi padre lo quería, pero no había otra opción”.

Rakib completó la primaria y comenzó la secundaria, pero llegó un punto en el que dejó de estudiar porque no tenía “ni tiempo ni dinero” y encadenó empleos a cada cual peor. “Tenía accidentes”, se señala las viejas y nuevas cicatrices en las manos. “Tenía ampollas, algunos compañeros murieron”, rememora.

“Hoy soy feliz pese a mis problemas financieros”, asegura mientras acuna a su bebé. Gana unos 500 takas (3,80 euros) cada jornada que trabaja, pero no todos los días puede conducir porque el rickshaw se rompe, él cae enfermo o las condiciones climáticas no lo permiten. Esos días, no tiene con qué alimentar a la familia y tiene que pagar igualmente el alquiler (350 takas, que son 2,70 euros) del transporte, reconoce. Su sueño es comprarse su propio rickshaw o sacarse la licencia de conducir vehículos a motor, pero ahorrar o sacar tiempo para estudiar es una quimera en sus circunstancias. “No tengo seguridad. Como todo el mundo, querría un empleo mejor”.

Md. Rahat: de zapatero a agricultor

A la izquierda, Rahat en su lugar de trabajo en 2015, un taller de piezas pequeñas de cuero. A la derecha, Rahat, en 2024. Trabaja de agricultor en el Bangladés rural, pero acude a casa de su madre en el 'slum' de Hazaribag para visitarla.
A la izquierda, Rahat en su lugar de trabajo en 2015, un taller de piezas pequeñas de cuero. A la derecha, Rahat, en 2024. Trabaja de agricultor en el Bangladés rural, pero acude a casa de su madre en el 'slum' de Hazaribag para visitarla.Sofía Moro

En 2015…

Md. Rahat tenía 11 años cuando trabajaba en el mismo taller que Rakib. Ninguno era capaz de esbozar una sonrisa cuando se les tomaba fotografías o se les preguntaba sobre sus momentos felices en la escuela. Estaban cansados, decían. Aun así, iban cada tarde al colegio y entonces cursaban quinto de primaria.

Hoy…

“Os recuerdo. No habéis cambiado”, asegura Rahat (21 años), a pesar de que el encuentro con él fue fugaz en 2015, en la fábrica de cuero, sin posibilidad de visitar su casa o su escuela. “He trabajado de muchas cosas. Gracias a la escuela, todos mis empleadores decían que estaban contentos con mi trabajo y mi buen hacer”, rememora en la vivienda de su madre en el slum en Daca, adonde acude de visita, advertido por Educo de que este medio quería conocer qué había sido de su vida. Hace unos meses, se mudó a Dhankhali, un pueblo en un área remota, con su mujer, de 19 años y embarazada. Allí trabaja como agricultor en una plantación de arroz.

“Es un trabajo al día, de la mano a la boca”, expresa. “Querría tener mi propia tierra. Pero ahora no puedo ahorrar”. Antes de despedirse, solicita: “¿No conoceréis a alguien que me pueda costear formación técnica para aprender un oficio mejor?”.

Md. Shopon Mia: de reciclador a supervisor de limpieza

En la izquierda, Shopon, con 11 años trabaja rebuscando en la basura del vertedero que hay en Korail, Daca. A la derecha, en 2024, es el supervisor en una empresa alemana de limpieza en Bangladés.
En la izquierda, Shopon, con 11 años trabaja rebuscando en la basura del vertedero que hay en Korail, Daca. A la derecha, en 2024, es el supervisor en una empresa alemana de limpieza en Bangladés.Sofía Moro

En 2015…

En el barrio chabolista de Korail, en el centro de Daca, viven 200.000 personas. Las toneladas de basura que generan los pobres que allí viven van a parar al vertedero en el que trabajaba Shopon. Tenía 11 años, a punto de cumplir los 12, y llevaba tres trabajando cuando Planeta Futuro contó su historia en 2015. “No recuerdo mucho de aquellos días”, confiesa mientras mira incrédulo las fotografías en las que se le ve en el que era su lugar de trabajo: una descomunal montaña de porquería bajo sus pies descalzados, donde buscaba plástico o cables que pudiera vender para su reciclado.

“A mi madre no le gusta que esté aquí, pero tengo que mantener a la familia”, explicaba entonces. Y no era un decir, de él dependía el sustento de su madre y una hermana pequeña desde que el padre les abandonó y su hermana mayor se marchó de casa.

Shopon no sabía cuánto ganaba, pero era apenas lo suficiente para pagar puntualmente el alquiler de su casa, 2.500 takas (casi 29 euros) al mes. Su madre contribuía a la economía familiar mendigando por la calle, aunque el niño se resistía a reconocerlo. Eran tan pobres que no tenían ni una cama y los tres dormían en el suelo de una oscura chabola de escasos metros delimitados por chapa de zinc. Allí soñaba con ser policía de mayor “para coger a los ladrones”. Sin embargo, la vida le ha llevado por otros derroteros.

Hoy…

“No era un buen trabajo”, sigue mirando las fotografías. “Después trabajé en una tienda y en un restaurante... Se llamaba Canela”, relata. También se ganó el sustento como ayudante de un minibús, un trabajo prohibido para menores de 18 al ser muy peligroso por el riesgo de caída mientras los chiquillos van amarrados en el exterior a la caza de clientes. “La policía canceló la ruta y tuve que dejarlo”. Daca ha realizado un gran esfuerzo para eliminar este tipo de trabajo infantil persiguiendo a los conductores que contratan a menores como ayudantes. Aún así, Rabbi Islam, que hoy tiene 11 años, trabaja en uno de estos transportes. La historia se repite: “Tengo que ayudar a la familia”.

Tras seis meses en paro, Shopon recibió una oferta para trabajar como limpiador en una empresa alemana en el centro de la ciudad. Eso fue hace seis años. Aceptó y fue progresando. Hoy es supervisor de cuatro personas del servicio de limpieza. “No quiero dedicarme toda la vida a limpiar lo de otros”, confiesa, ya en su casa de dimensiones mínimas en el slum de Korail, sin luz natural ni cocina ni baño propio, donde el aire es denso y vive con su mujer de 18 años, embarazada y con quien se casó siendo ambos menores, y una gata a la que adoptó cuando era un niño y la prole de cinco mininos que la felina parió justo el día antes de recibir la visita.

“Quisiera tener una vida mejor. Tengo un plan: obtener la licencia de conducir y trabajar de transportista”. Un empleo con mayor remuneración y menos estrés, dice. “Me gustaría que me visitarais dentro de 10 años”, pide. “La educación me ha dado oportunidades. Puedo leer, conduzco, uso un ordenador en el trabajo, hago presentaciones y relleno formularios, y me siento con poder para progresar”.

Con todo, en su actual empleo gana lo suficiente para pagar la renta (4.000 takas al mes), la luz e internet “para escuchar canciones en YouTube”. En la oficina nadie está al corriente de que fue niño trabajador, ni quiere que lo sepan. Tampoco que vive en Korail y su precaria situación. El estigma del pasado y la pobreza es una losa pesada en el país asiático.

Kanchon Rani Das, de empleada doméstica a universitaria

A la izquierda, Kanchon Rami Das, en 2015, cursa el quinto curso de primaria en una escuela para trabajadores de Educo en Bangladés. A la derecha, en 2024, es ya una estudiante universitaria de Administración.
A la izquierda, Kanchon Rami Das, en 2015, cursa el quinto curso de primaria en una escuela para trabajadores de Educo en Bangladés. A la derecha, en 2024, es ya una estudiante universitaria de Administración.Sofía Moro

En 2015…

Con 11 años, Kanchon Rani Das había dejado su trabajo hacía unos meses después de cuatro años sirviendo en una casa. Sus hermanas se habían casado y marchado, lo que suponía menos bocas que alimentar en el hogar y menos necesidad de ingresos. “Ahora dibujo y estudio más inglés”, explicaba en la lengua de Shakespeare. “Me gusta porque quiero viajar al extranjero”. Mientras la niña hablaba, la madre, Johshowda Rani, le acariciaba suavemente la frente. “Estoy sorprendida y orgullosa de que hable otro idioma. Ha podido estudiar y, además, ella trabaja duro”. No hacía falta examinar sus notas para darse cuenta de que Kanchon era muy inteligente. “El trabajo infantil debe parar”, decía. “Sueño con construir una casa de madera fuera del slum y que mis padres se vengan conmigo”.

Hoy…

Kanchon Rani Das tiene hoy 21 años y aún vive en el slum de Korail, ya de manera independiente. Cursa primero de Administración en la universidad pública estatal de Tongi. “Managment”, dice en inglés. El camino para llegar hasta aquí no ha sido fácil. Con timidez, la cara tapada con un niqab y en lengua blangla, comienza el relato de su vida desde 2015. Culminó la educación primaria en la escuela para niños trabajadores. Pero su padre insistió en varias ocasiones para que dejara los estudios y volviera a trabajar. “Me ponía muy nerviosa no poder terminar”. Pero su determinación prevaleció.

“Soy la única de mi familia que ha estudiado”, empieza a relajarse, se destapa la cara y se expresa en inglés. Otra ONG le subvencionó la secundaria. “Y 9º y 10º fue gratis porque era muy inteligente”.

Apenas se reconoce en las fotografías de aquella época que observa emocionada entre sus manos. Recuerda vagamente aquel día, nueve años atrás. “A ella sí”, señala a la fotógrafa. “Nadie quiere trabajar a esa edad; lo sufrí y lo sé. Yo sentía que si estudiaba podía ser libre”, sigue mirando las imágenes. Sus padres, que se mudaron al pueblo, están “orgullosos” ahora de que la testadura pequeña Kanchon no se doblegara ante sus presiones. “Hoy saco buenas notas y les ayudo con sus gastos porque es mi responsabilidad. Me valoran y respetan por mis conocimientos”.

El sueño de Kanchon de estudiar en la universidad, ser profesora y mudarse a una casa de madera fuera del barrio informal de Korail, se ha hecho casi realidad. Alquila su propia vivienda, aunque todavía precaria en el slum donde creció, trabaja como maestra de primaria en una escuela e imparte clases particulares de apoyo. “Encontraré un trabajo mejor y podré irme a otra casa. Cuando acabe [la carrera, de cinco años], quiero opositar para ser funcionaria”, avanza.

Kanchon tiene un plan y sabe lo que es alcanzar sus propósitos. Ahora que ya ha logrado el que tenía cuando era niña, aspira a más: “Seré profesora universitaria”. También quiere formarse en el extranjero. “En India o América. No hay límites para el conocimiento”.

“Por ejemplos como el de Kanchon siento que hemos contribuido de algún modo”, explica Afzal Kabir Khan, de Educo Bangladés, resguardado de la lluvia monzónica en una de las escuelas de la ONG. De aquellos niños que Planeta Futuro entrevistó en 2015, ella es la que ha alcanzado el máximo nivel educativo, aunque no es la única que lo ha logrado de los 2.000 estudiantes que han pasado por las aulas de estos centros para niños trabajadores. Aunque la organización no realiza un seguimiento estructurado del porvenir de sus alumnos, los maestros mantienen el contacto con algunos de ellos y saben que otros, como Kanchon, estudian hoy en la universidad.

Escuela para niños trabajadores apoyada por Educo, en 2024.
Escuela para niños trabajadores apoyada por Educo, en 2024.Sofía Moro

“Todos los que llevamos mucho tiempo en esta lucha sentimos frustración. Nos sentimos mendigos que piden constantemente que alguien haga algo”, lamenta Kabir Khan. “Los cambios toman tiempo”, se consuela. “Pero está llevando demasiado que se produzca una gran transformación”. Las organizaciones se han agrupado para aunar fuerzas, pero la mayoría no tiene recursos. El experto, con dilatada experiencia en la Organización Internacional de Trabajo, tiene grabadas en la memoria demasiadas conversaciones con niños “talentosos que ni siquiera pueden soñar con lo que podrían ser”.

Y recrea:

―¿Puedo ser doctor si estudio?

―¿Por qué no?, les responde Kabir Khan.

―Si se lo digo a mis padres, me pegarán.

Uno de los nuevos alumnos es Rabbi Islam, de 11 años. Cursa quinto de primaria por las tardes y le gusta escribir en el ordenador. De momento, su nombre y edad. Desde los ocho años, por las mañanas ―de seis a una y media― es ayudante en un minibús de pasajeros. “Llamo a la gente, colecto el dinero y les doy el cambio”, explica tímido. Cuando sale del colegio, a las cinco, vuelve al trabajo, colgado en el exterior del vehículo, hasta las 10 de la noche. “Una vez me dio un golpe otro coche en el brazo y me caí”. Así gana unos 500 takas al día (3,80 euros), de los que le descuentan 200 (1,50 euros) por la comida. De mayor quiere ser policía “para atrapar a los malos”.

Riya Mone, de 12 años, acude a la misma escuela, en el turno de mañana porque por las tardes trabaja de empleada doméstica, limpia y cuida de un niño de tres años mientras sus padres están fuera, de dos a cinco, por 2.000 takas (15,35 euros) al mes. “Y a veces me dan de comer”, dice agradecida al reconocer que es un salario y unas condiciones más dignas que las de otros de sus compañeros. Lo que más le gusta es estudiar bangla para poder leer. “En los libros hay muchas historias”.

―¿Qué quieres ser de mayor?

―Doctora, para ayudar a los pobres.


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Sobre la firma

Alejandra Agudo
Reportera de EL PAÍS especializada en desarrollo sostenible (derechos de las mujeres y pobreza extrema), ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Miembro de la Junta Directiva de Reporteros Sin Fronteras. Antes trabajó en la radio, revistas de información local, económica y el Tercer Sector. Licenciada en periodismo por la UCM
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