La apoteosis olímpica de María Pérez y Álvaro Martín, medallistas en París en los 20 kilómetros marcha
La plata de la granadina de Orce y el bronce del pacense de Llerena desatascan el medallero del equipo español en los Juegos Olímpicos
Cuando estaba concentrado en Font Romeu en julio, Paul McGrath, largos brazos elásticos, ojos verdes, marchador de clase y aficionado al ciclismo, se fue a ver pasar el Tour el día del Plateau de Beille, y, después de terminar sufriendo los 20 kilómetros, el 17º, silba y dice admirado, ¡quién tuviera el cambio de Pogacar! No lo tuvo él, que se quedó sin gasolina en el kilómetro 16 porque su sistema gástrico no asimilaba los carbohidratos que ingería, ni lo tuvo Álvaro Martín, que echó de menos la capacidad de repetir el trallazo explosivo que le hizo campeón del mundo en Budapest hace un año, pero terminó tercero, y feliz, y su entrenador, José Antonio Carrillo, sombrero de paja medio descosido, ya listo para recibir el puñetazo liberador, reza, desde la mesa de avituallamiento a su paso en la última vuelta. “Que no quede cuarto, que no quede cuarto”, le ruega al destino que le ha regalado campeones de Europa y del mundo, y medallistas de todo tipo, nunca le dio un medallista olímpico. Martín, el extremeño brillante, resiste, y solo lamenta no haber tenido tiempo para sentirse seguro de bronce y haber gozado más del momento y la bandera porque pensaba que le perseguía de cerca el campeón olímpico de Tokio. Pero a este, a Massimo Stano, italiano de Lucania, puro sur duro como las tierras de Granada, Massimo Stano, le había traicionado la zapatilla izquierda, le bailó la plaza de carbono y trastabilló forzando el tobillo. Estaba fuera de la pelea.
En la marcha, rivales apelotonados en una pelota que a veces se redondea y finalmente se desinfla y se queda fofa, desaparece, 60, 70, zancadas aéreas. No se miran, pero se ven, se saben. Se presienten en la guerra de desgaste. Anticipan con angustia el cambio atómico del rival y, ya sin fuerzas, le ven alejarse y sienten, como dice McGrath, que está cavando su propia tumba persiguiendo en el vacío. La aceleración letal, tan difícil de conseguir en la marcha, lo tuvieron dos atletas en la mañana que amaneció no con sol sino con rayos y truenos, y chaparrón, a orillas del Sena, entre el Trocadéro y la torre Eiffel por el puente de Jena, un codo y vuelta, 20 veces. Uno fue de oro, el ecuatoriano Daniel Pintado, de Cuenca como el mito Jefferson Pérez, que dejó clavados a Martín y al brasileño acelerado Caio Bonfim, en un último kilómetro galáctico, de 3m 31s. Y lo tuvo, sobre todas, la granadina de Orce María Pérez, gigante de la marcha, doble campeona del mundo en Budapest, que repite cambio de ritmo en París, destroza a las que le acompañan, las mejores —Kimberly García, peruana y campeona del mundo, se queda cortada; Antonella Palmisano, italiana y campeona olímpica, se retira— y, como si oyera interiormente la trompeta del Séptimo de Caballería y sus estandartes, se lanza a la carga, frenesí controlado, los dientes apretados, las piernas ligeras, determinada y velocísima, rozando los 4m 10s el kilómetro, en persecución de la china Jiayu Yang, que se había escapado temprano y entre ella y las demás, un mundo.
La china, campeona del mundo en 2017 y plusmarquista mundial de la distancia, llevaba una ventaja de 44s cuando arrancó Pérez, con la marcha ya más elástica, más perfeccionada técnicamente gracias al trabajo de biomecánicos y especialistas y, sobre todo, de su entrenador en Guadix, Jacinto Garzón, que la arropaba y le daba confianza y ánimos hace solo tres meses, cuando un proceso de múltiples virus la debilitó con toses que la asfixiaban. “Si alguien me hubiera dicho hace tres meses que hoy estaría en un podio olímpico, le habría dicho que estaba loco”, dice Garzón, y a su lado se para emocionado para felicitarle Palmisano, tan amiga de la campeona granadina como la medallista de bronce, la australiana Jemima Montag, que llega unos segundos detrás y como ve que María Pérez, al límite de del desmayo, tan mareada acaba que se tiene que apoyar en los soportes de la pancarta de meta, se acerca a ella y le ofrece su hombro para que se apoye y despacito, despacito, avanza. Y también se acerca a Garzón, un imán para las buenas personas, Caio Bonfim, el brasileño medallista de plata por delante de Álvaro Martín. Y habla de María Pérez como quien habla de una diosa. “Qué cabeza, qué cabeza, ha sido una medalla ganada con la cabeza, y qué fuerza”, se deleita describiendo. “Y las piernas, una belleza, qué marcha”.
Cabeza, fuerza (corazón) y piernas, qué piernas, María Pérez, al asalto, espíritu de remontada, se echa a todo el Trocadéro en la chepa y persigue. Y su fe es contagiosa. La desventaja se reduce. 38s en el kilómetro 14, 30s en el 15, 20s en el 16. Una progresión imparable. 23 grados a las 8.00, 30 a las 12.00, y humedad siempre tras la tormenta.
“En el 10 pasó con su mejor marca de siempre, y me dije que para alcanzar a la china, para sobrevivir a la humedad del Sena, pasando por encima del puente, tendría que ser una María al 100%”, dice Garzón, medallas y estampas de vírgenes colgando del cuello y en los bolsillos. “Y no ha sido una María al 100%, lo ha sido al 120%. Ha hecho la carrera de su vida”.
En el kilómetro 19, estabilizada la ventaja de la china, que no decrece, la sensatez derrota a la valentía estúpida. Pérez prefiere asegurar la plata antes que arriesgarse a todo por un oro lejano. “Siempre digo que las mujeres somos más suicidas que los hombres”, dice Pérez. “Al final, la australiana me iba pillando y tenía que apostar por el oro o la plata y preferí quedarme con la plata, asegurarla. El bronce está bien, pero una plata vale mucho más”.
La primera medalla olímpica de las 18 del atletismo español fue la plata de Jordi Llopart, 20 kilómetros, en Moscú. Después llegaron las de Dani Plaza, Valentí Massana, María Vasco y Paquillo Fernández. María Pérez y Álvaro Marín, suman dos más: siete de marcha, 11 todos los demás.
Los dos medallistas de París, cuatro veces campeones del mundo en Budapest, campeones de Europa también, enseñan al mundo lo complicado que es conseguir una medalla olímpica, una competición que se celebra cada cuatro años y que modela sus sueños y completa su palmarés. Y permite decir al extremeño que estos de París son sus últimos Juegos, que ya tiene 30 años y que los jóvenes que llegan (McGrath, 22) marchan mucho. “Creo que el bronce es lo máximo que podía conseguir. Hay que ser honestos. Creo que Ecuador hoy estaba, no un paso, sino dos pasos por delante, y yo he tenido que sufrir hasta más no poder porque temía quedar cuarto, como en Tokio”, dice el marchador que a los 15 años dejó Llerena por el CAR de Madrid y a los 25 dejó Madrid por Cieza, melocotones en lugar de los olivos de su Extremadura, pero tierra dura también. “El primer pensamiento que me vino en Tokio fue si ese no sería el único tren para coger la medalla, y se me ha ido y no va a volver”.
Se abraza y llora emocionado con Carrillo, que le dice que el bronce vale, que no hay que ser egoístas y quererlo todo. Y que ya es un hombre feliz. Hace 43 años, joven entrenador, se preguntaba, ¿y por qué no podría tener yo un atleta en los Juegos Olímpicos? En 1996 lo consiguió con Fernando Vázquez, el primer olímpico de Cieza. En 2024 ya tiene la medalla y puede mandar a freír espárragos al sombrerico dichoso de Mussabini.
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