La primera carta
Recién venido de la sierra, el cartero me entrega la primera carta, después de la larga huelga. La primera carta llega, blanca y alígera, como aquella paloma que escapó del Arca de Noé, para tornar con un perejil bíblico en el pico.Esta carta, que para mayor entrañabilidad es una carta intrascendente que me habría dado igual no recibir, se ha escapado, como la paloma, del arca incógnita del Poder, de ese aparador aparatoso que es el Palacio de Correos, también conocido por Nuestra Señora de las Comunicaciones. Porque yo siempre he creído que el Arca de Noé no se varó en el mente Ararat, sino en la plaza de Cibeles, en Madrid. Es una paloma postal, una carta colombófila que vuela desde el arca o búnker de la injusticia social, hasta mi ventana. Me lo ha dicho el cartero, que es un amigo:
-Trátala con cariño, que es mi persona.
Me alegra esta carta que no me dice nada, y que, en otras circunstancias, ni siquiera habría abierto, porque es el testimonio blanco e inocente de que una huelga se ha sostenido, de que una clase obrera, la de los carteros, ha tenido coherencia y civismo, ha dejado constancia de que sí están maduros. Y también nosotros, el personal, los sufridos remitentes y destinatarios, hemos soportado con paciencia y civismo la larga huelga, respetando los derechos del cartero a pedir su derecho.
O sea, que sí estamos preparados. La carta no era de Nadiuska, ni de Martínez Esteruelas, pero me ha alegrado igualmente. Esta misma mañana he tenido que dictar un artículo por teléfono, para Barcelona, porque la revista no se fía de que llegue a tiempo mediante el correo. Bueno, pues la señorita taquimeca me lo ha ido comentando sobre la marcha. Ha sido mi primer artículo comentado y jaleado a medida que nacía, lo cual no deja de resultar una experiencia. La huelga, que dicen que es la lucha de clases, también puede ser la amistad de las personas.
Me llaman unos estudiantes no admitidos en una Facultad:
-Estamos encerrados y queremos que usted venga a hablarnos. Va a venir también Marsillach.
Marsillach, mi querido Adolfo, es, no sé por qué, con todo su pacifismo, el cebo subversivo que se utiliza siempre en estos casos. Cuando se trata de firmar una carta de protesta, un manifiesto, de hacer una huelga, montar un homenaje a un rojo, hablar a unos encerrados o salir a la calle a gritar, siempre te dicen lo mismo:
-Contamos con Marsillach.
Y ante este argumento de alta cultura, no hay quien se resista. Claro que también me llaman de Toledo, de una librería, para ir a firmar libros:
-También ha estado don Ramón Tamames.
Es otro argumento incontrovertible. Tamames para los libros y Marsillach para los happenings contestatarios. Marsillach o la imaginación teatral al poder. Tamames o la precisión aritmética a la calle.
Parece que la huelga de los carteros, con la prudente resistencia del Gobierno a militarizar -medida ya dudosa, por otra parte-, ha sido de algún modo una victoria desde abajo. Naturalmente esta dernocracla de motines, levantamientos, asonadas, encierros y petardos no es la democracia que queremos hacer (aunque algunos columnistas elegantes tratan de persuadir a la gente de que sí), pero algo hay que hacer de momento. El periodista Antonio Casado, de Pueblo, fue violentamente arrollado por los guardias en la jornada de lucha:
-Al día siguiente no me podía levantar de la cama.
El país no puede estar más revuelto, confuso, preargentinizado y portugalizante, pero por encima de toda esta locura general ha volado hasta mis manos, con vuelo laboral y cándido, la primera carta de después del diluvio, como una paloma. Y me ha traído la poca esperanza que nos queda.
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