Un peligro: el enfrentamiento entre Congreso y Senado
Son pocos hoy los que dudan de la significación constituyente de las próximas elecciones. Podrá variar, según quien resulte vencedor de los comicios, el alcance y profundidad en las transformaciones constitucionales que se llevan a cabo, pero éstas son inevitables aunque sólo fuera por razones técnicas. La ley de Reforma Política subvierte los fundamentos políticos e ideológicos del ordenamiento constitucional del franquismo y trastoca el sistema de representación. Consecuentemente, y como tarea mínima, es imprescindible proceder a la integración de la ley de Reforma Política en el conjunto de las viejas leyes fundamentales, deslindando y concretando las modificaciones que éstas han experimentado ipso iure al entrar en vigor la nueva norma constitucional. Ello exige quiérase o no, un cierto grado de reforma. De lo contrario la delimitación entre lo constitucional y lo inconstitucional puede dar lugar no sólo a sutiles e inacabables discusiones teóricas sino a serios problemas políticos. Clarificarlo que el Gobierno y las Cámaras pueden y no pueden hacer, especificar los órganos en que reside el poder y su responsabilidad, de terminar su respectivo ámbito de actuación en el marco de una Constitución comprensible es labor imprescindible para que el Estado funcione. Las próximas Cortes, pues, en mayor o menor grado, serán constituyentes.
A partir de esta premisa, la creación de unas Cortes bicamerales es, probablemente uno de los principales defectos de que adolece ley de Reforma Política. En realidad no es sólo un fallo o un mero error técnico. En la idea bicameral subyace un propósito conservador: mantener bajo control en todo momento el ineludible proceso constituyente. El Senado se concibe en definitiva como un posible freno a los impulsos renovadores que puedan partir del Congreso de Diputados.
Pero este propósito y el medio previsto para asegurar su consecución —el bicameralismo— son susceptibles de engendrar serios problemas. Un Parlamento bicameral de carácter constituyente, además de ser algo insólito, pone en primer plano el tema de las relaciones entre ambas Cámaras. La cuestión viene delimitada en la ley de Reforma Política por tres coordenadas: 1° Identidad básica de poderes en materia constitucional del Congreso de Diputados y del Senado; 2º Procedimiento de deliberación en sesión final conjunta y 3º Previsión de distinto sistema electoral para la elección de una y otra Cámara.
La ley de Reforma Política, en materia de reforma constitucional, confiere la iniciativa al Congreso de Diputados, pero a la hora de decidir Senado y Congreso son iguales en poder. Así se desprende del procedimiento de deliberación que regula la nueva ley fundamental. Esta dispone que cualquier reforma constitucional requerirá la aprobación por mayoría absoluta de los miembros del Congreso y del Senado. El Senado delibera sobre el texto previamente aprobado por el Congreso, pero si tal texto no es aceptado por la Cámara Alta en sus propios términos, las discrepancias se someten a una comisión mixta de composición paritaria bajo la presidencia del presidente de las Cortes. Si la comisión mixta no llega a un acuerdo o los términos del mismo no merecen la aprobación de una y otra Cámara, la decisión final se adopta por mayoría absoluta de los componentes de las Cortes en reunión conjunta de ambas Cámaras.
Tan complejo y lento procedimiento no suscitaría dificultad alguna si la composición de Senado y Congreso fuese idéntica. El Senado o Cámara Alta se limitaría a ratificar o a lo sumo a perfeccionar las decisiones del Congreso de Diputados. Pero los distintos sistemas electorales establecidos —representación proporcional para el Congreso de Diputados y escrutinio mayoritario para el Senado— hacen prever una composición política distinta de las dos Cámaras. Cabe incluso concebir mayorías de signo contradictorio en el Congreso y en el Senado. Un ejemplo extremo pero no imposible puede aclarar las cosas. Sin contabilizar los senadores directamente designables por el Rey, las Cortes, en sesión conjunta, tienen 557 escaños. Supongamos que en la Cámara Baja las fuerzas políticas de signo liberal y democrático alcanzan doscientos mandatos y la derecha autoritaria obtiene 150. Por el contrario en el Senado, la derecha autoritaria consigue 132 actas (posible con un sistema mayoritario simple y listas bloqueadas) correspondiendo las restantes a los partidos democráticos. Ello significa en concreto que las fuerzas franquistas tendrían el 43% de los escaños en la Cámara Baja y el 66% en la Cámara Alta, lo que equivale a mayoría absoluta en el caso de que Congreso y Senado hubieran de reunirse en sesión conjunta. Con esta composición la derecha autoritaria perdería las votaciones en la Cámara Baja, pero ganaría tanto en la Cámara Alta como en los supuestos de reunión conjunta de Senado y Congreso. Ahora bien, al ser más representativo el Congreso por efecto mismo de la representación proporcional se corre el grave riesgo de que las dos asambleas lleguen a enfrentarse. Cabe incluso que la Cámara Baja o un buen número de diputados se nieguen en determinado momento a reunirse conjuntamente con el Senado, imposibilitando la obtención del que necesario para la legalidad de la decisión final. Hipótesis en absoluto descabellada, habida cuenta de que se sabe que la mayoría absoluta en el Senado es sólo efecto de una técnica electoral que condiciona y de forma la voluntad del electorado. No es seguro naturalmente que el problema llegue a plantearse en estos términos, pero hay que prever el posible antagonismo entre Congreso de Diputados y Senado; antagonismo que puede dar al traste con un proceso constituyente pacífico y ordenado. Parece imprescindible por tanto introducir en la ley electoral aquella modalidad de sistema mayoritario que, por sus efectos, permita aproximar la composición política del Congreso de Diputados y la del Senado. Es decir, se trata de proporcionalizar en alguna medida el método mayoritario previsto para elección de los senadores. Desde esta perspectiva la variante del sistema mayoritario que produce efectos más proporcionales es la denominada voto único no transferible. Sus rasgos fundamentales son: en circunscripciones pluripersonales, como es el caso de las provincias que habrán de elegir cuatro senadores, se confiere a cada elector su único voto, pudiendo votar a un solo candidato. Son elegidos simplemente los que obtengan mayor número de sufragios. El problema consiste, por tanto, para cada partido o alianza de partidos, en calcular de la manera más exacta posible el número de candidatos que debe presentar. Si presenta demasiados puede favorecer la dispersión de los votos y hacer que ninguno de sus candidatos sea elegido; si presenta pocos, puede ocurrir que sus candidatos ganen por un exceso de votos que podrían haber ido a parar a otro candidato posible obteniendo un escaño más.
Supongamos una circunscripción provincial que, según prevé la ley de Reforma Política, ha de elegir cuatro senadores.
Votan un millón de electores y los resultados son: Candidato socialista: 300.000 votos (elegido). Candidato democristiano: 200.000 votos (elegido). Candidato socialdemócrata: 170.000 votos (elegido). Candidato franquista: 160.000 votos (elegido). Candidato liberal: 155.000 votos. Otros candidatos: 15.000 votos. Total 1.000.000.
Si el Partido Socialista hubiera presentado dos candidatos en lugar de uno, podría haber ocurrido que cada candidato presentado tuviese 150.000 votos, en cuyo caso ninguno habría salido elegido ya que ambos habrían quedado por debajo del candidato liberal que habría obtenido entonces un escaño.
Como puede apreciarse, esta fórmula electoral distribuye votos y escaños en grado aceptable entre los distintos partidos. Propicia alianzas entre fuerzas ideológicamente afines sin exigir la formación de amplios bloques de composición heterogénea y confusos para el elector.
En cualquier caso, lo que se trata de evitar es que Congreso y Senado lleguen a enfrentarse en un inevitable e imprescindible proceso constituyente.
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