Réquiem por el verde olivo
Puede ingresar la historia, acaso sólo así cumplida o cierta, en el territorio de la palabra poética. Sin perder entonces su argumento el hilo o la continuidad de lo narrado, se nos muestra, sobre todo, con el súbito, discontínuo fulgor de lo que repentinamente se revela. Tal sucede en lo próximo de una tradicción a la que, sin duda, los peninsulares nos debemos cuando José Martí escribe en prosa de estremecedora concisión y belleza, que adelanta a la vez la expresión o la experiencia de lo moderno en la prosa de lengua castellana, su diario de campaña. La experiencia de la revolución y la experiencia interior y la experiencia de la naturaleza y la experiencia estética encuentran tan unificada expresión en la prosa de Martí que la historia aparece en ella bajo la luz de su natural verdad, con la inmediatez de la historia hecha y no rehecha, es decir, sin las mediaciones tantas veces bastardas, las mediaciones del poder, que en la escritura de la historia intervienen.Martí escribe el Diario en vísperas de su muerte, el año 1895. En 1977, a los veinte años del desembarco o del naufragio del Granma en Las Coloradas y a los diez de la muerte de Ernesto Guevara, la última revolución cubana, la revolución de la Sierra Maestra y las ciudades, la revolución de la guerrilla y el campesinado, de los comandantes del ejército rebelde y de los héroes de la clandestinidad que morían ametrallados en Santiago o en La Habana, se nos presenta en el Diario de la Revolución, de Carlos Franqui (1) como lo que en su última o más radical sustancia fue, una revolución de estirpe martiana. Por eso, no sin una absoluta verdad Fidel Castro Ruz, jefe del Movimiento 26 de julio que, con el directorio revolucionario, constituye, de espaldas a un Partido Comunista hostil, el solo eje real de la revolución cubana, contesta en el juicio del asalto al Moncada dé cuya fecha su movimiento toma nombre: «El autor intelectual de esta insurrección fue José Martí.» (DRC, 77)
Imperios, no
Al igual que la revolución de Martí, alzado contra la metrópoli, mas, sin desconocer a un tiempo la amenazadora inminencia del poder yanki, la última revolución cubana es una revolución de doble filo. La revolución se alza contra la tiranía de las clases opresoras nativas y a un tiempo contra el imperialismo yanki, que ya había frustrado la revolución martiana, pero también se alza en definitiva contra toda forma de imperialismo, capitalista o socialista: «Imperios, no. Ni español, ni norteamericano, ni ruso. Ninguno.» (DRC, 3). Tal fue la medular sustancia de la revolución cubana, lo que hizo dibujarse con tan acusado perfil en las tierras de América latina, el continente de las revoluciones permanentes y en permanencia traicionadas o frustradas. «La República no fue libre en 1895 -declaraba, en 1959, Fidel Castro- y el sueño de los mambises se frustró a última hora.» (DRC, 696). En efecto, tierra de reiterado aborto de las independencias, América latina seguirá llevando en el centro de su destino el sueño independentista, el sueño de la insurrección contra los imperialismos (coloniales -o ideológicos o económicos), mientras sigan siendo verdad las dramáticas palabras de Bolívar: «América latina es una gran nación deshecha en veinte repúblicas. »
En la palabra de Martí entró la historia. En ella encontró su forma o su más duradera verdad, el sueño de los mambises. El sueño roto sobrevivió en la palabra. Palabra dada, palabra tomada. Los expedicionarios del Granma retoman, sesenta años más tarde, la palabra y la revolución de Martí y con ellas el sueño de los mambises, un sueño de independencia real, de no sometimiento: «Imperios, no. Ni español, ni norteamericano, ni ruso. Ninguno.» Tal fue, tal es el natural perfil de la revolución, la pugna de la isla con la historia: «Isla de emigrados y emigrantes. En constante movimiento y peligro. Apetecida, por grandes potencias. Invadida por piratas y bucaneros. Ocupada por españoles, ingleses, norteamericanos. Isla de azúcar y tabaco, miseria y esclavitud: rebelión.» (DRC, 4).
El Diario de la revolución cubana, que Carlos Franqui ha compuesto se sitúa, a su vez, en la tradición martiana de la historia tal y como la hemos vislumbrado. Historia que sin negar la narración busca en la manifestación inmediata su no mediatizada verdad. «Intuía -escribe Franqui- que la historia se hace. Y que después se cuenta casi siempre de otra manera, que es otra forma de hacerlá o rehacerla. » (DRC, VI l). Testigo de la historia hecha contra la posibilidad de la historia rehecha, este Diario de la revolución sería a la vez una de las formas de supervivencia de la revolución misma. Palabra dada. Médula de este libro es el radical compromiso del narrador con la palabra. Testigo y protagonista de la revolución, voz de la revolución y testigo de todas sus voces, Carlos Franqui era, como director del periódico clandestino Revolución, como responsable de propaganda del Movimiento 26 de julio y como director de Radio Rebelde en la Sierra Maestra, el cronista nato de la gesta revolucionaria. Por eso compone Franqui su Diario. Y el nombre mismo que ha escogido ya nos remite a Martí.
Pero el Diario de Franquí no es como el de Martí, el diario de un hombre y de una voz, sino el de muchos hombres y voces que entre todos componen, con gran diversidad de tonos a veces encontrados, el complejo argumento de la revolución hasta la toma del poder y la entrada en La Habana. Este libro se detiene así en el umbral del po der, no lo franquea: libro, pues, de la revolución, no del poder, acaso menos apto que aquélla para la transparencia de la historia.
La voz del narrador, a pesar de la parquedad de sus apariciones, hila eficazmente este enorme testimonio viviente de más de setecientas páginas, en las que entran cartas partes de guerra, informes, notas artículos, manifiestos, crónicas pero donde entra, sobre todo, la voz del narrador, muy pocas veces para hablar'y muchas, casi todas, para dar la palabra a los otros. Buena parte del material del Diario consiste en conversaciones o narraciones grabadas al hilo de los hechos o en la proximidad de éstos. Historia, pues, de viva voz, en la que los protagonistas, los principales y menos principales, hablan. Convocatoria o llamamiento a la voz, a la que acuden todos, los vivos y los muertos. Y todos hablan. « Las palabras de cada uno son las de entonces -escribe Franqui- No las de ahora.» (DRC, V111). Entre el entonces y el ahora hay una grieta, grieta del tiempo, grieta de la historia misma, que en el Diario quedaría señalada por la omisión de la voz. Porque, curiosamente, en este libro donde tanto se habla, el silencio tenaz que queda entre lo dicho es muchas veces más importante que la voz.
Tiempo, pues, y transparencia del tiempo e inmediatez de la historia hecha. Convocatoria general de vivos y muertos, que comparecen ante su propia voz, la de entonces. Fuente así auténtica, como, el narrador desea, de la insurrección cubana, del punto de la historia en que la lucha era, fue en verdad, «una invención colectiva». (DRC , VII).
Historia y polémica Movimiento de insurrección y de libertad de cuyo engendra miento, maduración y victoria dan testimonio sus protagonistas más visibles, como Ernesto Guevara, Fidel y Raúl Castro o Camilo Cienfuegos, pero también los menos visibles o acaso desconocidos para el espectador lejano del triunfo, como Efijenio Amejeiras (chófer de La Habana, comandante rebelde). Crescencio Pérez (patriarca y líder campesino de la Sierra Maestra, comandante rebelde), Universo Sánchez (campesino de Matanzas, comandante rebelde), Guillermo García o Manuel Fajardo (campesinos de la Sierra, comandantes rebeldes). Estos personajes y otros como ellos crean, realmente, en el Diario un clima de testimonio colectivo y, con frecuencia, de testimonio popular, pues testimonian como lo que son, como pueblo espontáneamente alzado. «Mi ideología -declara Manuel Fajardo- era que yo no había sido político nunca, que solamente era un revolucionario que estaba luchando por la verdadera libertad de mi pueblo.» (DRC, 496).
Carlos Franqui ya había iniciado esta manera de escribir la historia, de transparentar el acontecimiento en la inmediatez de la voz, cuando compuso su Libro de los doce, publicado en La Habana el año 1967. El Diario, que aparece en Europa, donde el autor reside desde que el jefe del Gobierno cubano suscribió en 1968 la entrada de los tanques soviéticos en Checoslovaquia, no sólo es un libro mucho más extenso, sino considerablemente más complejo. En efecto, el testimonio oral y el documental se combinan en el Diario para tejer no sólo la peripecia personal de muchos de los protagonistas de la revolución, sino el entramado político de ésta, primero en el periodo de resistencia activa a la brutal dictadura de Batista y, después en el período de lucha guerrillera que iba a terminar con la entrada en La Habana y la toma del poder, en enero de 1959.
Son muchos los aspectos insuficientemente conocidos o a veces indebidamente interpretados que aparecen en el Diario con su luz natural. Tal sería la importancia absoluta que para los pocos expedicionarios del Granma supervivientes del desastre de Alegría del Pío tuvo la acción de los campesinos organizados por el Movimiento 26 de julio, sin los que la guerrilla no habría empezado a existir. En igual orden de cosas se sitúa el apoyo que la guerrilla recibió de la clandestinidad, sobre todo del aparato clandestino de Santiago, y la decisiva acción de Frank País y René Ramos Latour, dirigentes de ese aparato, asesinado, el primero, por la policía de Batista, en 1957, y muerto, el segundo, en combate, un año después. Otra de las figuras de la clandestinidad que adquiere en el Diario las dimensiones que naturalmente le corresponden es José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria y secretario general del Directorio Revolucionario, muerto el mes de marzo de 1957, en el ataque al Palacio de la Presidencia, uno de los episodios mejor y más vivazmente narrados por las voces que en el Diario intervienen.
Pero, además de traer a ciertas figuras al primer plano que realmente tuvieron en el desarrollo de la acción revolucionaria, el Diario revela documentalmente algunos problemas de importancia decisiva, ya polémicamente inscritos en el proceso revolucionario mismo. Desde este punto de vista, quizá los dos problemas que más importancia presenten sean la manifestación de posiciones abiertamente críticas respecto del «caudillismo» y las reservas tenazmente expresadas contra una intervención soviética que pudiera traducirse en formas de dependencia ideológica o económica y en la importación o en la imposición de modelos burocrático-policíacos, entonces ya suficientemente conocidos y escasamente estimables, es decir, en una nueva frustración del sueño de los mambises. En ambas cuestiones, la posición de Ramos Latour y otros dirigentes del Movimiento 26 de julio tiene a esta altura del tiempo redoblado interés. Porque parece claro que en la grieta abierta entre el entonces y el ahora se sitúan, precisamente, las condiciones que impidieron a la revolución triunfante dar solución satisfactoria a uno y otro problema:
Leer un diario viviente de la revolución cubana como el que Carlos Franqui ha compuesto es hoy, entre otras cosas, una operación que irremediablemente tiñe la melancolía. En una de las notas de prensa hecha sobre los partes con que el Gobierno de Batista anunció falsamente el 3 de diciembre de 1956 la destrucción total de los expedicionarios del Granma se lee lo siguiente: «Aviones militares del Gobierno ametrallaron y bombardearon a las fuerzas revolucionarias esta noche y aniquilaron a cuarenta miembros del mando supremo del Movimiento 26 de julio. Entre ellos figuraba su jefe, Fidel Castro, de treinta años de edad ( ... ). Los revolucionarios, cuyos cadáveres fueron recogidos por las fuerzas del Gobierno, usaban el uniforme color aceituna del Movimiento 26 de julio.» (DRC, 173). Veinte años más tarde, en otra nota de prensa difundida por los periódicos europeos, el 26 de noviembre de 1976 se leía esta escueta noticia: «Los grados militares de coronel y de general han quedado introducidos, el miércoles 24 de noviembre, en el ejército cubanó. Este ejército, surgido de la guerrilla, sólo tenía hasta ahora comandantes. El uniforme de combate color verde olivo será sustituido por un uniforme de color menos apagado concebido con ayuda de expertos soviéticos.» He ahí un cambio de color que el tiempo impone: la muerte por extinción del verde olivo. ¿Maduración y crecimiento? ¿O simple pérdida de identidad? La historia absolverá, si ese poder le ha sido dado, a quien pueda, en verdad, dar testimonio de ella.
(1) Carlos Franqui: Diario de la revolución cubana. Ruedo Ibérico, París 1976. (La edición francesa ha sido publicada, simultáneamente, por Le Seuil y la italiana por Alfani-Manifiesto.)
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