El estadista de Cebreros
Siempre resulta desagradable hacer profecías en política, pues, de hecho, ello equívale a anunciar males más o menos apocalípticos. En una situación normal, como es la de las pocas democracias que funcionan, no se hace profecías sino análisis de la situación.Nadie -ni siquiera los más optimistas- cree ahora que la vida política de nuestro país haya alcanzado esos niveles de normalidad. La realidad es que nos encontramos en las convulsiones propias de la salida de una dictadura de cuarenta años donde quienes en otro tiempo fueron colaboradores del general Franco se empeñan en lo imposible en establecer ellos mismos la democracia que antes combatieron empecinadamente sirviendo o adulando al dictador.
Sin embargo, me veo en el trance de adelantarme a futuros y previsibles acontecimientos, al igual que hice en cuatro ocasiones anteriores. De hecho, tales profecías tuvieron no pocas consecuencias, por lo menos para las empresas políticas en que estuve comprometido. Así, en 1953 me enfrenté con Franco, pues vi claro que su política estaba conduciendo al País a un punto totalmente opuesto del que él decía perseguir y que le había permitido encontrar amplias colaboraciones sociales e institucionales. En vez de una España monárquica, estamental, antiliberal y centralizada, el resultado ha sido otra republicana, secularizada, socializante, democrática y federal.
Más adelante, en 1968, en un artículo sobre la situación en que se encontraba el general De Gaulle ante los sucesos del mayo francés, un gran sector del pueblo español vio reflejado su deseo de que el dictador se retirase voluntariamente, de forma que su patente envejecimiento no crease en el futuro una situación insoluble a su sucesor. En 1971, tras la orden de cierre de¡ diario Madrid, ordenada por Franco y ejecutada por su preconizado continuador, Carrero Blanco, desde las páginas de Le Monde denuncié el intento de perpetuación de la dictadura protagonizada por el almirante. Ello sería la causa inmediata de mis cinco años de exilio. Y finalmente, en 1976, cuando Fraga procedía a la implantación de su Demokratur, me decidí a arrestrar sus iras para que quedase aldescubierto su talante fascista, incompatible a todas luces con las reglas de la convivencia democrática.Ahora, en vísperas de las elecciones de junio de 1977, me veo en el deber de criticar abiertamente la política reformista llevada a cabo por Adolfo Suárez, pues, al igual que ocurrió en el caso de Fraga, si llega a algún final, ése será la III República española.
En efecto, el joven primer ministro ha procedido al rápido desmantelamiento de las instituciones franquistas -lo cual era, sin duda, necesario-, pero sin tener preparada una alternativa, hecho que resulta gravemente temerario para la Monarquía. Por otra parte, los procedimientos de Suárez han sumido al país en un cinismo político del que cada vez será más difícil sacarlo. Hoy España vive en una triple mentira, amparada precisamente por quienes no deberían ser cómplices de tan corrupto estado de cosas: nos hallamos ante una Monarquía en un país sin monárquicos, una democracia que instrumentaliza a los demócratas y con un anticomunismo que sirve de pretexto a los privilegiados.
Quizá esta triste realidad que he venido detectando a lo largo de un año de casi continuos viajes por todo el país no quede. reflejada en las encuestas que, según dicen, cimentan las determinaciones del político de Cebreros. Pero tal realidad acabará imponiéndose con la llegada de la libertad sin recortes, que acabará con aquella triple mentira y con sus encubridores-,Cuando ese momento llegue, el balance del Gobierno capitaneado por el estadista-presidente no podrá ser más negativo: el País ,Vasco enteramente vuelto de espaldas a Madrid, Cataluña decidida a regirse con su estatuto de autonomía, Canarias implicada en una grave crisis internacional.... la situación económica al borde de la bancarrota; unas instituciones públicas paralizadas o, en el mejor de los casos, desprestigiadas. En suma, el país mismo en plena desintegración. ,
Tras esta sucinta e incompleta enumeración de problemas y males, la profecía resulta inevitable: o don Juan Carlos reemplaza al estadista e instala un presidente que realmente gobierne y no lo subordine todo a ganar unas elecciones y continuar en el Poder, o laCorona tiene los meses contados. En cuyo caso la II República estaría a la vista.Piénsese que, tal como están las cosas manipuladas, las elecciones sólo serán realmente libres para una mitad de¡ país, mitad que corresponde a la derecha; en definitiva, a los vencedores de la guerra civil. Pero ¿qué pasará con ía otra mitad cuando recobre su libertad y logre la igualdad de condiciones en la prensa y en su propia organización, y se encuentre con unas Cortes que sólo reflejarán adecuadamente una parte del país, por no decir sus adversarios políticos?
En un mundo en el que sólidos prestigios de gobernantes, conseguidos tras largos años de aprendizaje y de lucha, se han deshecho ante la gravedad y envergadura de los problemas existentes -casos, por ejemplo, de Brand o Nixon, Giscard o Schdmidt- no es aventurado decir que la fricción de Suárez con el Tribunal Supremo o con destacados generales, o su pilotaje de¡ Centro Democrático, son incompatibilidades con el régimen de libertad que el líder neofranquista dice propugnar. Y además es precisamente lo contrario de lo que hizo Franco, al que el propio Adolfo Suárez sirvió durante muchos años.
Pretender que el actual presidente puede ser el protagonista del proceso democrático de nuestro país sería llevar la situación a extremos tan absurdos como supondría hablar del restablecimiento de la democracia en Francia por Lava¡ uná vez eliminado Petain, o Goebels una vez muerto Hitier, o Ciano tras la desaparición de Mussolini. Por ello, en España habrá, que recurrir a los demo; cratas y no a los franquistas y neofranquistas, si quiere evitarse el dilema del caos o el recurso a la dictadura militar. Otra cosa implicaría creer que para nosotros sólo es posible la pofitica. maquiavélica característica de los; países sometidos al colonialismo militar, político y económico. Porel contrario, hay que volver a una. concepción de la vida pública basada en el honor y la virtud.La política es algo- más que maniobrar con habilidad, a no ser que a falta de, la virtud con la que Montesquieu identifica la República y perdido el honor que el filósofo francés quería para la institución regia, queramos hacer de nuestro país una Monarquía de bananas.
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