Los malos pasos
Evaristo Carriego (1833-1912), poeta popular y delicado como suele serlo el alma cantábile, de los porteños (una revista, muy vendida, de los años veinte en adelante, se llamaba El alma que canta), nos dejó una trova, luego famosísima en músicas y recitados, con este título: La costurerita, o sea la modistilla de barrio. El barrio tiene gran presencia en las letras de tango que en él tuvo su origen. Empieza con estos dos versos que yo cito mucho por parecerme un tratado abreviado de moral práctica, de infinita aplicación: «La costurerita que dio aquel mal paso, y lo peor de todo sin necesidad ... » Aunque, según parece, el «mal paso» empieza sentimental, se desliza a fornicatorio y termina en el desengaño, por una mezcla simbólica de todos estos factores yo suelo aplicarlo a los malos pasos de los políticos que si bien no son literalmente fornicatorios, que seria metemos en su vida privada, suelen ser metafóricamente fornicantes para la grey electoral, eterna fornicada y tardíamente desengañada por los violadores de turno.Muchísimas de las reacciones del gentío español en estas últimas semanas se deben a malos pasos sin necesidad que suelen rematar en pasos cambiados y, a veces, en dramáticos tropezones. Recordémoslo a contramano de la cronología y yendo de los más inocuos a los más graves: el pintoresco, casi circense, desalojo de unos parlamentarios por otros parlamentarios sin salirse del Parlamento. (El aire de juvenil desquite y derecho al pataleo conque un Senado, de calvas y canas en evidente minoría, y con una especie de corte de mangas alegórico, la de un reculón al Presupuesto haciéndole la higa a las urgencias del país y sólo para demostrar que rechaza, luego existe.) Los animosos muchachitos del PSOE, atacados de impacientes «alternativas» y «opciones» como de sarampión y paperas del Poder, aireando la disyuntiva monarquía-república como si más allá de su primitivismo jacobino y romanticón quisiera decir algo en nuestro aquí y ahora político y en el del nuestro mundo. Casi no vale la pena argumentar, mas por si valiera para las almas cándidas de las que se nutre el operativismo (iba a poner demagogia) electoral, ahí están las democracias de Tacho Somoza, de Pinochet, de Videla, del conturbenio uruguayo, de los interminables autoelogios y espontáneos mandamases con uniforme o sin él, aunque siempre terminan con él. Y por el envés, ahí están los híbridos Amines y ese Napoleón de coña, con indumentaria y escenografía tecnicolor, adaptados del cuadro de David listo en lámina, con que acaba de obsequiamos la negritud revanchista. Y frente a todo este largo y criminal esperpento, ahí están las monarquías occidentales (vamos a enumerarlas para el consumo de las almas cándidas): Inglaterra, Suecia, Holanda, Bélgica, Suecia, Dinamarca... y ¿por qué no? España, con su liberalismo doctrinal y ejecutivo, su sensibilidad social y su política fiscal, que para sí quisieran muchas repúblicas. Y dejo sin tocar los malos pasos del encarcelamiento de ese denodado actor que fue capaz de ofender a todo un ejército, y los de esos jefes acometidos de súbita verborragia rectificadora, afortunada y velozmente decretada como «sin necesidad» por quienes podían hacerlo. (Y si no entro más en estos pasos cambiados de la tropa es porque, a lo mejor, me hacen marcar el paso a mí que ya no estoy para esos trotes a causa de mis inconfesables años.)
Para atenerme a lo que más entiendo, las gracias y desgracias de la vida provincial, ahí tenemos a esos gobernadores y presidentes de diputación que con sus malos pasos patosos y por quítame allá esas banderas trastornan los usos pacíficos de sus jurisdicciones, con un saldo de muertos individuales que no llegaron a tendal masivo por milagro; y, digámoslo también, por la contención de los agentes del orden, pues el botón de muestra de un «número» asaz «nervioso» o teleológicamente movilizado, no representa la matanza potencial de la descarga cerrada que pudo haber sido. Tampoco vale echarle toda la culpa al ministro del ramo, pues cabe la conjetura de que sus malos pasos sean transferibles a más altas instancias y que pueden, si quiere, ajustarse al rigor de unas disposiciones legales que no sólo le autorizan, sino que le obligarían a ejercerlas sin consulta. También es verdad que desde el punto de vista de la fisiognomia (que uno sigue fiel a sus enseñanzas sólo con mirarse al espejo de vez en cuando) la del ministro del ramo no es nada tranquilizadora, sin faltar. Su phisique du rol es perfecto, y lo digo con admiración por su evidente modestia. Si yo estuviera en su caso no sabría cómo aconsejarle al «número», a quien están demoliendo metódicamente a ladrillazos de la ciudadanía, que se contuviese teniendo tan a mano la metralleta y un reglamento por demás explícito. Se podría pensar que el Gobierno le confió procurar una síntesis disuasoria, como hacen las grandes potencias, entre la metralleta y el ladrillazo, luego electoralmente negociable por el multipartido que le tiene como agente vicario, o cabeza de turco, para represiones condicionadas y «hasta cierto punto». Más no parece ser así en orden a los modales de la solidaridad intragubemalmental, pues en cuanto hay un muerto, todo lo que se le ocurre a la UCD es ponerse frenéticamente a deliberar cómo bajarle los humo al PSOE y al PCE para que no se le alcen con las elecciones municipales -que se le alzarán-, dejándole el bodrio sanguinolento al ministro del ramo que se las arregle parapetado tras su admirable phisique du rol. A mí esto me parece una crueldad y una ingratitud generalizada; porque, la verdad, es que el señor ministro del ramo, pese a las amenazas con que nos instruye de vez en cuando, no llegó nunca a las masacres en que han sido tan fértiles los partidos tumantes de la restauración, con sus levitas impecables, su elegancia estatuaria, su retórica especiosa y su sonrisa a flor de barba, quebrados, de pronto, por el triquitraque de los mosqueteros, que mataban con la misma plausible exactitud que las metralletas, aunque con más trabajo para el dedo.
En fin, como uno es gallego y bastante autonomista, no quiere terminar estas elucubraciones (los chicos de ahora, que son algo brutos, les llaman rollos) sin referirme a un mal paso, agresivo y totalmente superfluo, con que nos amuela desde el principio el señor ministro a cargo de ese embrollo de las naciorregiones o de las regionaciones. Ya en el primer contacto le dijo a nuestros gestores parlamentarios que de eso de la bandera y el idioma, ni hablar. Pues sí que hay que hablar, y más en este caso en que el phisique du rol parece favorable, veteado de intuición diplomática y de colegio clasista e ignaciano. Nuestra actual bandera, como las mujeres honradas, no tiene historia o la tiene muy breve, cronológicamente hablando. Por lo pronto es pacifista y esperanzada, en su 90 % blanca y el resto azul. En realidad empieza a entrar en batalla, sólo que de himnos y discursos, en 1936 con la campaña y votación del Estatuto, machacado antes de su estreno por la tragigamberrada del «Imperio» y sus sumarísimos «paseos», fusilamientos y los más tenaces exilios y presidios. La inocente enseña venía de antes con los colores que dije, más un cáliz dorado en campo de azur y una hostia de plata. Bajo sus pliegues eucarísticos se batieron contra Napoleón los estudiantes compostelanos del Batallón Literario, con su hermoso nombre. Sin saberse por qué, a comienzos de este siglo fue sustituida «por la de la matrícula administrativa del puerto de La Coruña». (Edi. Lanza, Dos mil nombres gallegos, Buenos Aires, 1950). La de ahora se origina en un informe equivocado con que alguien, tal vez un oficinista, contestó al pedido de una sociedad gallega de la Argentina. «De suerte que esta bandera no es otra ,que la que usa la Comandancia de Marina del puerto de La Coruña, cuya jurisdicción no va más allá de los límites de la bahía. (Del historiador C. Vaamonde Lores, en el Boletín de la Real Academia Gallega.)
Consecuentemente su vigencia empieza presidiendo el mayor movimiento de masas de la historia de Galicia, el del Estatuto del 36. Su bautismo de sangre fue el de nuestros mártires arrinconados en una Galicia inerme y toda ella retaguardia; y por su contrafaz con la de los héroes de las Milicias Gallegas del glorioso V Regimiento, que la llevaban como brazalete... La bandera gallega, empieza, pues, su vida en uno de aquellos que Goethe llamaba «los presentes puros de la historia». Y por si algo le faltaba, los 500.000 gallegos que se echaron a la calle el día 4 de Nadal, bien valen por un plebiscito, señor ministro del ramo.
Las banderas que desfilaron ese día, con exclusión, no con rechazo, de la nacional, fueron el símbolo no político, sino emotivo, de la protesta contra su largo aherrojamiento y feroz represión, siendo, como son, igualmente españolas, aunque no sean exclusivamente españolas. Resulta ocioso afirmar que con autonomías o sin ellas -mejor con ellas- españoles somos todos, no sólo los de habla castellana. Y que siempre hemos de tener una bandera que nos connaturalice a todos con una superior unidad concertada en la que nos sintamos «partes de un todo y no un todos aparte». (J. Ortega y Gasset.)
El otro mal paso del ministro del ramo es más deplorable por lo que implica de desoladora indocumentación: el del idioma. Ni hace falta traer aquí el recuento de sus glorias: «Galicia fue la maestra lírica de España.» (M. Pelayo). Portugal recibió de Galicia lengua cultural y aristocracia (Th. Braga), etcétera. El idioma gallego, siempre en labios de la inmensa mayoría, alcanzó en los últimos decenios -pese al bache de la dictadura- una conciencia radical de su recuperación y crecimiento, acelerando el proceso que la lleva de ser «habla de necesidad» a idioma de cultura, en marcha desde los precursores del primer rexurdimento ya secular. Al mismo tiempo procuramos un metódico reencuentro con el portugués, que históricamente llegó a otros logros, pero que estructuralmente siguen siendo el mismo. Los escritores gallegos trabajamos por acortar estas diferencias. Un hablante gallego ya puede hoy feriar palabras e ideas con cien millones de seres en varios continentes, con lo que el gallego, en cuanto a su difusión, pasa a ser el segundo idioma de España, lo que no ocurre con el vasco o el catalán, pese a sus grandes méritos intrínsecos, reducidos al crecimiento interior o la servidumbre de la traducción.
¿Cómo es posible que hechos de tan alta significación española sean reducidos por el señor ministro de «las Regiones» y por el Gobierno que le respalda a tozudez regionalista y puerilmente separatista de unos pocos soñadores, tránsfugas del idioma central, aunque no centralista, que es la lengua franca en que todos coincidimos, amada, usada, ahora y en todo el futuro previsible, y a la que hemos contribuido, y seguiremos contribuyendo, con aportes insignes?
Lo dicho: «Y lo peor de todo, sin necesidad.» Todos los malos pasos de la tentación separatista nos llegan de Madrid.
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