Primer "round" electoral en Francia
EL SISTEMA electoral francés es complicado pero se ha revelado eficaz en los veinte años de existencia de la Quinta República. La votación mayoritaria, por circunscripciones y con la necesidad de una segunda votación para los casos en los que no se haya registrado mayoría absoluta -que son los más-, ha sido uno de los secretos de la estabilidad del régimen fundado por el general De Gaulle. Tanto, al menos, como la propia Constitución de 1958, enmendada con un nuevo elemento en 1962 que se reveló posteriormente como la otra clave del sistema: la elección presidencial por sufragio universal. De ahí que esta noche, cuando termine el escrutinio de las elecciones que hoy se celebran, se habrá registrado una batalla tan sólo. Es casi imposible que estos comicios registren un resultado definitivo en la jornada de hoy. En todo caso habrá que esperar al domingo que viene.Suele decirse que en la primera vuelta los franceses eligen y en la segunda eliminan. Las encuestas de opinión efectuadas, tanto con vistas a estos comicios corno a todo lo largo de los últimos cuatro años -desde que Giscard venció a Mitterrand en la carrera presidencial por un margen que apenas llegaba a un punto-, muestran una exasperante monotonía y una estabilidad alarmante. La gran mayoría de los sondeos han dado a la izquierda como vencedora por escasísimo margen. Pero un sondeo no es una votación, sino una fotografía de la situación del electorado en un momento determinado. El margen de indecisos es siempre importante en las encuestas, indecisos que suelen decidirse en el día de la votación. No cabe, por tanto, ningún pronóstico, que los mismos comentaristas, franceses e internacionales, se han abstenido de arriesgar.
Estas votaciones son decisivas para el futuro de Francia, de Europa y de Occidente, en definitiva. Un cambio de mayoría legislativa afectaría radicalmente al país vecino, a la Comunidad Europea, a la estrategia occidental, a las relaciones hispano- francesas. Pero tampoco es lícito jugar al catastrofismo: la victoria de la izquierda exigiría reajustes profundos, económicos, políticos y diplomáticos, pero difícilmente puede creerse que se pondría en tela de juicio todo el sistema político francés, ni el equilibrio geopolítico mundial. (En cuanto a las relaciones con España, las posiciones de partidos tan antitéticos como el gaullista y el comunista son perfectamente similares cuando se trata de defender intereses franceses ante la entrada de España en la CEE.) Lo ha expresado Jacques Fauvet, director de Le Monde, en un resonante artículo en el que tomaba matizadamente partido en favor de la izquierda: ¿Es un riesgo el cambio? La continuidad también.
La política internacional interesa poco al electorado francés. Y, de alguna manera y salvando las distancias, la política exterior que inauguró y llevó a cabo Charles de Gaulle no ha sido modificada en profundidad por sus sucesores. El riesgo de la continuidad, al que se ha referido Fauvet, tiene su origen en la política interior. El reformismo giscardiano, a raíz de las presidenciales de 1974, ha producido cambios sociológicos, pero no ha calado en la sociedad francesa. El propio general De Gaulle hizo un retrato cruel de su entonces ministro de Economía y Finanzas: «Giscard es inteligente, pero le falta el pueblo.»
Valéry Giscard d'Estaing se ha mostrado en estos cuatro años de mandato como un gobernante honesto e indeciso. Primero intentó gobernar con los gauilistas, nombrando primer ministro a Jacques Chirac. Cuando éste dimitió e intentó forzar al presidente a adelantar las elecciones, Giscard nombró jefe de Gobierno a Raymond Barre, un gran profesor de economía, que ha yugulado en gran medida la inflación y mantenido el franco, pero a costa de una evidente recesión y de sacrificios sociales que ahora le enajenan a gran parte del electorado. Jacques Chirac, al mismo tiempo, ha reorganizado el gaullismo y se ha erguido como el principal rival del propio presidente, que, a su vez, ha aglutinado a los pequeños grupos que restan de la coalición gubernamental. La indecisión de Giscard se ha evidenciado hasta en sus dudas para intervenir en la televisión en la batalla electoral. Al final ha tenido que hacerlo, y de la peor de las maneras, en la víspera del escrutinio, cuando por ley está prohibida toda propaganda electoral, pues se trata del «silencio» legal de las veinticuatro horas de reflexión que marca la Constitución.
La izquierda, por su parte, ha seguido un camino accidentado: la dispersión de fuerzas que. provocó la vuelta de De Gaulle a la escena política dio paso, a partir de 1968, a un proceso de unión entre las dos grandes fuerzas, socialistas y comunistas, que culminó en la firma del programa común de 1972. En 1974 esta unión dio sus mejores frutos, cuando François Mitterrand rozó el sillón presidencial. Este proceso ha beneficiado al Partido Socialista, que se ha visto apoyado además por los radicales de izquierda, mientras los comunistas han mantenido estables su partido y su electorado. Hoy, entre gaullistas y comunistas hay, pues, otras dos grandes fuerzas, unidas a ellos por la necesidad, pero desunidas por graves disensiones internas: socialistas y el conglomerado «giscardiano». A los comicios se presentan, así, dos bloques rajados en profundidad: gaullistas y «giscardianos» componen el gubernamental, socialistas y comunistas el de la oposición.
Al panorama hay que añadir la ambigüedad constitucional que provoca la existencia de dos poderes, ejecutivo y legislativo, apoyados en dos elecciones diferentes. Todo ha ido bien mientras los resultados de ambas elecciones han sido coincidentes. Todo habrá de ser revisado en profundidad si de los resultados de hoy y del domingo próximo saliera una mayoría parlamentaría de izquierda, que tendría que cohabitar con un presidente conservador. La Constitución, sin embargo, concede a Giscard grandes poderes: puede llegar a todo tipo de maniobras legales, desde intentar el nombramiento de un Gobierno «técnico» o de extraparlamentarios, o de «salvación» nacional, hasta disolver el Parlamento elegido si las circunstancias no le son favorables. Podría, asimismo, nombrar un primer ministro socialista, y esperar a ver qué pasa; podría también, sí los resultados de cada bloque, y en el interior de cada bloque, se lo permitieran, jugar a una reorganización de fuerzas, tendiendo la mano a la mayoría socialista para imponerse a comunistas y gaullistas.
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