La libertad en las sociedades actuales: condiciones, fines y límites
Secretario general de Alianza PopularUn artículo reciente de mi colega Gregorio Peces-Barba sobre la libertad y el socialismo, me parece necesitar (y no sólo por las amables alusiones personales) algún comentario y puntualización; porque, en efecto, la libertad es y será siempre un problema capital del orden público.
Empecemos por decir que la libertad es un concepto histórico. Como ya observó Montesquieu, para unos la libertad consiste en poder actuar con escaso control de la ley; para otros, el derecho a ir armados; para aquellos, el derecho a elegir sus gobernantes; para los rusos de tiempos de Pedro el Grande, la facultad de, conservar toda la barba, y para los madrileños del motín de Esquilache, el poder circular con grandes capas y sombreros redondos. Por lo mismo, nadie discute que las libertades puedan ser en el siglo XX distintas de las del siglo XIX, y que para ensanchar más se pueden recortar otras. Para dar mayores derechos sociales hay que aumentar los impuestos; para aumentar los derechos laborales, hay que coordinarlos con los empresariales. Pero el resultado o balance final ha de ser positivo; si no, como ya ha ocurrido en muchos países, el cambio de libertades nuevas por las viejas puede ser negativo para la suma total.
En segundo lugar, la libertad no basta con predicarla: hace falta que se den las condiciones en las que puede favorecer. En la Prusia de Federico el Grande, el Estado era muy poderoso, y el rey un déspota ilustrado; pero había un Estado de derecho, y un molinero podía pleitear contra el rey; la libertad real era muy alta. En la Italia actual, o en el Brasil de Larrio Quadros, se dan todas las libertades teóricas, pero el ciudadano se siente menguado en su ejercicio por una inseguridad generalizada y paralizante.
Entre las condiciones básicas de la libertad está, además del orden público, la seguridad jurídica, que garantiza un ámbito de vida privada; y una cierta limitación del ámbito de los poderes públicos. Pero, sobre todo, el modelo económico-social es decisivo. Si el Estado controla más del 50% de la economía, los poderes de disposición de los gobernantes, tecnócratas y funcionarios, son avasalladores. Si a esto se suma la presión sindical, una serie de libertades públicas y derechos privados se vuelven de muy difícil ejercicio.
Pasemos a los fines. Uno de los méritos indiscutibles del socialismo español es el haber enviado a don Fernando de los Ríos a formularle a Lenin la famosa pregunta, de qué sitio dejaba en su sistema para la libertad; dando lugar a la no menos famosa respuesta: «Libertad, ¿para qué?» Hubiera sido deseable que este importante episodio ideológico hubiera tenido un desarrollo más profundo, por ambas partes; aún no ha sido suficientemente rectificado por el llamado eurocomunismo. Pero la cuestión de fondo es ésta: las libertades han de tener una finalidad última. En el sistema liberal, las libertades cumplen una doble función: sirven al derecho del individuo a perseguir su propia felicidad (Constitución de Estados Unidos), y, por su recíproca interferencia y conflicto, producen (dentro del juego del mercado económico y la dialéctica política) un equilibrio favorable al conjunto (Adam Smith, Ricardo). Los neoliberales han completado estas afirmaciones en la época del capitalismo institucionalizado, con la teoría del poder de los grupos para contrarrestar cada uno la influencia de los demás (Galbraith) y la idea de un proceso político pluralista, en el que juegan toda clase de grupos (grupos de presión, partidos políticos, etcétera).
El socialismo, si por una parte defiende amplias libertades (condicionadas, como vimos, por una estructura económica que les es naturalmente contraria) no comparte estas ideas sobre su finalidad. La felicidad del individuo se subsume en el éxito de la clase (si no es así, ¿por qué sigue definiéndose como clasista? y del conjunto social; y no espera que las libertades económicas y sociales produzcan el resultado indicado de equilibrio; porque parte de la base que ese juego está trucado, y siempre ganan los mismos (los que tienen más dinero). Olvida que la movilidad social es enorme en las sociedades occidentales; pero hay algo aún más grave, y que debe subrayarse, estos días precisamente, porque en torno a estos puntos se ha producido la retirada del ilustre ponente socialista de la elaboración constitucional.
Me refiero a los artículos dieciséis y veintiocho de la Constitución, relativos, respectiva m ente, a cuestiones religiosas y educativas. Para los que no somos simplemente liberales, sino defensores del humanismo cristiano, los valores religiosos son la principal base de limitación moral de la prepotencia de todo poder humano (político, económico, etcétera). Las fuerzas no marxistas habíamos aceptado que el Estado no sea confesional, y la plena libertad religiosa; pero se pretendía que ni siquiera se hiciese una mención al hecho real de la mayoría católica del país. Nos guste o no, alguien tiene que ocuparse de la catedral de Toledo y de la basílica del Pilar, por ejemplo. Pero hay algo más profundo: como ya se ha visto, la religión (que sólo existe de modo eclesiástico, es decir, institucional) es un elemento más de la libertad general.
Siguiendo en este planteamiento finalista, aún es más claro el tema de la educación. El socialismo, defendiendo, una vez más, la igualdad sobre la libertad postula en materia de educación un sistema de máximo control estatal, pretendiendo que es el único que de verdad defiende la igualdad de oportunidades.
Yo, que he hecho mis estudios (y de ello me honro) en centros oficiales, y no en colegios de pago, entiendo que la libertad de enseñanza y de creación y dirección de centros docentes, es una de las más importantes de este momento, unida a un estatuto razonable de la televisión. Con escuelas pluralistas y televisión no manipulada, hay libertad; y todo lo demás son cuentos.
Pasemos al último punto. Libertades, sí; con sus condiciones reales de funcionamiento; con una última orientación finalista (libertad para la persona, para el espíritu creador, para la propia felicidad), que fije las prioridades a la hora de optar por esta o aquella restricción. Porque han de existir restricciones. Y no estoy seguro de que en este punto el socialismo español tenga todas sus ideas claras.
Me explico. Al lado de sus últimas tendencias colectivistas, que restringen el marco efectivo de todas las libertades, el socialismo hace coexistir una veta libertaria, que le hace defender una serie de principios que llevan a la liquidación de una serie de instituciones. El socialismo defiende, por ejemplo, una absoluta libertad de expresión sexual (incluyendo el libre ejercicio de las desviaciones), totalmente incompatible con una institución familiar estable. Defiende la regulación severa e incluso la prohibición del cierre empresarial, pero en cambio pide una libertad ilimitada de huelga, sin restricción incluso para ningún tipo de funcionarios, sin garantía para los servicios públicos esenciales, sin restringirla siquiera a la defensa de los intereses obreros, sin posibilidad de arbitraje por parte del Estado; todo ello incompatible con el funcionamiento serio de la economía.
Podríamos multiplicar los ejemplos, pero los veremos cada día en el debate público de la Constitución. Sólo he querido mostrar que el tema de la libertad es un tema muy serio y muy complejo, y que el socialismo no se ha aclarado verdaderamente respecto a él. Va a tener ocasión de hacerlo; para que convenza su posición, habrá de comenzar por aceptar el principio democrático del respeto a la mayoría, en la decisión constitucional de estos puntos.
En medio del terror, la célebre Madame Roland, que había sido la gran inspiradora de los Girondinos, pronunció, camino del cadalso, la terrible frase: «Libertad, libertad: ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!» Para todos los que creemos que los pecados más graves no son los de la carne, sino los que se cometen contra el espíritu, es esencial que, en nombre de la libertad, no se cometan crímenes intelectuales, contra lo que da sentido último a la vida humana, ni contra el sentido común.
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