La pena de muerte
No soy partidario de abolir la pena de muerte, aunque creo que ésta debe ser aplicada tan sólo en muy contados casos y por crímenes monstruosos que desbordan una normal capacidad de clemencia. Y no creo que la aplicación de tan extremo castigo «sólo serviría para mitificar indirectamente esta tipología criminal», como se afirma en EL PAÍS del día 2 de los corrientes.No obstante, si la sociedad, por medio de sus representantes legales, acepta una ley abolicionista, no encuentro ni justa ni lógica una excepción «en determinados delitos castrenses cometidos por militares y siempre en caso de guerra», como expresa el mismo artículo.
Explicaré mi convicción: el criminal que rapta, viola, tortura y asesina obra así con la finalidad de satisfacer los impulsos que le dictan su depravación, su lujuria, su crueldad o su ansia de dinero, y sus víctimas son casi siempre seres débiles e inocentes.
Por otra parte, el militar que traiciona puede obrar así inducido por dos propósito distintos: primero, el beneficio propio, vendiéndose por dinero u otros bienes que darán satisfacción a sus innobles apetencias, y cuya traición puede acarrear también muertes e incluso la derrota del ejército que juró defender. Es un hecho poco corriente. En tal caso se iguala, en mi concepto, al criminal que sólo busca su satisfacción sin respeto a la vida de su prójimo, y creo que les corresponde un trato similar.
Y segundo, el militar que no está de acuerdo con la finalidad que persigue el poder a quien sirve, que, a impulso de su ideal, se subleva o conspira para imponer su sentido del orden o de la libertad. Podrá no tener razón, pero ¿debe ser juzgado con el mismo criterio que los casos anteriores? ¿Con mayor rigor que el asesino común?
Francamente, creo que sería injusto y discriminatorio. Si ha de abolirse la pena de muerte, seamos generosos: abolición para todos. Sin omitir, por supuesto, el castigo apropiado. Eso si los abolicionistas no consiguen suprimir también el castigo.
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