Lole y Manuel, la magia y la fuerza del arte gitano
Lole y Manuel y la familia Montoya presentaron ayer en el teatro de La Latina su espectáculo Nuevo Día. Tras sus éxitos en Sevilla y en Barcelona, el espectáculo aparece en Madrid más pulido, en lo que podría llamarse su forma definitiva.
Podría repetir aquí lo escrito hace ya tiempo, cuando tuve ocasión de asistir en Sevilla desde la gestación inicial de Nuevo Día, hasta las primeras actuaciones en el teatro Lope de Vega. Los caracteres fundamentales no han variado. En la primera parte los Montoya se muestran al desnudo, sabios, seguros de sí mismos. Es cante y baile gitano sin filigranas, vísceras convertidas en arte. Hay una carga racial ajena a los manejos de una cultura (la nuestra) que nos ha estado asaltando de forma tópica desde demasiados tablaos turistizados (niñas guapas que sólo de cuando en cuando entienden el baile, grandes guitarristas que se aburren ante una audiencia que ellos presuponen snob o, por lo menos, circunstancial, cantaores que se ven obligados a caer en todas las gracias y clichés del oficio para que los foráneos se vuelvan locos tras jipíos gratuitos). Por ello, los Montoya, la Negra, Carmelita, todos resultan de un exotismo sorprendente. Un exotismo que se manifestaba igualmente en una audiencia donde payos de todas las procedencias (pasotas, piji-progres, tabladistas, etcétera) se daban la mano con los gitanos madrileños que aparecían allí con sus niños, la abuela, toda la familia para ver el cante y el baile de los Montoya, institución viva de los gitanos trianeros.Luego el silencio, la oscuridad y dentro de ella la voz de J. M. Flores que nos explica con desgana que el flamenco es como es, que preguntarle al flamenco es preguntarle al pan, al agua o al aire de dónde vienen, que el flamenco es la vida de un pueblo, su manifestación más sentida y eso es todo.
Y tras la bulla, comienza la magia. Lole sale al escenario con un vestido indescriptible, bellísima y allí, sola, canta el Anta Oumri, una canción árabe sobre un play-back grabado en El Cairo. Aquello era demasiado y máxime cuando luego, contrastando aparece Manuel, haciendo como que canta diciendo cosas guapas, cosas sinceras en las que la perfección no es lo importante. Bonito, precioso cuando se unen ambos para finalizar la primera parte en plan Lole y Manuel, sonriéndose, cantando, asombrando.
La segunda parte es un campamento de gitanos canasteros en el cual se desarrolla un pretendido pedazo de la vida de los mismos. Y desde mi punto de vista eso es lo que sobra o mejor dicho, lo que no hace falta: la escenografía. Me resisto a calificarla de naïf, sería un paternalismo payo que no merecen. Pero en el seno de ese decorado se produce algo asombroso: las manos de Lole cuando Lole baila. Unas manos que hacen temblar el mundo, que son serpientes, que van más allá del símbolo para expresar sin ataduras lo que la palabra no puede. Las manos de Lole suben alto para que desde allí estalle la juerga final, el desmadre más desatado, todos bailando entre canastas y tiendas, entre cuerdas y guitarras. Eso fue todo y aún queda algo más en las entrañas, algo que rebasa la inteligencia: el gozo.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.