Clases "altas" y quintacolumnismo
Anoté, para volver sobre ellos, estos párrafos de un editorial de EL PAIS, del 30 de mayo. «... Es un secreto a voces que en algunos salones de la alta sociedad y en algunos despachos oficiales, se convierte al jefe del Estado en objeto de ataques tan injustos como feroces.» «... Acampando en lugares públicos, pandillas de provocadores armados insultan a la bandera nacional utilizándola en bandería e intimidan a los clientes de cafeterías o a los viandantes.» Dejé de comentarlos en su sazón por tener que acudir a otras insolencias con que el franquismo insepulto y sus rebrotes actúan en mi país gallego, haciendo uso y abuso de las normas democráticas que nos negaron durante cuarenta años y que ahora utilizan conculcándolas en su lento trabajo de demolición hasta que puedan suprimirlas desde dentro de la democracia misma.Sabido es que sin un mínimo de honorabilidad en su ejercicio, los usos democráticos ofrecen estos flancos al descubierto, entre la buena fe y la ingenuidad: reglas de un juego donde unos ponen las cartas limpias de la ley y otros las marcadas a lo tahur. El ejemplo más desconcertante es el de la clase alta, queriendo decir la noble, orlados estos términos con su prestigio topiquero, ya sin comprobación en la realidad. Por lo pronto uno se pregunta: ¿Alta desde qué altura? ¿Noble desde qué interpretación del noblesse oblige? De sus orígenes basados en la connatural cortesía y en la valoración generosa del coraje, nos quedó a los españoles su contrahechura en aquella frase bravucona del «sostenella y no enmendalla». Más de una vez llamé la atención sobre la fórmula simplista que, a lo tosco, quiere decir: con razón y sin ella, palo y tente tieso. Se abrava sin más su utilización dogajada del contexto que consta en una estrofa de Guillén de Castro en Las mocedades del Cid, escrita en tiempos en que ya la cortesía empezaba a ser mera cortesanía: «Procure siempre acertalla/el hidalgo y principal,/ pero si la acierta mal,/sostenella y no enmendalla.»
Contiene, ya de entrada y como inherente al ser noble, el procurar el acierto, la apelación al buen juicio previo, el «cargarse de razón», antes de decidirse por el mandoble o el estacazo ya sin enmienda posible... Ahora se empieza al revés y desde diversas tácticas. Mientras la alta clase, madurona y cínica, se solaza entre el mohín y el cotilleo, despellejando a los que todavía no puede aniquilar, los mozalbetes de abolengo, reforzados hogaño por el altoclasismo del dinero, se alzan desmandados, pero se sabe que teledirigidos, contra la democracia enredada en sus propias limitaciones, como ejecutores, a palo y tente tieso, del sostenella y no enmendalla. Son los campeadores del asfalto, los teóricos del cadenazo y la porra, como paso, ya muy avanzado, a la «dialéctica de las pistolas». No obstante, los mínimos éticos de esta conducta desleal hay que buscarlos entre los «mayores» que, como observaba el articulista, tiran la piedra, o lo que sea, y esconden la mano; pues, mal que bien, los ejecutores juveniles del gansterismo rosa, llegado el caso exponen la mejilla al bofetón y el culo a la, cada vez más comprobable, huida.
Sí, los mocetes linajudos, desde la consentida barbacana del barrio «bien», salen para sus algaras y quemazones, en la ciudad alegre y confiada; confiada también a la comprensión de sus congéneres de formación ideológica, incrustados en los neomandos de una reforma de cuyas obligaciones colectivas parecen quedar, exentos y permisivos, los irreformables por propia decisión y proclamación. Como signo clasista y precavido, los arcangélicos apaleadores y quemalibros sobrevienen motorizados sobre el vecindario peatonal, con lo que el heroísmo resulta más llevadero. Decía Napoleón que muchas veces la victoria está en las piernas; hoy diría en las ruedas.
Todo esto, si no fuese llevado tan a la tremenda, resultaría pintoresco, cosa de señoritos garbosos y algo chulánganos. Pero donde resulta irremediablemente fúnebre, además de artero y cobarde, es en sus deudos y proveedores logisticos y en sus jefes «que no se equivocan nunca». Sus armas son: la desobediencia civil, la conjura económica, la calumnia a mansalva, el travestismo político, la atmósfera salonera entre el ingenio barato y el güisqui caro: los Salones en los que, desde hace dos siglos, se parapetan, la nobleza que no obliga, el resentimiento, esa «autointoxicación psíquica» (Max Scheller); y la política dada a hacer a abogados interpósitos o alquilones y a administrar a sus consejos de administración; todo ello con unes cuantos espadones al fondo, por si el caso llega... y casi siempre llega.
Estos procedimientos, que consisten en soslayar la realidad con pantominas de apariencia inocua, se repiten con tristísima monotonía. En tiempos de la República, la grande, la inmerecida figura de don Manuel Azaña, que les salvó el dinero y los privilegios con su liberalismo excesivo, quedó reducida a dos alias: el Vérrugas y el Monstruo. La esencial honradez, aún en sus equivocaciones (que lo fueron por halago a las derechas) de don Niceto Alcalá Zamora, vino a dar en el Botas, porque las llevaba de elástico aún en el indumento ceremonial. Las damiselas de la «grandeza», que mezcladas con las «sostenidas» de sus mayores, libaban cockteles, aún con pajita, en las barras del Palace o de Chicote, se ponían una raja de limón entre los labios pintados sugiriendo la bandera borbónica. En su atuendo, siempre había un lugar para el color verde: el echarpe, el pañuelo, un cintajo en el sombrero cloche. Lo verde funcionaba como acróstico: Vi)va El R)ey D) e E)spaña.
Por detrás de estos simulacros, los terratenientes y vinateros andaluces preparaban la sanjurjada todavía sin el chivo emisario del marxismo a la vista, sólo por c..., por el «sostenella y no enmendalla» dicho con brevedad más machista. Estalló la sanjurjada, que era cosa de notorio fusilamiento, por lo menos al nivel de los de Jaca, y el Monstruo; entre desdeñoso y escéptico, la desinfló llamándole «escándalo» en su discurso al Parlamento; y las confiscaciones de bienes decretadas contra los empresarios del escándalo, se quedaron en agua de borrajas junto con la coetánea reforma agraria encomendada al bendito Marcelino Domingo, que era tanto como condenarla a muerte nonnata.
A todos estos memorables fracasos del excesivo juego limpio, asistió el que suscribe, no por lecturas ni de oídas, sino de bulto, desde la tribuna de prensa extranjera, donde hacía crónica desencantada para un gran diario argentino que le había enviado. De estos puritanismos y excesos de celo legal, resultó el bienio negro, como se le llamó a la vicerepública de los señores Lerroux y Gil Robles. Por aquel entonces se representaba en Madrid una astracanada de Muñoz Seca que era el shakespeare de la clase prócer: «Los extremeños se tocan.» El título se aplicó al connubio gubernamental: Don Ale tronitonante, ex emperador del Paralelo, demagogo convicto y ateo confeso, del brazo del joven profesor de Salamanca, abogado hasta la saturación y practicante de comunión diaria. Ya en los tramos finales y extraperlistas del bienio, empezó la Falange sus exhibiciones uniformadas. En uno de aquellos días los ví por primera vez desfilando por Recoletos, frente al café Chiqui Kutz, donde está ahora el Gijón. En una mesa de la terraza estábamos Federico Garcíá Lorca, su hermano Paco, Rafael
Rapún y Antonio Espina, a quien hacía yo un reportaje. Desde las mesas de la panda literaria, unánimemente republicana, se les hacía chistes: ¡Qué monos vais! ¡A ver, peque, enséñanos la pistolita! ¿Es el nuevo uniforme de los exploradores? Yo que acababa de llegar de Italia, les dije: «Toda esta monería es provisional. Si lo tomáis de coña ateneos a lo que venga. Paco, que estaba en la carrera diplomática, abundó en la fácil profecía, también sin éxito. Mientras los adolescentes contaminados de un imperio que no tuvo lugar, desfilaban por Recoletos, con un nuevo aire de decisión en la mirada, negociadores reaccionarios tramitaban en Roma la futura ayuda del Duce...
Ahora las cosas son aún más fehacientes y cínicas. A un señor Lerroux ya caedizo y con la hermosa voz de las bravatas barcelonesas hecha cisco, y al señor Gil Robles con sus sofismas y moderados trenos, entre eclesiales y dictatoriales, suceden el señor Blas Piñar y demás compañeros mártires, atrincherados heroicamente en sus despachos, de inevitable renacimiento español, elaborando las consignas para la acción de los jovencitos, prefermentadas en los salones del cotilleo y presupuestadas en algunos consejos de administración.
Para cerrar el paralelo sólo faltaría aludir a otro factor: la quinta columna. A veces semejara que, por acción o por omisión, bulliese intersticialmente, dentro del propio dispositivo gubernamental como consecuencia de sus contradicciones originarias. Esto se ve claro en el consentimiento de la acción neofascista y todavía más en la permanencia, en todas las ramas de la administración, de unos agentes perfectamente fichados como continuistas del franquismo contra viento y marea y a todo lo ancho y lo largo del país, ante la creciente e impotente amargura de las masas demócratas. Con esta complicidad, van a hacerse las decisivas elecciones municipales y la votación de los estatutos. Y la gente, la gente sin más, se pregunta: ¿A quiénes van a favorecer, en sus últimas consecuencias, estos apaños del nuevo quintacolumnismo, amasijo de aristócratas resentidos, de banqueros. voraces, de empresarios cegatos y de espadones al acecho?
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