Al año de la amnistía
Ex comandante de IngenierosEl 14 de octubre se cumplió el primer año de la concesión de la última amnistía, que, con todas sus innegables deficiencias, cubrió, sin duda, el papel importantísimo de cerrar el lamentable período de división entre los españoles originado por la dictadura.
Por ello es también evidente que, pese a esas deficiencias y a otras situaciones conflictivas posteriores, resultaría impensable la concesión de nuevas amnistías, en tanto continúe funcionando, aun con imperfecciones, un sistema de pluralismo político y social y de convivencia pacífica. Sólo las leyes, justas e iguales para todos, encabezadas por la norma suprema constitucional, deben regir y regular la vida política y ciudadana, las instituciones, los derechos públicos y privados, las sanciones, etcétera; corsecuentemente, los indultos o las amnistías necesarios cuando las normas han sido caprichosas e injustas constituirían lo arbitrario en una situación democrática.
Sin embargo, es innegable, a mi juicio, que aquella ley de Amnistía, aprobada en las dos Cámaras parlamentarias, contuvo no sólo deficiencias u omisiones, sino también un aspecto claramente contrario y contradictorio con todo su conjunto, tanto en el espíritu como en la letra. Tal fue la exclusión expresa y terminante para los militares separados desde 1936 hasta el presente de[ servicio activo por razones políticas, del derecho, reconocido en la misma ley a todos los demás funcionarios y trabajadores depurados, a recuperar sus empleos y categorías profesionales correspondientes, en activo o en retiro, según las edades.
Conviene recordar que los motivos políticos de aquellas expulsiones de las Fuerzas Armadas habían sido en todos los casos la defensa de la democracia; en unos, a través de la lealtad al Gobierno legítimo de la República en los 36-39, y en otros, mediante la participación en movimientos o inquietudes para la difusión de las ideas democráticas en el seno de las Fuerzas Armadas, durante los últimos años de la dictadura. A este último grupo pertenecíamos los nueve militares que fuimos separados del servicio por ser miembros de la Unión Militar Democrática (UMD) y también los cuatro alféreces expulsados de la Academia de Infantería, en 1973, por motivos tales como ser lectores de las revistas Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, tener inquietudes sociales, etcétera.
No creo necesario rememorar en detalle las circunstancias y procedimientos con que fue redactada hace un año aquella amnistía, y las presiones y motivos, nunca explicados a la opinión pública, por los que todos aquellos militares fuimos, en vez de amnistiados, condenados a permanecer fuera de las Fuerzas Armadas. Unicamente recordaré que nos cupo el dudoso honor de ser los primeros objetos de transacción en lo que después se ha llamado el consenso y que tan útil (dicho sea sin ninguna reticencia) ha resultado para la casi terminada Constitución y otros acuerdos políticos y económicos.
Seguramente cuanto llevo escrito hasta aquí en este artículo, inducirá a muchos de los lectores a creer que estoy intentando remover una re¡vindicación personal o de grupo para que se reparen situaciones injustas en los aspectos profesionales o laborales o de honor o dignidad personal. Nada más lejos de mi intención, aunque entiendo que ello sería perfectamente legitimo. Tampoco pretendo mostrar una actitud, de orgullo al decir esto, sino simplemente exponer una realidad vital llena de lógica. El tiempo transcurrido desde que quedamos fuera del Ejército ha obligado, por una simple ley de supervivencia, a que todos los implicados buscásemos un nuevo encuadramiento laboral y profesional, y, aunque las dificultades fueron abundantes, he de decir que en este momento todos tenemos resuelto ese problema.
Por otro lado, en el aspecto de reparación de nuestro honor o dignidad, dentro de lo que pudiera pensarse que quedó afectado por la sentencia que nos aplicaron de conspiración para la rebelión (con la que naturalmente no estamos de acuerdo) o por la represión que sufrimos en su día o incluso por esa marginación de la amnistía, yo al menos puedo decir en el mi propio nombre que, sobre la satisfacción intima de haber actuado en todo momento con arreglo a aquello en lo que creía, se suma el reconocimiento, afecto, comprensión e incluso agradecimiento que he encontrado siempre sobre nuestro caso entre todas las personas y grupos democráticos, en un amplisimo espectro y con múltiples muestras privadas y públicas. Yo diría que hasta el romántico aroma de haber sido los «protomártires» de algo tan importante en este período político corño es el consenso, e incluso la cara de mala conciencia que suelen poner al vernos los responsables de los partidos democráticos, son motivos suficientes para sentirnos compensados del forzoso cambio de rumbo que tomaron nuestras vidas.
Así, pues, lo único que desearía exponer en estas líneas es una valoración, no sé si objetiva, pero sí al menos no personal, de lo que supuso aquella exclusión a otros niveles mucho más importantes. A mi modo de ver aquello con.stituyó (y sigue constituyendo) un acto político de alcance general, con total independencia de que fuéramos pocos o muchos los directamente afectados o de nuestras circunstancias personales o de las opciones o posturas que podamos tomar ahora o en el futuro.
Sus consecuencias me parecen claras. De una parte, quedó patente el sometimiento, confirmado en otras ocasiones posteriores, de un Parlamento representante de la ¿soberanía? popular ante presiones y temores extraparlamentarios, no siempre justificados ni justificables. Se habla muchas veces de intervencionismos militares y de la prudencia necesaria para evitarlos. Pero, ¿es que puede haber un mayor intervencionismo que el de las actuaciones contradictorias o las paralizaciones, conseguidas solamente por el temor difuso o la presunción de provocar el desagrado?
Por otro lado, basta un simple examen del año transcurrido para darse cuenta de lo que aquella amnistía frustrada supuso en el interior de las Fuerzas Armadas, y sin duda, éste es para mí el aspecto más trascendente. Entre aquellos de sus miembros sinceramente demócratas, minoritarios pero importantes, causó un profundo desánimo, con tentación al abandono, ver que los partidos políticos democráticos daban la espalda repentinamente a sus compañeros castigados por tener su misma forma de pensar, ratificando su separación del Ejército. Entre otros militares, no tan minoritarios como los anteriores, profundamente identificados con el régimen interior y por tanto opuestos a la democracia, a la que no obstante pensaban aceptar por disciplina y por la realidad social innegable contemplada en las elecciones, aquello supuso la paralización de esa actitud y un nuevo reforzamiento en sus ideas anteriores, como ha podido comprobarse en incidentes, indisciplinas, alocuciones públicas, etcétera. Por último, en la inmensa mayoría de oficiales, poco o nada concienciados o inquietos en temas políticos, pero que aceptaban tranquilamente el nuevo sistema democrático por apego a la legalidad y por la disciplina debida al Rey, se produjo una desorientación total y un deslizamiento a las prevenciones antidemocráticas, fácilmente explotable por los propagandistas del catastrofismo.
Y todo ello porque en aquella amnistía quedó diáfano que lo que para la sociedad e instituciones civiles era válido no lo era en absoluto para la institución militar, llegándose hasta el punto de que, mientras se amnistiaba, por ejemplo, y se confirmaba en sus puestos, a funcionarios policiales que hubieran practicado la tortura, se excluía definitivamente a militares pacíficos, demócratas y decididos partidarios de los derechos humanos.
Termino resumiendo las ideas planteadas: ni estoy haciendo ninguna reivindicación personal, ni pienso hacerla en el futuro, ni creo convenientes nuevas am nistías. Tampoco sé si nuestro ca so constituye «una de las princi pales espinas de la democracia española», según frase reciente de Joaquín Ruiz Giménez. Simplemente creo que un Estado constitucional, un Parlamento representante de la soberanía popular, un Ejército defensor del orden constitucional democrático y unos partidos políticos también democráticos tendrían que cuestionarse el peligro de comenzar un nuevo camino histórico sobre la base de tan claras contradicciones.
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