Un deber nacional
LAS RECIENTES disposiciones del Ministerio del Interior para regularizar la permanencia en España de los emigrados latinoamericanos, que apuntan inequívocamente contra los ciudadanos huidos de los regímenes dictatoriales del Cono Sur, obligan a formular algunas observaciones sobre las inconsecuencias de ciertos planteamientos partidistas respecto a las violaciones de los derechos humanos en Latinoamérica y sobre los deberes de la naciente democracia española hacia los exiliados políticos que hablan nuestro mismo idioma y sufrieron en sus países de origen persecuciones parecidas a las que fueron habituales en nuestro país durante casi cuatro décadas. Si la izquierda parláméntaria considera que la única manera de apoyar a las víctimas de la dictadura argentina es oponerse a un viaje de Estado a Buenos Aires, y si UCD y el Gobierno creen que pueden salvar su imagen democrática con las vigorosas exhortaciones del señor Oreja en la ONU acerca de los derechos humanos, la suerte de las decenas de miles de exiliados argentinos, chilenos y uruguayos en España, hostigados por el Ministerio del Interior y burlados por la burocracia que debería facilitarles no sólo permisos de trabajo sino también ayudas, constituye el mejor mentís a sus pretensiones.Se diría que la vida pública española alterna con demasiada frecuencia el tacto de codos consensual de la clase política con trifuicas alborotadoras y folklóricas que se asemejan menos a un verdadero debate político que a esas peleas callejeras madrileñas en las que los gritos, gestos airados y empellones apenas disfrazan la resistencia de los camorristas a emplear los puños. En este sentido, la función que desempeñan algunas declaraciones airadas o la habitual guerra de comunicados, dignos del periódico mural de un colegio mayor, es drenar las frustraciones y protestas de las bases y, a la vez, ocultar las desidias o cobardías ante cuestiones realmente cruciales de nuestra convivencia. El trato dado al exilio latinoamericano no es un tema lateral o secundario. Como señaló hace pocas semanas un comentarista, la indiferencia mostrada por la democracia española ante el destino de esos desterrados, que reproducen, con cuarenta años de distancia y en sentido inverso, la dolorosa peripecia del exilio español, es el sintoma inequivoco de que el sistema político que ahora iniciamos se halla falto no sólo de entusiasmo sino también de solidaridad.
No parece necesario repetir, por extensos, los argumentos y los datos de anteriores comentarios sobre este doloroso y bochornoso abandono por el partido del Gobierno y por otras fuerzas parlamentarias del exilió procedente del Cono Sur. Pese a las innegables tensiones existentes en nuestro mercado de trabajo y al aumento del paro, los deberes de España con los argentinos, chilenos o uruguayos nacen de una exigencia moral de reciprocidad hacia países que acogieron generosamente al exilio republicano y que nunca pusieron trabas a nuestra emigración económica. La manipulación propagandística, que presenta a los suramericanos como mano de obra potencial para la guerrilla urbana o miembros probables de la mafia, es una indignidad más propia de los estereotipos de las sociedades racistas que de un país que aspira nada más y nada menos que a convertirse en líder de la comunidad iberoamericana de naciones. Es curioso recordar, por lo demás, que nadie esgrimió parecido argumento cuando los militantes y simpatizantes de la OAS de ascendencia española desembarcaron en Alicante. De otro lado, resulta paradójico, al menos para una política exterior de Estado, que los perseguidores del actual exilio latinoamericano no hayan reparado todavía que entre sus azuzadas víctimas probablemente figuren personas que tal vez dentro de unos años ocupen puestos de responsabilidad en el Gobierno de sus países.
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