La lengua que hablamos y escribimos
A los españoles, cada día que pasa les da más vergüenza hablar en español, una de las lenguas más hermosas que jamás hayan existido, y no digo «nos da», porque yo procuro, aunque sin demasiado éxito, llamar a las cosas por su inmediato nombre castellano. Tiene razón Antonio Gala al decir que entre el esnobismo, la megalomanía, el miedo a la verdad y las siglas se ha conseguido que nadie sea lo que es y que todos estemos, de palabra, en un peldaño distinto del que nos corresponde. La Constitución está llena de dislates en los que la frase, esto es, el subterfugio definidor, trata de suplir a la palabra, esto es, el fonema o grupo de fonemas denominador: tercera edad por vejez, Estado español por España (necedad que ya había sido inventada por Franco en Burgos), Fuerzas Armadas por milicia, medio ambiente por naturaleza, etcétera. Con esta híbrida y esterilizadora jerga de falsos políticos y probos -y obtusos- funcionarios, a nuestra lengua -que fue gloriosa un tiempo- acabaremos por sepultarla bajo siete llaves. El tabú social (no se puede decir criada, ni callista, ni portero, ni practicante, etcétera) y el aséptico prurito administrativo de dignificar lo que, bajo su verdadero nombre, ya era digno (se debe decir, ¡qué disparate de cursis relamidos!, empleada del hogar, pedicuro o, aún mejor, podólogo, empleado de fincas urbanas, auxiliar de medicina ycírugía menor, etcétera) están asfixiando a la lengua que hablamos y escribimos. Que cada cual haga examen de conciencia.
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