Los hombres que juraron dar la vida por el sha se entregan sin disparar un tiro
Al palacio de Niavaran (residencia del sha) los ruidos llegan muy amortiguados y llenos de ecos. Todavía se escuchan los disparos de las últimas escaramuzas: cada vez las ráfagas son más breves y distantes. En primer plano queda el piar de los pájaros, el graznido de los cuervos y el ruido constante de las acequias y fuentes del jardín. Los hombres del sha se han entregado.
Las montañas de Tuchal están muy cerca y aún se puede ver la nieve cuidadosamente amontonada a los lados de los senderos que llevan a palacio. Dentro todo está intacto. Trescientos inmortales de la Guardia Imperial han esperado durante semanas la vuelta del sha.La residencia del emperador fue uno de los últimos objetivos de los guerrilleros. La rendición sin resistencia estaba decidida ya el domingo por la noche. Quedaban por negociar las formas. Ayer, al amanecer, había banderas blancas en los cañones de los tanques que protegían el palacio. A las nueve de la mañana, el mullah de la mezquita más próxima, Mohammed Hakim, ha entrado en el recitno con un Mercedes negro para concluir las conversaciones. Han bastado dos horas.
Poco después, los inmortales formaban en la explanada de la fachada principal. La edad media alcanza unos veinticinco años, pero hay también algún soldado barbilampiño. Son las tropas de élite, los hombres que habían jurado dar la vida por el sha, el último recurso del emperador. No ha habido combate. Sus uniformes están impecables. Sólo alguno tiene las hombreras rasgadas: los galones han desaparecido para ocultar los rangos.
En la negociación se ha decidido dejarles libres y proveerles de ropas civiles para que puedan marcharse en paz. De pronto, un soldado rompe a llorar y a dar gritos: «¡Hemos jurado dar la vida por el palacio!, ¡es nuestra casa!» Inmediatamente, los gritos se contagian y los inmortales van rompiendo la formación. Alguno se abraza a un árbol, otro se golpea la cabeza con los puños. Todavía no se han hecho cargo de su situación y hay incluso palabras severas para un periodista: « ¡Aquí no quiero fotos!, ¿eh?»
La rendición de los "hermanos"
Un oficial se dirige a la tropa, tratando de contener el torrente de lágrimas: «No debéis llorar. No somos prisioneros. Los que esperan fuera son vuestros hermanos.» Al otro lado de la verja algunos guerrilleros contemplan la escena con los ojos enrojecidos. Sobre el escudo imperial de la gran puerta hay ya una foto del ayatollah Jomeini. Quinientos metros más allá, al otro lado de las barricadas, un viejo prepara un brasero con incienso, que han de aspirar los inmortales. «Es para alejar los diablos», dice.El coronel Yusefi Neyat trata de no ver la escena. Espera conseguir una comunicación telefónica en la oficina del cuerpo de guardia. Es un hombre bronceado y deportivo de foulard al cuello y mirada altiva. Durante muchos años Neyat dio las novedades diariamente al emperador. Era, pues, un hombre clave de la sociedad de Teherán. Entre los guerrilleros hay también gente de su casta. Mezclado con los desheredados se encuentra un joven que recoge su guerrera con un cinturón de Jean Courreges, calza finas botas italianas y habla un inglés de acento refinado. Otro, que no ha conseguido una metralleta, lleva como únicas defensas un palo de golf y un casco de rugby.
Por fin, Neyat consigue hablar con el exterior: «Estoy bien. Ahora vamos a salir. Voy para casa.» En la oficina del cuerpo de guardia están todavía los retratos del sha, de la emperatriz y de su hijo mayor. En un armario funcionan aún los monitores de televisión de rayos infrarrojos que vigilaban el palacio. Sobre un sillón ha quedado una revista deportiva. En el suelo hay papeles destrozados: los inmortales han sentido de pronto la necesidad de romper su reciente pasado.
En medio, los guerrilleros posan divertidos para un fotógrafo. Neyat lleva aún su pistola al cinto: continúa fingiendo que no se ha rendido, sino que, simplemente, ha hecho la paz con sus hermanos.
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