El zoco
Los zocos son encantos, misteriosos y abigarrados, de las ciudades de Oriente. Perdiendo poco a poco los supuestos encantos de Occidente -la puntualidad, el esmero, la cortesía, la afición al trabajo bien hecho, el silencio...-, Madrid regresa hacia su antiguo Oriente. Lo que antes era el recinto delimitado del Rastro -toda su significación- se va extendiendo: el Rastro avanza por la ciudad. Las calles de más tránsito humano -peatonal, según el desgarbado neologismo municipal- tienen ya aroma de las varillas de incienso o sándalo, música de acordeón de joven ciego, tenderetes donde se venden los zapatos más feos del mundo, las flores japonesas que se despliegan en un vaso de agua, la bisutería de los hippies -tan antigua-, los cuadros del pintor fracasacto, las casettes de flamenco y zarzuela, los libros de restos de edición.En todo ello aparecen los mendigos. Niños tendidos en el suelo, obreros parados con largos letreros en los que se lee su pequeña y dramática aventura humana, madres demasiado fecundas para su pobreza, ancianos, tullidos, emigrantes extranjeros. Andaluces o extremeños, perseguidos hasta aquí por la incesante miseria, y el despecho de las damas y los caballeros de otros tiempos, que ven cómo se deteriora lo que un día se llamó «el rango de la capitalidad» -que se fortalecía obligando a los taxistas a llevar gorras de plato, para que su viajero limitase la nostalgia del chófer particular- o que no quieren ver la mencididad para no sentir la molestia de la mala conciencia.
Pero todo ello tiene una lectura más profunda que la del pintoresquismo o la molestia. Como, si se quiere ver, en Oriente. Las ciudades de Oriente no son enormes zocos por placer de pintoresco o por pereza de sus habitantes, sino porque su economía está en crisis, porque el desempleo es permanente. Si Madrid -como otras grandes ciudades españolas- va siendo un zoco, lo es porque aumenta cada día el paro obrero y porque llegan aquí, de otras regiones -y hasta de otros países- los desesperados y los hambrientos.
La permisividad de las autoridades, que la reprochan y con razón los que se sienten dañados, no es tampoco lenidad ni abulia: es la fuerza de la necesidad, la comprensión de que este zoco ofrece, fuera de la ley y de las costumbres, unos pobres puestos de trabajo. No va a ser, probablemente, un alcalde socialista, un teniente de alcalde comunista, los que acaben con este lumpenproletariat, aunque esté condenado por sus propias doctrinas marxistas, cuando les dejan.
Más allá de la indignación, de la molestia, de la comodidad o de la simple curiosidad, lo que nos ofrece el gran zoco madrileño es la lectura de una profunda enfermedad social, cuyo extremo más áspero es la delincuencia: el atraco, la violación, el robo, el navajazo. Todas las condenas que se hagan tienen que tener este sentido. Es algo que nos está pasando a todos, algo con lo que tendríamos, que luchar desde la raíz, y no contra el síntoma. No basta la razzia repentina y esporádica de los policías, ni los gritos y las denuncias de los ciudadanos, que legítimamente defienden su territorio y su seguridad. Hay que buscar el fondo. Hay que buscar soluciones políticas, económicas, sociales. Lo que no hay que hacer es buscarse un permiso de armas -que es a lo que peligrosamente tiende el habitante inseguro del gran zoco-, cazar a muerte de forma dudosa a los delincuentes en las bocas de los «metros» o autoengañarse atribuyendo las incomodidades del zoco a determinado sistema político, cuando desde siempre los problemas del zoco nacieron en la pobreza y crecieron en las injusticias de todas las marginaciones que la sociedad no supo resolver.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.