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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Reflexión en torno a los ejecutivos

Witold Gombrowicz, capitán del surrealismo polaco, anotó en su diario una observación de aguzada inquietud. Cuenta el autor de Ferdydurke, que, encontrándose sentado en el hall de un hotel berlinés, comenzaron a circular en torno suyo bandadas de apresurados jóvenes. De similar apariencia y atildada presentación, todos portaban ostentosos portafolios o pequeños maletines para documentos. Intrigado por su abundancia y el acelerado dinamismo de su ir y venir, Gombrowicz se decidió a preguntar que quiénes eran. Al responderle que se trataba de los asistentes a una convención de ejecutivos, él intentó más precisiones. «Pero ¿ejecutivos de qué?». La contestación fue categórica: «Pues ejecutivos.»Como cito de memoria, no me atrevo a reproducir otros comentarios. Lo cierto es que Gombrowiez, poco ducho en el mundo de los negocios y las empresas, acababa de identificar -por su proyección exterior - a una especie, para él desconocida, pero caracterizadora de los mecanismos empresariales, por los años alucinados de la apoteosis de la titulada «sociedad de consumo».

Los sociólogos habrán de derrochar bastante tiempo y papel para explicar la significación y funciones que llegaron a asumir en los decenios del desarrollo consumista que siguieron a la crisis de la guerra de 1939-1945, las extensas y difundidas alineaciones de los denominados ejecutivos. Aparte de las tareas específicas que patentizan su destacado título, la clase ejecutiva llegó a constituir una especie de escalón decisivo en la compleja mecánica del ámbito de los negocios.

Eran años de euforia, en los que el sueño de la expansión de los medios productores de riqueza parecía haber perforado todos los horizontes. Dialogar con uno de esos ejecutivos semejaba una inmersión en las más doradas certidumbres. La sociedad de la opulencia se desplegaba entre nosotros, con irrebatibles y alardeados argumentos. Por fin -según sus palabras -, habíase penetrado en los secretos de las leyes económicas, y gracias a los esfuerzos y clarividencias de una generación de predestinados, la humanidad iba a asegurarse el disfrute de un bienestar más allá de cualquier imaginación.

En España, los protagonistas de ese mesianismo económico parecían colorear el vivir entero, andar por todas partes. Investidos de sacralizadas providencias, sus quehaceres se amparaban en categóricas disposiciones, a las que no les faltaba ni las sobreentendidas alusiones a un vago esoterismo. Siempre «estaban en el secreto» de lo que acontecía en las diversas órbitas de las decisiones, no sólo del mundo empresarial, sino del oficial y político. La invocación de sus superioridades técnicas era dejada caer, ante los interlocutores, con una despaciosa y altiva condescendencia. Sus explicaciones se redondeaban con una terminante aclaración -según ellos-, que consistía en la indulgente ilustración acerca de la «filosofía» -con pertinaz engreimiento recalcada- del negocio, la empresa o la operación que se traían entre manos.

La utilización de una jerga especializada, donde la especialización consistía en otorgar sentidos distintos a los vocablos, ampliando su generalizada ambigüedad, fue achaque sobresaliente en la retórica de la «clase ejecutiva». Nunca la pedantería se ha coniugado con mayor derroche de Imprecisión e indeterminación. Y la cuestión ha resultado grave, porque bastante del confuso y pésimo idioma empleado por gran parte de nuestros políticos y sus apicarados a láteres, proviene del argot de los ejecutivos.

En el correr en pos de sus caracterizaciones, hemos llegado a un punto fascinante: el del entronque con el poder, de la espuma o la aristocracia de los «ejecutivos». Estos, en su representación más quintaesenciada, venían a significar el rebrote disciplinado y ambicioso de la burguesía crecida -para bien y para mal- entre los derrumbes del «antiguo régimen». Claro que ahora las cosas ofrecían perspectivas diferentes, y la capacidad creadora de . la burguesía -desenvuelta bajo las banderas esperanzadas de la libertadhabía tenido que padecer purgatorios, estiajes, reconsideraciones y exámenes de conciencia. Sin embargo, el ejecutivo español de los últimos decenios parecía -con distintas apelaciones y circunstancias- un producto inmediato de la prometedora y casi romántica «revolución industrial», acontecida bajo el natural e inevitable impulso de las técnicas y maquinarias recién puestas en uso.

Al ejecutivo de la España de la era del desarrollo y del «600», se diría que le acariciaban -anacrónicamente- las ideas esperanzadoras y providencialistas que hervían en las cabezas de los empresarios ingleses de comienzos del pasado siglo. Este desplazamiento histórico, consecuencia del advenimiento del neocapitalismo consumista, iba a tener entre nosotros importantes derivaciones en cuanto al funcionamiento de los motores y propagandas propiciados en la etapa del desarrollismo: Pero esta es cuestión que nos llevaría bastante lejos y por diferentes caminos.

La imagen triunfante y arrolladora del ejecutivo de los años de oro iba a padecer un acelerado ocaso. Los autotitulados tecnócratas -que en conjunción con las supeditaciones, en distintos grados, a determinados institutos piadosos, usufructuarían amplias y sustanciosas parcelas de poder durante dos decenios- se nutrían, casi enteramente, de los más destacados ejecutivos. Unos y otros, en acelerada confusión, fueron -por lo menos en sus proyecciones espectaculares- arrebatados hacia los negros túneles de la crisis. Desde las tribulaciones acarreadas por las exigencias árabeg en cuanto a los precios del petróleo hasta los cambios producidos por la transición y el arribo de la democracia, junto con otras varias concausas y motivos -entre los que hay que destacar la crítica situación de nuestra economía-, casi todo ha colaborado en el opacamiento, del intrépido y resguardado estamento ejecutivo.

Poco a poco, ha ido desvaneciéndose aquella exhibición de uniformaciones que, en cada instante, nos salía al paso. Uniformidades que se expresaban en el indumento, en las actitudes, en la entonación, en el vocabulario, etcétera, como si obedeciesen a consignas e instrucciones cuidadosa y reservadamente impartidas. Su herencia es fácilmente detectable en los estilos de movimiento y presentación de muchos de los políticos asentados en las nuevas situaciones democráticas incluidas las de gobierno.

La constatación de ese fenómeno se presta a muy divergentes reflexiones, que llegan incluso a englobar los niveles de profundidad del cambio. Las especificaciones y características de la clase ejecutiva -en los defineamientos que ellos expondrían cual bazas de triunfo en sus gozosos «años sesenta»- la revelaban distraídamente posibilista ante las inexorables evoluciones del despliegue político. Los pabellones de la técnica se izaban sobre credos y principios, ideas y sentimientos, cubriendo a quienes fueron vendedores de ilusiones y quimeras. Después de todo, la política continúa siendo, para muchos, una aventurera sucesión de espejismos. Lo malo es que, al desvanecerse esos engaños de la visión, volvamos a descubrir que tenemos delante los mismos desiertos e idénticas desolaciones.

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