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"Se está pegando a los presos"

Hace poco tiempo, en el transcurso de una conducción de presos, un funcionario de la cárcel de Herrera se echó a llorar:-Aquel hombre lloraba porque no podía soportar la contemplación de las palizas que estaban dando a los reclusos.

Esto lo dicen sus propios compañeros, un grupo de funcionarios de la prisión de Herrera de la Mancha, que se muestran disconformes con el régimen interior de este centro. Y su versión sobre la cotidianidad de la prisión difiere bastante de la oficial.

-Sí, es cierto; se pega a los reclusos. En todas las conducciones reciben caña; es como una forma de enseñarles a los presos a dónde han llegado. Empezaron los golpes el mismo día 18 de julio, con la primera conducción. Para ser más exactos, con la segunda parte de la primera conducción. Y a partir de entonces...

Las conducciones son siempre reducidas, es decir, traen a los presos en pequeños grupos. Son recibidos por tos funcionarios, por la Guardia Civil, por la Policía Nacional: «Un enorme despliegue de hombres; vienen amedrentados y no intentan hacer nada... Eso de que se rebelan y atacan no es cierto. Hay que decir que ni la policía ni la Guardia Civil ha tocado nunca a un recluso.»

Primer vapuleo

Los internos son sacados del furgón, se les hace entrar en el recinto de la prisión «y ya allí, en la entrada, reciben la primera tanda de golpes». Algún preso hubo de ser llevado en volandas a su celda «porque no se tenía en pie». Una vez pasado este primer vapuleo son subidos a sus celdas. Inmediatamente después comienza el cacheo: dos o tres funcionarios van sacando a los presos de uno en uno al pasillo. Le hacen apoyarse en la pared, de cara a ella, sobre los dos dedos índices de sus manos, en precario equilibrio sobre la punta de los pies, con las piernas muy abiertas y separadas del muro. «Ahí siempre cabe la típica gracia de golpearles las pantorrillas, lo que les hace caer al suelo porque la posición que mantienen es muy difícil. Y una vez que el preso está en el suelo, recibe algún golpe más.» Después se le levanta, se le traslada a una sala que hay en el mismo módulo y se lleva a cabo la operación de toma de sus huellas dactilares.

-Y es ahí, en esa sala, donde más reciben, porque llevan a los reclusos de uno en uno y puede haber hasta una quincena de funcionarios pegando.

La operación de toma de huellas dactilares está supervisada por el jefe de servicio, de modo que estas palizas se realizan en su presencia.

«De los tres jefes de servicio que hay dos han participado en los golpes.»

Allí se pega al preso con las porras reglamentarias («todos los días que hay conducción se rompen un montón de porras de tanto pegar; algunos funcionarios han tomado ya la costumbre de sumergir previamente la porra en agua y mantenerla después un tiempo envuelta en trapos humedecidos para que aguante más sin romperse») o se utilizan pies y puños.

-Pero este tipo de palizas dejará señales...

-Saben pegar, suelen dar en las nalgas, les dejan diez días sin poder sentarse ni moverse, pero después se quitan las señales... Claro que algunos se pasan y los presos quedan marcados, pero siempre dirán, por miedo, que se han golpeado con la cama, esas cosas...

En la sala de la toma de huellas se les pregunta a los reclusos la razón por la que han sido trasladados a Herrera;

-Si ha sido por agresión a un funcionario, se les ha caído el pelo. Y es peor que mientan, claro está, puesto que tienen su historial.

El "cangrejo"

En Herrera se vuelven a juntar funcionarios y presos que han tenido enfrentamientos en otras cárceles, funcionarios denunciados por malos tratos con el preso que les denunció. Por otra parte, se pide información a los reclusos. Información de los penales de los que acaban de llegar: túneles, proyectos de fuga, aprovisionamiento de drogas... «Se les interroga a base de golpes, y a medida que pasan las semanas muchos cantan. Eso supone el paso al módulo dos, que tiene un régimen de vida mucho más abierto. Muchos de los que hoy están en el módulo dos han delatado algo.»

Pero, una vez terminados los trámites del primer día, los presos son retirados a sus celdas:

Las celdas del módulo uno se diferencian de las demás en el cangrejo. El cangrejo es una segunda puerta de gruesos barrotes de hierro, puesta detrás del portón metálico, hacia el interior de la celda. Tiene una abertura rectangular en medio, por donde el funcionario pasa la comida al preso.

Tras el portón y el cangrejo queda encerrado el recluso recién llegado. Se le ha informado escrupulosamente del reglamento: prohibido hablar con el funcionario si éste no le pregunta. Prohibido hablar con otros presos de celda a celda. Prohibido asomarse a la ventana.

A las 8.30 se les retira el colchón: como la celda es mínima durante el resto del día tendrán que sentarse en el somier. Por otra parte, tampoco tienen reloj: el tiempo se convierte en algo inmesurable, elástico, amalgamado. Cada vez que hay un recuento el recluso ha de pegarse inmediatamente al muro del fondo, mirando al techo, con brazos y piernas abiertos. Y es esta misma actitud la que han de observar de inmediato cada vez que un funcionario se acerque a su puerta.

La única salida es la del patio. Los del módulo uno sólo tienen veinte minutos diarios; salen de seis en seis, y han de dar vueltas constantemente, con la cabeza gacha, los brazos cruzados tras la espalda y las manos abiertas, mostrando las palmas. Tienen prohibido hablar entre sí.

Cada tres días toman una ducha, «y la ducha y el afeitado se llevan a cabo en sus veinte minutos de patio». Y una vez a la semana, la visita familiar.

Cuando se desplazan por la cárcel los reclusos han de mantener esa postura de cabeza gacha y brazos atrás que tienen en el patio. De modo que hacia los locutorios también van así. Pero cuando llegan a la esquina del pasillo, desde donde puede verles la familia, tienen orden de erguirse y caminar normalmente. Después, al volver a traspasar el límite de visibilidad, han de retomar la postura inicial.

Muriéndose para llamar

Y, por supuesto, tienen totalmente prohibido comentar nada sobre el régimen interior de la cárcel.

Ni que decir tiene que cualquier pequeña infracción de estas reglas es castigada a palos. Basta que un funcionario susceptible piense que un recluso le ha mirado mal o que no tenía la cabeza suficientemente levantada. De todos estos incidentes los funcionarios dan parte inmediatamente; suponemos que para cubrirse las espaldas. Dicen que tal recluso se amotinó, que cometió una infracción, que hubo que llamarle al orden o hacerle una advertencia.

Y entre las infracciones altamente castigadas está la de llamar al funcionario. «Ya se lo advierten cuando entran: tienes que estar muriéndote para llamar, porque si no...»

Y la cotidianeidad que describen estos funcionarios en desacuerdo es torturante, acechada por el miedo:

-Hemos sido testigos de cómo algunos funcionarios obligaban a reclusos a firmar una instancia voluntaria para pedir un corte de pelo al cero.

-Y, además, no hay equipo técnico... ¿El educador? Nosotros no lo hemos visto jamás. A lo mejor existe en nómina y se acerca por Herrera una vez al mes, pero no lo hemos visto nunca. El que sí va es el maestro.

Pedro García Peña, apaleado junto a Agustín Rueda, y que presentó la correspondiente denuncia por la muerte violenta de éste en la prisión de Carabanchel (y se ratificó repetidas veces ante el juez, y asistió al careo con los funcionarios acusados del asesinato, y fue trasladado a Ocaña después, en donde presentó una nueva denuncia ante el juzgado de instrucción número 15 de Madrid, por coacción por parte de un grupo de funcionarios de Ocaña para que se desdijera de la anterior denuncia) llegó a Herrera el día 5 de julio. El día 12 de agosto, domingo, solicitó la presencia de un juez. Este, juez accidental de Manzanares, llegó a Herrera el día 13. Ante él, ese lunes, Pedro García hizo una declaración en la que se desdecía de todo lo que había estado afirmando en los quince meses anteriores, quitando la responsabilidad de la muerte de Agustín Rueda a los funcionarios y concluyendo que a Agustín «le debió matar algún preso».

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