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Reportaje:COYUNTURA ECONÓMICA

La pauta de la situación económica

Cinco grupos de hechos se hallan hoy presentes en la mayoría de las economías nacionales -y, desde luego, en la nuestra-, condicionando decisivamente la marcha de la vida económica. En el futuro que alcanza a verse razonablemente de aquí al próximo año, esos acontecimientos no van a desaparecer. Dicho en otras palabras, la coyuntura podrá tener modalidades diversas, según la respuesta que esos hechos reciban de los distintos grupos sociales y de la política económica en los distintos países, pero con esos hechos se deberá componer, en todo caso, el futuro económico. De ahí la importancia de conocerlos como dato previo a cualquier análisis de coyuntura. Esos cinco hechos son:El pentagrama de la coyuntura económica

1. Los precios del petróleo y la organización del mercado de crudos petrolíferos.

2. Un proceso de intensa inflación de costes que discurre conjuntamente con una demanda débil.

3. Unas expectativas pesimistas de empresarios y ahorradores que frenan la marcha de las inversiones reales y estimulan las colocaciones especulativas frente a una sensación de generalizada íncertidumbre e inseguridad.

4. Una dinámica de la población que al aumentar -en éste y los próximos años- las generaciones disponibles para los primeros empleos en una etapa de crecimiento débil o «sobrio» -como gustan decir algunos para hacer de la necesidad virtud- ensombrecen las perspectivas futuras de la ocupación. El fin del pleno empleo ha llegado: el paro se ha instalado con la «crisis de los 70».

5. Unas crisis sectoriales agudas de la industria que obligan a realízar ajustes productivos importantes, costosos, , en términos económicos, sociales y políticos, y cuya realización o aplazamiento se refleja en los resultados de la vida económica.

Tratemos de referir el contenido de estos cinco hechos y su significación y trascendencia para la coyuntura que vivimos y la que nos espera.

Los precios del petróleo y el mercado de crudos

La línea básica de ese pentagrama la constituyen, como viene ocurriendo desde 1973, los precios del petróleo y la evolución del mercado de crudos. Hasta el punto de que la noticia económica de 1979 -aun antes de terminar el ejercicio- no resulta dificil de seleccionar: la fijación de precios del petróleo por los países de la OPEP en el mes de junio y la peculiar evolución seguida por el mercado de crudos desde ese mes hasta hoy.

Cuando se vuelve la vista atrás y se comprueba que el precio del barril de petróleo ha multiplicado por nueve sus cifras desde el comienzo de la crisis en 1973, existe la tentación de considerar esa elevación de precios como el solo hecho en que la crisis energética se manifiesta y al que cabe reducirla. Por desgracia, simplificar una crisis tan amplia como la de la energía al dato escueto, ya de por sí preocupante, de la formidable inflación del precio de los crudos equivale a ocultar las dimensiones trascendentes que están detrás de esa multiplicación de los precios y los duraderos y decisivos efectos de la crisis de la energía sobre la actividad económica. Las cosas son más complejas y las dimensiones y los efectos de la crisis energética son más extensos.

Tres son, al menos, los efectos y dimensiones evidentes de la crisis.

Falta de oferta

En primer lugar, no estamos ya sólo en presencia de unos precios elevados, consecuencia del poder de un monopolio (la OPEP); más bien la situación actual es que la penuria en los abastecimientos, fruto de un desequilibrio entre oferta y demanda de crudos, ha roto el mercado y la disciplina de precios característica de un cartel. El alza por Kuwait y México de un 10% en el mes de octubre, la reducción -paulatina- de las cantidades vendidas en contratos a largo plazo, la proliferación de los contratos a corto plazo, la creciente desviación de las ventas al mercado «spot» de Rotterdam, subrayan -con otras prácticas contractuales- el predominio y poder de los vendedores de crudos petrolíferos. Un poder que está dando un peligrosos giro, haciendo, no sólo los precios inciertos, como hasta hoy, sino que amenaza con convertir el aprovisionamiento de petróleo en la principal incógnita. A favor de esa inseguridad en el abastecimiento juega también la estrategia de los países productores en cuanto a las cantidades ofrecidas en el mercado. Varios países de la OPEP preparan disminuciones en sus suministros para 1980, lo que puede conducir a nuevas elevaciones de precios y a colocar una acusada incertidumbre sobre las condiciones y, sobre todo, sobre la propia inseguridad de los suministros. No falta quien afirme que la próxima reunión de la OPEP, además de considerar de entrada la recuperación del 5 % del precio de los crudos perdida desde junio por la depreciación del dólar y la posible elección de una unidad cuenta nueva para fijar el precio del petróleo, podría estudiar también la definicíón de una estrategia distinta del cartel, trasladando la actuación desde los precios a las cantidades. En cualquier caso, y por el momento, está claro que al encarecimiento de los precios de los crudos se ha unido la amenaza de los aprovisionamientos. Un cambio en el mercado de crudos que muchos califican de histórico y que, sin duda, lo es.

Ausencia de alternativas

En segundo lugar, los años vividos con la crisis del petróleo nos han enseñado que no existía una alternativa energética disponible a la que acudir. Dicho en términos más solemnes: la técnica no ha comparecido cuando se la necesitaba, según creía Hegel, y/o la sociedad no ha aceptado plenamente las soluciones técnicas disponibles. Todos los especialistas de la energía nos hablan del medio siglo necesario para obtener esa nueva y anhelada fuente de energía continua y no contaminante, situando en el entretanto a las distintas sociedades frente al dilema nuclear que las divida. Es esa remisión técnica hacia el futuro y esa división de opiniones actual frente a la energía nuclear la que explica la profundidad de la crisis actual, al dejar a las economías nacionales abandonadas en su vital parovisionamiento energético a un mercado precario y encarecido como lo es el del petróleo y que somete a sus compradores a los «shocks» que ocasiona el pago de una renta creciente a quienes detentan y explotan los yacimientos.

En tercer lugar, los acontecimientos de 1979 han demostrado concluyentemente que la exigencia de esas rentas mayores por los países petrolíferos originan la repetición de un tipo de crisis económica de extensas y graves consecuencias. Ha bastado, en efecto, que la producción de los países industriales se recuperara en 1978 para que se hayan repetido -en menor escala, pero sobre economías más débiles- los acontecimientos de 1974-75, pues esa recuperación del 78 es la que ha permitido la exigencia de los mayores precios del petróleo y la que ha originado la ruptura del mercado de crudos, abriendo paso a los cinco grandes efectos por los que se conoce la llamada «crisis de los 70». Tres inmediatos y muy perceptibles: dificultades de balanza de pagos, inflación de costes, recesión económica, y dos efectos más profundos y de mayor duración: la variación de precios relativos que altera las condiciones de la división internacional del trabajo y la perplejidad e incertidumbre respecto al futuro del desarrollo económico y de la estructura industrial ante la falta de respuestas tecnológicas eficientes que permitan acelerar la producción y emplear a la población, manteniendo la rentabilidad de las inversiones.

Esta cosecha de efectos negativos de la crisis energética está ya marcando la coyuntura de los distintos países en la segunda mitad de 1979 y las va a seguir marcando en 1980 y en los años sucesivos. Hemos vuelto así de nuevo a una economía con crisis recurrentes que caracterizaron la evolución del capitalismo en el pasado y de la que el mundo se había librado en la larga etapa que va de 1945 a 1973. La coyuntua económica no va a registrar ya una marcha creciente, continua y pacífica de las cifras de producción y actividad, sino la discontinua y convulsa de una serie de crisis sucesivas motivadas por el abastecimiento energético. La coyuntura de 1980 estará marcada por una de esas crisis.

Una inflación de costes y una demanda débil

La segunda línea que condicionará la marcha de la coyuntura de los meses próximos es la continuidad de la inflación de costes acompañada de una demanda débil. Es claro que el primer impacto en los costes empresariales se ha recibido en parte . ya a través de la traslación sobre la economía interna del mayor precio del petróleo. Tan sólo en parte, ya que las consecuencias indirectas del crecimiento de los precios de la energía tardan más tiempo en producirse y se transmitirán aún a lo largo de los próximos meses. Ahora bien, la inflación de costes no se alimenta de esta partida tan sólo. La segunda ronda de elevaciones la interpretan las reivindicaciones de los distintos grupos sociales, compitiendo por anticiparse con sus exigencias de rentas mayores para defender sus niveles de vida.

Carrera defensiva

Cada grupo social cree en la inflación, la espera, la anticipa y trata de evitarla aumentando sus peticiones retributivas. El crecimiento de salarios e intereses discurre paralelamente y en relación directa con la temida intensidad de la inflación esperada. Al servicio de esas peticiones, cada grupo social desata toda la capacidad de agresión de la que dispone para conseguir la prevalencia de sus particulares intereses. Debe subrayarse que esta batalla por el reparto de la producción no se da de forma global y unitaria, sino parcelada y fragni entariam ente. Cada grupo social conoce sus fuerzas y está dispuesto a emplearlas intensamente en un momento crítico determinado en su propio beneficio. Se desatan así múltiples conflictos en cuyo planteamiento concreto se utilizan todos los medios disponibles.

La experiencia demuestra que quien contesta con eficacia y rotundidad consigue de la debilidad de los Gobiernos, o por su dominio de los mercados, mayores o menores concesiones, pero siempre algo, y es esa confianza en el botín la que alimenta y sostiene las situaciones de conflicto. El resultado final es que la suma de esos conflictos parciales o el dominio de los mercados por el poder del monopolio elevan las retribuciones o las condiciones de las que dependen los ingresos de los grupos sociales más poderosos. Corno esas retribuciones o ingresos mayores son costes para las empresas, éstas ven aumentadas sus facturas y tratan de trasladarlas en precios mayores para sostener sus tasas de beneficios.

Ese propósito no siempre se consigue, pues la debilidad de la demanda es una característica omnipresente de la crisis actual. Debilidad originada en la propia sangría de la producción y de la corriente de renta y gasto nacionales necesaria para pagar los mayores precios de la energía, pero también derivada de las políticas económicas aplicadas para frenar el dislocado aumento de las rentas monetarias a golpes de lucha social que alimentaría una inflación ilimitada si no se disciplinase el crecimiento del gasto por medidas de política monetaria y fiscal.

Ante la disyuntiva de financiar una inflación continua o atajaría, la mayoría de los Gobiernos de los países occidentales han optado por la segunda alternativa, convencidos de los efectos gravísimos, económicos y sociales, de una inflación intensa. Esa opción es costosa: impone ritmos bajos de desarrollo, empeora la situación del empleo con tanta mayor intensidad cuanto mayor sea la resistencia de los distintos grupos sociales a moderar sus aspiraciones sobre las retribuciones y menor la comprensión de esos mismos grupos sobre las consecuencias de la radicalidad de sus pretensiones.

Costes y precios

Esa situación de inflación de costes con débil demanda explica que la inflación de costes no equivalga a una inflación de precios y, en la mediaa que esto ocurre, la caída en las tasas de beneficio

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constituirá un resultado inevitable. Inevitable y temido, pues sus consecuencias son muy graves al afectar directamente al desarrollo de las inversiones, dado que los beneficios constituyen su motivación básica y, en buena parte, uno de los medios para su financiación.

A la factura de esa inflación de costes no escapa la presencia del sector público. Los costes de trabajo han crecido en todos los países, no sólo por una aceleración de los salarios superior a los crecimientos de la productividad, sino por un encarecimiento de las prestaciones de la seguridad social y la factura pasada por ésta a la nómina de las empresas. El crecimiento de todos los gastos públicos también obliga a elevar la presión fiscal, elevación que se ha convertido en todos los países en un factor importante de inflación.

La coyuntura económica actual está claramente marcada por esta inflación de costes con débil demanda que constituye una pauta por donde discurren los acontecimientos diarios de las distintas economías. Una pauta que estará presente, podríamos decir, incluso dramáticamente presente, en la coyuntura que va a vivir la economía española en los meses inmediatos.

La crisis de los beneficios

Quizá la crisis de los beneficios sea el rasgo más característico de «la crisis de los setenta» y, desde luego, el más diferenciador con la «gran depresión de 1929». Hayek ha insistido, en efecto, al buscar las causas de la «gran depresión de 1929», en la inflación de beneficios que entonces acumularon las empresas y que produjo una multitud de consecuencias adversas (sobre inversiones, especulación, débil demanda de consumo). Contemplando la crisis de hoy bien podríamos decir que estamos en el polo opuesto, pues una caída de los beneficios constituye la última consecuencia de los mayores precios de la energía y del comportamiento subsiguiente de las rentas.

La caída de la tasa de beneficio -que los economistas marxistas sitúan en el centro de sus análisis de la crisis- y las causas que la producen explican el comportamiento generalizado de las inversiones que domina en la coyuntura actual. De un lado, la crisis de la propia inversión, como muestran sus reducidos crecimiento anuales, ya que, salvados algunos países, la tasa de crecimientos anuales, ya que, salles o es muy pequeña o es incluso negativa. De otra parte, la dirección dominante de esas inversiones reales es la de ahorrar trabajo, un factor de la producción que, pese a su abundancia relativa, se ha vuelto caro. Finalmente, la huida de las inversiones reales no debe hacer creer que los fondos de ahorro disponible no existan.

Ahorro y especulación_

La crisis ha desacelerado el crecimiento de la renta, pero no ha detenido su marcha. Las posibilidades de ahorro existen, sólo que no se utilizan por la sociedad para ensanchar sus capacidades productivas.

Faltos de un horizonte claro para el crecimiento industrial, sin despegues espectaculares en el horizonte tecnológico, con hostiles perspectivas de conflicto social, los ahorros disponibles han tomado el camino de las desmesuradas colocaciones especulativas (el oro, los brillantes, las joyas), llevando las cotizaciones de estos bienes a los niveles sólo alcanzados en etapas de máxima inseguridad.

La inoportuna demografía

Los distintos factores que definen el panorama de la crisis dificultan las oportunidades de ocupación justamente en el momento -al menos, de aquí a 1985- en que mayores cohortes de población avanzan hacia los mercados de trabajo. El «baby boom» de los cincuenta es el origen del paro joven actual. Sólo el origen, pues la in oportuna demografía se ha combinado con los defectos de la formación profesional y con la existencia de unas relaciones industriales que favorecen a los ya empleados y no a los jóvenes y nuevos empleos, con lo cual éstos no se crean. Conjunto complejo de causas que explica buena parte de la multiplicación del desempleo y, sobre lodo, la más grave de sus discriminaciones: la que se realiza en función de la edad de la población activa. Característica generalizada de la presente coyuntura y, desgraciadamente, duradera.

Las crisis sectoriales de la industria

La crisis económica general ha tratado con especial dureza a ciertos sectores de la industria por el efecto que sobre sus producciones ha tenido la variación de los precios relativos y las nuevas condiciones de competencia internacional. Es claro que la variable económica que recoge con más fidelidad las consecuencias últimas de la crisis que vivimos es la formidable variación de los precios relativos de los distintos productos en el comercio internacional. La multiplicación de los precios de la energía y de las materias primas ha producido variaciones agudísimas en la relación real de intercambio, desconocidas en el pasado, mientras que, por otro lado, la aparición de países nuevos que pueden incorporar tecnologías intermedias por su favorable dotación de recursos productivos y por la existencia de una mano de obra con salarios favorables, ha planteado unas nuevas condiciones de la competencia internacional en virtud de las cuales los países industriales entre ellos España, se han visto situados en sectores enteros al margen de las condiciones del mercado, sectores que exigen reconversiones dolorosas en términos económicos, sociales y políticos.

Entre estos sectores productivos, en situación de pérdida, mili tan la siderurgia, la construcción naval, parte de los bienes de equipo y algunos núcleos de la industria textil. El ajuste de la crisis exige la definición de unos programas de ayuda selectiva y de reconversión de estos sectores a lo largo del tiempo. Es evidente que esta re conversión de los sectores productivos en situación hípercrítica no se realizará sin la aplicación exigente de programas que ofrezcan ayuda para un tiempo razonable de ajuste de sus producciones, que establezcan criterios para eliminar gradual mente esa ayuda y reducir las capacidades excedentes y que cifren con claridad y transparencia los costes de la ayuda necesaria para proceder a la reconversión. La de mora en la aplicación de programas que traten de ajustar o convertir estos sectores productivos en crisis no hará otra cosa que encarecer los precios y los costes de la economía y dificultar su competitividad en el mercado exterior.

Coyuntura de un tiempo de recesión económica

Esos cinco hechos comentados hasta aquí no son, por desgracia, invenciones de un pesimismo económico catastrofista ni hechos fugaces que desaparezcan en poco tiempo. Son hechos arraigados en la realidad de todas las economías, que marcan la tendencia de la coyuntura, pautando sus variaciones. La inercia que establecen esos hechos no permite pronosticar unas realizaciones esperanzadoras y positivas en 1980. Por el contrario, con esos cinco hechos como premisa, la coyuntura se configura con cinco resultados amenazadores: crecimiento débil, inflación intensa, inversiones reales a la espera con colocaciones especulativas en alza, paro creciente y/o caída de la población activa, crisis de la industria con ajustes costosos de muchas de sus producciones.

Este ambiente, dominado por instancias negativas desde todos los frentes, exige un esfuerzo de voluntad política considerable para alcanzar objetivos modestos (un poco más de crecimiento, un poco menos de inflación, crear más empleos, ajustar mejor las producciones industriales), pero que resultarán muy ambiciosas si se enfrentan con los resultados que posiblemente se registrarán si las cosas se dejan marchar al impulso de los vientos dominantes de la coyuntura. No es mucho lo que puede hacer la política económica, y existe el peligro de que intente hacer demasiado, con lo que el remedio puede ser peor que la enfermedad. Dicho en otros términos: la política económica puede conseguir poco arriesgando mucho. De ahí su impopularidad y la evasión de gran parte de la clase política frente a los problemas que plantea la coyuntura económica actual. Las críticas se multiplican, las soluciones apenas existen, los compromisos públicos con posibles respuestas a la crisis se evaden. Claro está que la conclusión es obligada: la crisis económica continúa y se agudiza.

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