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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los principios organizativos del poder judicial en la Constitución

Diputado del PSOE por Valladolid

El artículo 117 de la Constitución se inicia con una declaración que es recordatorio del artículo primero y como concreción al poder judicial del principio allí establecido de que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado», al afirmar que «la justicia emana del pueblo». Así enmarcado el problema, se comprende el sentido puramente simbólico, como resto de una época anterior o, como dice Alzaga, «por razones de origen histórico» (obra citada, página 713) y para significar que las causas, al menos en teoría, en que se basan las decisiones judiciales se fundamentan en los valores que se propugnan como superiores del ordenamiento jurídico por el Estado (artículo 1 - 1), del cual el Rey es «el símbolo de su unidad y permanencia» (artículo 56-1).

La organización del poder judicial se apoya en unos principios que afectan a los miembros que lo integran -jueces y magistrados- o a los órganos que forman propiamente el poder judicial -juzgados y tribunales- Los principios que se refieren a los jueces y magistrados son los de independencia, inamovilidad y responsabilidad, y se encuentran, asimismo, en el artículo 117-1.

Naturalmente, existe un principio de competencia y de formación profesional que la Constitución regula con carácter genérico para todos los funcionarios, al afirmar en su artículo 103-3 que «la ley regulará el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad ... », y los jueces serán así también seleccionados mediante oposición o concurso-oposición, sin perjuicio de mantener para determinados niveles -magistrados del Tribunal Supremo, incluido su presidente- otras formas de acceso para incorporar a la causa judicial o abogados, profesores y otros juristas de prestigio reconocido. Este tema es muy importante para el prestigio de la profesión y para el acierto de sus resoluciones. Al tratar este tema tocamos el muy importante de la formación del juez y, consiguientemente, de los planes de estudios en la Escuela Judicial. Un luminoso texto del juez Holmes señala la duda que en los principios de su formación le asaltaba por la falta de cauces para esa formación: «Era... una noche... en la cual no se vislumbraban flores ni primaveras, ni fáciles alegrías... Burke sostenía que el Derecho afina la mente, pero la empequeñece. Tackeray narraba la historia de un abogado que había plegado la fuerza de una gran mente a las exigencias de una profesión mediocre. Los artistas y los poetas huían del Derecho como de un mundo extraño. Venía la duda de que no mereciese el compromiso de un hombre inteligente ... » Al final de su vida había superado esa duda. «... Digo, y lo digo sin ninguna duda, que en el Derecho se puede vivir con grandeza, como en otra profesión, que en él el pensamiento puede realizar su unidad en una perspectiva sin límites, que... podemos satisfacer nuestra sed de vivir, beber el amargo cáliz del heroísmo, consumir el espíritu en la búsqueda de lo inaccesible.» (Textos de sus Collected Legal Papers y de sus Occasional speeches, citados por Geraci en la introducción a la ed. italiana de su Opinioni dissenzienti; Giuffré; Milán, 1975; págs. XXIV y XXV.) Una amplia formación humanista que evite el dogmatismo (unido a la a veces peligrosa creencia de que se posee toda la verdad y que se imparte justicia en su nombre) y unos sólidos conocimientos de teoría general y de filosofía del Derecho, junto a los indispensables conocimientos técnico-jurídícos, son la mejor garantía para un planteamiento de la función judicial que evite o disminuya los condicionamientos económicos, sociales e ideológicos que el juez tiene (el reconocimiento de estos condicionamientos, sin los excesos a los que se ha llegado, son el punto de partida para su eliminación, o al menos para la disminución de sus consecuencias. (Vid. en este sentido, por ejemplo, Política y justicia en el Estado capitalista, edición a cargo de Perfecto Andrés Ibáñez; Fontanella; Barcelona 1978; con una introducción del editor y trabajos, entre otros, de Senese, Fenapoli y Scarpari, sobre la magistratura en Italia desde una perspectiva crítica de izquierdas.)

No podemos en estas líneas sino apuntar el tema, pero consideramos su importancia porque los principios señalados de independencia, inamovilidad y responsabilidad sólo tienen sentido para garantizar ese prestigio y ese acierto de los jueces, necesarios a la buena marcha de una sociedad democrática (en el caso de los dos primeros), o son una consecuencia de esa autonomía del juez (en el caso de la responsabilidad).

La independencia de los jueces y magistrados se garantiza, primero, por una selección objetiva, como la señalada, que la Constitución garantiza, y evitando otras formas de reclutamiento que la dificultan, como el nombramiento o la compra del cargo. Se garantiza asimismo por la legalización de las causas de suspensión, traslados y jubilación que reconoce el número segundo del artículo 117, concreción del principio de inamovilidad. La declaración de que los jueces están sometidos únicamente al imperio de la ley, y no, por consiguiente, a un principio jerárquico respecto de los tribunales superiores, es fundamentalmente una garantía de independencia que podríamos denominar autonomía de la función judicial. La sumisión al imperio de la ley debe entenderse en el marco de la evolución histórica de la función judicial y sin perjuicio de su competencia de control sobre la legalidad y de creación normativa ya señaladas. Todos los principios y garantías que se refieren a los jueces y magistrados hasta ahora examinados se pueden reconducir, pues, a la garantía de su independencia, y tiene como contrapartida el principio de responsabilidad que deberá ser precisado en la ley orgánica, así como su relación con el principio del artículo 121: «Los daños causados por error judicial, así como los que sean consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de justicia, darán derecho a una indemnización a cargo del Estado, conforme a la ley.»

En la coherencia lógica de la Constitución también se sitúan como garantías de la independencia las prohibiciones e incompatibilidades a que se refiere el artículo 127.

Se prohíbe a jueces y magistrados -también a los fiscales- el desempeño de otros cargos públicos, la pertenencia a partidos políticos y sindicatos, y se mandata a la ley para que establezca el régimen de incompatibilidades de los miembros del poder judicial, que deberá asegurar la total independencia de los mismos.

En cuanto al mandato para el establecimiento de las incompatibilidades, habrá que estar a lo que la ley establezca, con la finalidad de asegurar la independencia de jueces y magistrados, y nos parece adecuado vincular las incompatibilidades -ejercicio del comercio u otras actividades mercantiles y empresariales, por ejemplo-, que, en todo caso, deberán ser muy estrictas -como las de los miembros del Gobierno- con la independencia. En el supuesto de las incompatibilidades se trata de asegurar la independencia respecto de la sociedad civil (grupos económicos de presión, etcétera).

En cuanto a las prohibiciones, me parecen excesivas y farisaicas y, en todo caso, de imposible cumplimiento real. La prohibición de afiliación no podrá impedir la ideología y es una norma favorecedora del encubrimiento y de la clandestinidad. La juzgo muy desacertada porque hubiera sido suficiente con prohibir la ocupación de cargos de responsabilidad, pero no la afiliación a partidos políticos. En cuanto a la prohibición del derecho de sindicación, contradice el mandato del aítículo 10-2, puesto que los textos internacionales lo permiten, aunque limitando (Vid., en ese sentido, Declaración Universal de Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948, artículo 23-4, Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, artículo 8-2 y también el de Derechos Civiles y Políticos, artículos 22-2. Vid., asimismo, Convención Europea de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, artículo 11-2). El asociacionismo que se prevé es una puerta abierta al gremialismo y al coto cerrado separado del resto de la sociedad.

Los principios que se refieren a los órganos del poder judicial son la exclusividad y la unidad de la jurisdicción.

La exclusividad de la jurisdicción se establece en el número tercero del artículo 117 cuando se afirma: «... El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo'de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los juzgados y tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan ...» Hay que entender incluido a estos efectos dentroldel principio de exclusividad y, por consiguiente, como un tribunal competente en el orden constitucional, al tribunal constitucional regulado en el título IX, como se desprende asimismo del artículo 123- 1. Por consiguiente, la existencia del tribunal constitucional no es una excepción a este principio. Consecuencia, a su vez, del principio de exclusividad es la norma del número cuarto del mismo artículo, que defiende a los otros poderes -Cortes Generales y Gobierno Administración- de las invasiones del poder judicial y garantizando sus respectivas exclusividades en sus ámbitos propios de competencia.

No podrán los juzgados y tribunales dictar leyes o normas con forma de ley ni tampoco realizar las funciones propias del poder ejecutivo, pero esto no se podrá entender como limitación del control de la legalidad ni de la constitucionalidad y de la creación normativa que la sentencia supone como norma singular o la jurisprudencia como norma general, según ya hemos señalado.

La unidad jurisdiccional proclamada en el número quinto del artículo tiene consecuencias frente a los restos medievales de tribunales privados y así se prohíben los tribunales de honor (artículo 26) y también frente a la posibilidad de que otros poderes del Estado creen tribunales o mediaticen la independencia de éstos. Así se limitan las consecuencias de las comisiones legislativas de investigación (artículo 76) al afirmarse que «sus conclusiones no serán vinculantes para los tribunales ni afectarán a las resoluciones judiciales». También se prohíben los tribunales de excepción (artículo 117-6) y se limitan las facultades sancionadoras de la Administración (artículo 24-4).

La gratuidad de la justicia (artículo 119), la publicidad de las actuaciones judiciales (artículo 120- 1), la oralidad del procedimiento y la motivación de las sentencias (120-2 y 3) y la ratificación del principio del pronunciamiento de éstas en audiencia pública (120-3) son tantos otros postulados que alcanzan rango constitucional y que suponen progresos en el imperio de la ley y en el estado de Derecho, que sólo se pueden enjuiciar positivamente, aunque es muy importante su desarrollo legislativo posterior.

La obediencia al Derecho, en esta faceta específica de las sentencias y demás resoluciones firmes de jueces y tribunales y en los demás mandatos que emitan en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto se establece para todos, autoridades y ciudadanos, en el artículo 118. Es una especificación del principio general establecido en el artículo 9-1 de obediencia al derecho para los destinatarios de las normas, puesto que los productos de la labor judicial, como ya hemos dicho, forman parte del ordenamiento jurídico como normas singulares -las sentencias y otras resoluciones judiciales- o como normas generales -la jurisprudencia.

Por fin, hay que señalar el principio de participación popular en la administración de justicia, principio positivo si se implanta con prudencia, tal como lo dibuja la Constitución en su artículo 125. En efecto, este artículo es una norma de organización que mandata al legislador para regular la acción popular y la participación de los ciudadanos «en la administración de justicia mediante la institución del jurado, en la forma y conforme a aquellos procesos penales que la ley determine». Como se ve, el artículo, además de constitucionalizar la acción popular, de honda tradición en el Derecho español, establece el mandato para la organización del jurado en determinados procesos penales -que, a mi juicio, deben ser los de tipo medio-, ni los procesos para penas hasta arresto mayor, ni los procesos con penas de reclusión menor o mayores decir, los procesos por delitos penados con prisión menor o mayor (de seis meses y un día a doce años)-. Un buen rodaje del jurado en este ámbito podrá dar la suficiente experiencia para abordar más tarde la posibilidad de otras ampliaciones en ese ámbito penal. En una obra preclara, Angel Ossorio y Gallardo (20) (Bases para la reorganización judicial, Sociedad de Estudios Políticos, Sociales y Económicos, Madrid, 1929, página 175 y siguientes) se proclama partidario del jurado: «Donde yo veo la ventaja del jurado es en que tiene una elasticidad de movimientos que se acopla perfectamente al enjuiciamiento de cada delito, que es (cada día más, según los progresos científicos) un caso de individuación... El rigorismo, la verdadera cerrazón de los tribunales togados en la aplicación de las leyes es una labor que provoca desconcierto y protestas... El jurado hizo una buena labor humanizando a la Magistratura ... » Y más tarde, sin embargo, señala las dificultades de su implantación, que exigen un alto nivel de responsabilidad y de conciencia ciudadana. En este caso, como en tantos otros, la participación supone formación, cultura y responsabilidad. Las palabras escritas en 1929 por Ossorio y Gallardo van a ser de nuevo probadas por el desarrollo de este artículo constitucional sobre la organización del jurado.

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