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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Reflexiones a partir del referéndum andaluz

Es obvio que los resultados del referéndum de Andalucía, constitucionalmente definitorios, deben ser objeto de una profunda y serena reflexión política, por encima de toda consideración partidista.El tema -el tema real- no es tanto Andalucía como el Estado mismo, porque la constitución de cada comunidad autónoma es un jalón en el proceso de transformación de la estructura estatal. No creo por ello que sea buen camino aislar en cada momento el acceso a la autonomía de una u otra comunidad, prescindiendo del enfoque global del proceso autonómico entendido justamente como proceso de distribución territorial del poder estatal.

El problema no es, desde luego, nuevo en la Historia de España. Por el contrario, está en la base de la formación de nuestra propia unidad nacional y resurge con intensidad a la superficie, recurrentemente, cada vez que en nuestro país se abre un período de crisis profunda o se inicia una etapa de libertades públicas constituidas. Nuestra unidad nacional -es preciso reconocerlo así- tiene ciertas fisuras, siempre insuficientemente soldadas, y para las que, en el marco de la unidad de España y de la viabilidad del Estado español, nunca se ha encontrado un cauce político e institucional plenamente aceptado y respetado como definitivo por todas las partes interesadas.

En la elaboración de la vigente Constitución la consecución de un compromiso sobre tan difícil y complejo problema abrió una puerta a la esperanza, a pesar del abandono final de los nacionalistas vascos, porque los propios preceptos constitucionales dejaban un amplio margen a la configuración de unos estatutos de autonomía generosos y razonables que, sin embargo, no pusiesen en riesgo la funcionalidad del Estado y la unidad de decisión en todo lo que es esencial a la existencia de un Estado moderno. Pero no se trataba, no podía tratarse, sólo de resolver la «cuestión vasca» o la «cuestión catalana», aun cuando fuesen problemas políticamente más acuciantes, por virtud de unos resultados electorales que eran, en buena medida, el reflejo de una situación sociohistórica preexistente con dimensiones o singularidades ciertamente nuevas. En esta ocasión, la experiencia vivida por nuestro país durante la II República, la necesidad de descentralizar política y administrativamente un Estado antifuncional, rígida y fuertemente centralizado que había ahogado todo tipo de vida local y la exigencia de evitar en la Constitución la consagración de agravios comparativos susceptibles de engendrar un sentimiento antivasco o anticatalán, aconsejaron introducir en el texto constitucional la posibilidad de regionalizar plenamente España mediante la vertebración de un Estado de autonomías.

Se abría así un camino, necesariamente largo, para transformar en profundidad la naturaleza, la estructura y el funcionamiento de la institución estatal, al tiempo que se pretendía devolver a las provincias y a los municipios un ámbito real de actuación propia que sirviese de base para revitalizar progresivamente la vida cívica en las colectividades pequeñas y medianas.

Semejante proceso de cambio exigía -exige- un planteamiento riguroso y estricto del ejercicio del poder en las instituciones de todos estos distintos niveles territoriales. Ni el ayuntamiento, ni la diputación provincial, ni los órganos de autogobierno, definitivos o provisionales, de las comunidades autónomas pueden ser -y menos aún en pleno proceso de cambio- plataformas de confrontación permanente con el poder central, con el Gobierno y el Parlamento entendidos como órganos constitucionales. Puede haber, y es lógico que haya, roces, tensiones, incluso enfrentamientos coyunturales, como consecuencia de las diferentes posiciones ideológicas de los partidos que detentan el ejercicio del poder en las instituciones de los distintos niveles territoriales o como derivación ineludible de las dificultades y lentitud del propio proceso de cambio. Pero una estrategia de permanente confrontación, de creación de contrapoderes para neutralizar la capacidad de decisión del Gobierno constitucional o para suplantar la capacidad legislativa, de debate y de control del Parlamento hace inviable la operación de transformación del Estado. Y sin embargo, en los últimos meses, conscientemente en unos e inconscientemente en otros, ha prevalecido este planteamiento, especialmente en el enfoque e impulso del proceso autonómico. Había que «arrancar a Madrid» todo y cuanto antes. Con pretendido sentido del humor se ha dicho que el presidente del Gobierno podía quedar reducido a presidente de las dos Castillas. Ironías al margen, y aceptada la broma, la afirmación es grave por lo que aflora de un subconsciente o de un inconsciente. Porque es grave en verdad que el presidente del Gobierno constitucional de España después de unas elecciones generales pueda algún día carecer de las atribuciones necesarias para gobernar el país, como consecuencia de una determinada concepción de las autonomías o de los órganos de gobierno locales y como consecuencia de una correlación de fuerzas distinta en las instituciones locales o autonómicas.

La distribución territorial

La distribución territorial del poder del Estado pasa, muy en primer término, por salvaguardar institucionalmente la capacidad de decisión del Gobierno, que, en cuanto tal y cualquiera que sea su signo ideológico, ha de gestionar los intereses estatales básicos. Pasa, en segundo lugar, por una distribución de competencias racional y nítida entre el Estado, la comunidad autónoma, la provincia y el municipio. Y pasa, finalmente, por un ejercicio del poder regional y local que se atenga estrictamente a su ámbito territorial y a las atribuciones y cuestiones que le son específicamente propias.

Todo ello exige un nuevo ordenamiento jurídico, unos nuevos textos legales, que requieren reflexión y tiempo para su elaboración sin apresuramientos ni improvisaciones. Y exige después una aplicación gradual que vaya configurando una práctica eficaz en el marco de la legalidad nueva.

Desgraciadamente -y es responsabilidad de todos-, el referéndum de Andalucía no ha estado presidido por planteamientos de esta índole. Ha prevalecido la idea de confrontación con «el Gobierno de Madrid» y el agravio comparativo con Cataluña y el País Vasco. Ha primado, en suma, una concepción más sentimental que racional. Y sin olvidar que la movilización de sentimientos es siempre, de una u otra forma, uno de los componentes de la política, todos debemos hoy hacer un esfuerzo por tener presente el Estado, porque la transformación de la institución estatal no forma parte de la vida política ordinaria, sino que es un objetivo singular de nuestro momento político, en el que está en juego el Estado mismo y, con él, todas y cada una de las comunidades autónomas. De ahí que resulte aconsejable un planteamiento global y homogéneo del proceso autonómico en el que el acceso a la autonomía de cada región no se enfoque como un problema político aislado y no se conciba como un forcejeo con «Madrid», porque en cada autonomía no se decide el porvenir de la región de que se trate, sino la configuración del nuevo Estado democrático y el fortalecimiento de nuestra unidad nacional.

Rafael Arias-Salgado, secretario general de UCD, es ministro adjunto al presidente del Gobierno.

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