Yo soy anticlerical
En la sede de UCD de Málaga, tuvo lugar el 18 de marzo una rueda de prensa, en el transcurso de la cual el diputado provincial José García Pérez expuso a los informadores sus puntos de vista sobre el Estatuto de Centros Docentes no Universitarios recientemente aprobado por el Congreso, en cuyos debates el señor García Pérez ha tenido una destacada participación. De sus intervenciones (en cuyo aspecto técnico ni salgo ni entro) solamente subrayo la afirmación tajante de que «en parte del PSOE crítico todavía persiste un feroz anticlericalismo». Y entre los «anticlericales» de este partido citaba en lugar destacado a Gregorio Peces-Barba, que da la casualidad de que no es musulmán. ¿Asistimos a la ceremonia de la confusión? Yo creo que sí, y para intentar salir de ella voy a agudizar las contradicciones: yo mismo, como cristiano, como sacerdote, como teólogo, soy anticlerical, aún más, debo ser anticlerical.
El diccionario define la palabra «clericalismo» por «influencia excesiva del clero en la política»; y por «anticlerical», al «que se opone a la influencia excesiva del clero en la política».
Leyendo los primeros y más sagrados documentos del cristianismo, como son los libros del Nuevo Testamento, sacamos como conclusión nítida que Jesús vino a fundar una «comunidad» no homologable con la «institución» profana: así se lo dijo a los hermanos Cebedeo, cuando le pedían las dos primeras «carteras» de su inminente reino, y así lo subrayó nada menos que ante Pilatos cuando éste lo juzgaba: «Yo soy rey, pero mi reino no es de este mundo. »
Los cuatro primeros siglos del cristianismo realizaron, con sus sombras y sus luces, este proyecto «anticlerical» de comunidad eclesial: los cristianos en cuanto tales no ofrecieron ningún modelo alternativo a las diversas políticas de los países donde estaban asentados. Solamente adoptaban actitudes éticas que coyunturalmente podrían no convenir o perjudicar positivamente a determinada política al uso.
Y así nos encontramos con un rechazo casi unánime de la guerra y del servicio militar. Así lo dice tajantemente la Tradición apostólica de san Hipólito: «Un soldado sometido a sus jefes no tiene derecho a matar; si recibe la orden no debe cumplirla, y si se niega a adoptar este compromiso, debe ser despedido de la Iglesia. » Pero el Imperio romano supo sagazmente comprometer a aquella peligrosa Iglesia con un sutil señuelo; y así, el Concilio de Arlés (314), un año después de la paz constantiniana, amenaza con excomunión a los soldados desertores, «pues el Estado ya no es perseguidor». He aquí un caso deslumbrante de clericalismo: la Iglesia se «homologa» al Estado y distingue ya entre matanz4 «mala» (la de los amigos del Estado-Iglesia) y «buerta» (la de los correspondientes enemigos).
Aplicando el caso al campo de la enseñanza, mucho me temo que la actitud de cierto clero (ya que habemos muchos que no pensamos así, para mantenernos fieles al Evangelio) sea precisamente eso: una actitud... clerical. O sea: que se tema perder influencia en un ámbito muy importante para los futuros proyectos políticos del país. Pues nadie duda que los grandes partidos llamados «católicos» se han gestado en centros docentes totalmente controlados por el clero; y que, después de actuar en la vida pública, los «antiguos alumnos» se han dejado teledirigir por aquel clero que los «formó» en orden a la ocupación de los mejores puestos de la sociedad. Recientemente, las «democracias cristianas» son un ejemplo palpable de ello.
Ahora bien, ¿qué se ha sacado de todo esto? Yo, como soy anticlerical, no me dedico a medir los bienes o males técnicamente políticos que este tipo de «partidos católicos» haya producido. Lo que sí sé es la facilidad con que este tipo de «clericalismo» ha ido produciendo agnósticos y ateos, nacidos precisamente del resentimiento de su captura edípica en las escuelas católicas (?).
Mis largos años de estancia en Italia me han hecho ver con amargura los restos del naufragio, producido por la actitud inmoral de un grupo político que se atrevía a apellidarse «cristiarto». Y si ahora soy más anticlerical es por haber observado los estragos en la fe cristiana que una «excesiva influencia del clero en la política» ha hecho en el vecino país mediterráneo.
P. D-Redactado y enviado a EL PAIS este artículo, leo el que suscribe Fernando Savater en el número del día 21 de los corrientes, sobre un tema parecido, pero con un enfoque diametralmente opuesto. En primer lugar, siento mucho que un amigo, como Fernando Savater, que otras veces ha puesto el dedo en la llaga como buen libertario, ahora se deje llevar de una especie de resentimiento nada adulto y renuncie a hacer un análisis serio del problema que propone, de manera tan desenfadada. Pero quizá ello pudiera tener un aspecto positivo; a saber: demostrar con un hecho -esta vez, triste y desesperanzador- mi tesis de que el «clericalismo», sobre todo en el ámbito de la educación, puede traer efectos funestos para el futuro de una evangelización libre en nuestro país. El evangelio jamás fue impuesto por Jesús; solamente fue expuesto: su símbolo fue la semilla que se esparce a voleo, y es recibida según la «libertad» de aceptación de cada destinatario. Yo retaría amigablemente a Fernando Savater a investigar en la para-historia una cantidad de fenómenos bastante numerosos, que no coinciden con la simplificación, absolutamente anticientífica, que hace en su artículo sobrevolando desde la estratosfera por una superficie tan extensa y tan policroma como es ese colectivo llamado cristianismo o, incluso, si prefiere, catolicismo.
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