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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El paraguas inútil

Hace apenas un año era incierto predecir la victoria nicaragüense contra la dictadura de Anastalio Somoza. Una vez producida, no fue difícil anunciar el «efecto de dominó» que ese acontecimiento ocasionarla en Centroamérica, y apuntar a El Salvador como el siguiente foco crítico y a los regímenes de Guatemala y Honduras como próximas fichas a caer.El Salvador ha sido, efectivamente, el segundo país convulsionado. Pero ya aparece con claridad que esas insurgencias no son fenómenos nacionales aislados, sino parte de un movimiento general de democratización política y cambio social, inducido por motivos básicamente iguales y donde cada país es sólo una etapa del mismo proceso. De tal manera que podría hablarse con propiedad de una revolución centroamericana, especie de revancha histórica contra la balcanización, ejercida por los colonizadores, y el expansionismo estadounidense, de una región naturalmente homogénea.

Si en verdad hay en marcha una revolución centroamericana, ésta ha estallado contra Estados Unidos, porque apunta al centro de las relaciones de poder mantenidas hasta ahora entre ese país y la región. La gente de la calle, o los campesinos, mueren hoy en El Salvador y Guatemala, como murieron en Nicaragua, no sólo para, librarse de un dictador y de los represores militares, sino de los dueños, por delegación, de " una economía arcaica e inicua, sólo sustentable en la opresión y donde las inversiones extranjeras ocupan un sitio privilegiado.

Las sucesivas crisis nacionales surgidas en Centroamérica deberían ser examinadas con ese sentido totalizador, porque entre sus varios rasgos comunes poseen un «enemigo principal», Estados Unidos, que determina a la vez comunes estrategias y objetivos de cambio. Ello descarta la posibilidad de que cualquier tipo de pacificación o solución del conflicto regional pueda fundarse duraderamente en el statu quo o en un regreso a las condiciones previas. Una nueva forma de la presencia europea en Centroamérica -de la que se habla cada vez con más frecuencia como «tercer interlocutor» o «factor de estabilización » sólo es concebible si actúa a favor del proceso de un cambio real, sin involucrarse en ciertos proyectos «estabilizadores» norteamericanos, que no parecen ser sino una prolongación, con otra cara, de los viejos designios. Ninguna estabilización sería posible en el área si antes no se admitiera la democratización en profundidad dé sus sociedades, que elimine las oligarquías feudales y las castas militares, pero, sobre todo, que desaloje de los centros vitales de decisión económica a la tradicional hegemonía norteamericana.

Estas verdades modernas, y elementales, que los obispos de San Salvador predican todos los domingos desde el púlpito y han sido adoptadas hasta por la burguesía de Nicaragua, siguen sin ser entendidas en Estados Unidos. Son rechazadas, en primer término, por los propios hombres de negocios.

El industrial textil William Boorstein, secuestrado durante unos días por la guerrilla, dice de los obreros salvadoreños, al llegar a Filadelfia: «Cada día planteaban más exigencias, incluso aumentos de salarios, participación en los beneficios y otros incentivos laborales.» Pero hasta en los medios que se precian, de liberales y comprensivos de los procesos revolucionarios del Tercer Mundo, afloran los fantasmas del Destino Manifiesto que Estados Unidos se atribuyó en el siglo XIX. En febrero último, escribe un editorialista del Washington Post: «Si la mira de la política norteamericana en El Salvador es gobernar (to steer) una revolución en proceso, en Nicaragua se trata de guiar a una que ya ha ocurrido.»

Boorstein, infortunado apóstol de la plusvalía, y el editorialista del Post proporcionan las dos caras de una misma política equivocada. El progreso y el sentido común excluyen que los empresarios modernos se escandalicen ante los aumentos de salarios, o que las revoluciones hechas contra la hegemonía norteamericana se dejen guiar por Estados Unidos.

Una clara tendencia del proceso centroamericano es la aceleración de los resultados y el acortamiento de los, plazos. Las etapas crecen así cualitativamente. La tentación providencialista de Estados Unidos y el ensayo de métodos de contención a partir de la sorpresa de Nicaragua contribuyen a logros más rápidos. En Nicaragua fue necesaria una larga y terrible guerra civil para el derrocamiento de Somoza, pero en El Salvador la caída del general Carlos Romero, en octubre, ocurre antes de que las escaramuzas guerrilleras y los disturbios urbanos se hayan concretado en el enfrantamiento militar total. Las grandes medidas económicas se adoptaron en Nicaragua después de la toma del poder, pero el régimen de El Salvador las admite (al menos formalmente) a medio camino entre la dictadura ya abatida y el Gobierno popular aún no conquistado. Hasta las últimas semanas de su guerra, el Ejército somocista mantuvo una determinada coherencia, que era unánime en la defensa del dictador, en la ejecución de la, banca son igualmente su identificación indudable con la sociedad oligárquica, pero los militares salvadoreños están ya divididos, sobre todo en métodos para sobrevivir en cuanto a grupo.

A primera vista, esos hechos aparecen como acordados por Estados Unidos: Romero cae luego de una conspiración abiertamente organizada por los servicios norteamericanos, que proporcionan también la Junta de «militares progresistas» y el concurso del Partido Demócrata Cristiano. La reforma agraria y la nacionalización de la banca son igualmente forzadas por advertencias de la Casa Blanca, como precio de los prometidos 55 millones de dólares para tonificar las finanzas gubernamentales.

Esta es la forma en que Washington cree posible «gobernar», o timonear, a las nuevas revoluciones centroamericanas. Pero esas medidas no han sido inventadas por Estados Unidos, sino que existían ya en el programa del movimiento de liberación; no son dones graciosos, sino concesiones ineludibles, y también insuficientes.

Destinar cinco millones de la ayuda global a equipos militares; introducir en El Salvador 35 asesores militares en contrainsurgencia; establecer una reforma agraria donde el campesino no ve cumplida su aspiración de la parcela propia, sino que los latifundios se transforman en cooperativas de producción a cuyos dirigentes designa el Gobierno: he aquí una forma ambigua del cambio social que no será aceptada seguramente por las masas salvadoreñas, desde que las medidas no pueden ser controladas por un Gobierno realmente representativo.

La contradicción entre la polítiea estadounidense para El Salvador y los objetivos del movimiento popular permanece así intacta. Desde la implantación de la reforma agraria y la nacionalización de la banca (que ha olvidado, significativamente, la medida complementaria de nacionalización del comercio exterior, prometida por la Junta el 11 de febrero), la represión ha acumulado más de tresdentos muertos en dos semanas.

La fórmula binaria de reforma y represión, aparte de ser un error político, exacerbará sin duda la tragedia de El Salvador, encaminado ya irremisiblemente hacia la guerra civil.

En términos de meteorología -si los politólogos permitieran la irreverencia- podría decirse que la revolución cubana sorprendió a Estados Unidos sin paraguas, y la nicaragüense, con el paraguas a medio abrir, mientras la tormenta decisiva qué presagia El Salvador ha tomado a Washington con un paraguas agujereado. Ese trebejo inservible podría simbolizar una política que se empeña en abolir los dictámenes de la realidad.

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