El maniqueísmo del exilio
LA LLEGADA a España de cubanos refugiados procedentes del episodio de la Embajada de Perú en La Habana ha provocado algunos movimientos de protesta. Puede tener sedimentos de la arcaica xenofobia española, que no perdona ni a los turistas con divisas fuertes; también de un egoísmo que suele alegar que hay muchos españoles en paro y en la indigencia como para que carguemos con el exilio cubano: la realidad es que quinientos asilados, según el cupo admitido, no alteran en nada la situación social interior.La más sorprendente y significativa de las protestas es la expresada por el secretario general del Partido Comunista español, Santiago Carrillo, en un artículo publicado en Mundo Obrero. Sorprendente en una persona que ha pasado una gran parte de su vida en el exilio, como muchos de sus compañeros de partido y de derrota republicana y que debería considerar el principio de refugiado como fundamental; pero sorprendente también por una postura política en la que abraza enteramente las tesis castristas sobre esta aventura, lo que parece estar en contradicción con sus abundantes declaraciones de rechazo a las dictaduras y hasta con su ausencia de la cumbre comunista de París. Pero esa es otra cuestión, como es otra cuestión también la discusión sobre la validez de la revolución cubana, su desarrollo, sus avatares y los desafios a que está sometida. Importa, sobre todo, que la opinión de Santiago Carrillo, por ser quien es, y la de quienes emiten juicios contrarios a la admisión de exiliados pueda tener unas consecuencias negativas sobre lo que debe ser considerado un principio fundamental de carácter humanitario: el estatuto del refugiado político y la apertura de los que huyen de un régimen que les es adverso. Se ha sustentado aquí en más de una ocasión la defensa de otros exilios, como el de los argentinos que huyen de Videla, o los chilenos que pueden escapar de Pinochet, o los uruguayos, o cualquier otra nacionalidad amenazada. Se ha defendido su derecho al trabajo, al reconocimiento por parte de las autoridades, a la supresión de las amenazas de expulsión que se hace pesar sobre ellos. Se ha exaltado ncluso su aportación cultural o técnica en algunos aspectos.
No se ve razón ninguna para que a ese principio se le apliquen diferencias en razón del régimen o de la forma de persecución de la que huyen los asilados en España. Ni a los cubanos ni a los laosianos, camboyanos o vietnamitas que han sido ya acogidos, en contingentes también muy pequeños. La acusación a priori de que pertenecen a un lumpen -palabra de la que se abusa en Cuba para describir a los marginados de la revolución, con características de delincuencia civil- no tiene más valor que la que atribuía, desde el punto de vista opuesto, semillas de terrorismo a los huidos de los regímenes fascistas o parafascistas. Lo que debe importar ahora es el comportamiento de estos asilados dentro mismo de nuestra patria; comportamiento que indudablemente dependerá en gran parte de la forma en que se facilite su inserción social o de la forma en que nuestra sociedad les admita o les rechace. Como resulta ingenuo considerarles en bloque «buenos» o «malos», según la simpatía o la antipatía que produzcan en sus enemigos políticos.
Quinientos cubanos no alteran nuestra economía, el mercado de trabajo o las tensiones políticas españolas. Acogerles como se está haciendo con los de otras nacionalidades o de otras dictaduras -y aprovechemos para insistir una vez más en la necesidad de dar a éstos todas las facilidades posibles- es apenas una devolución de visita de lo que fue el gran exilio español de 1939; y de las grandes oleadas de exiliados que viene produciendo España, por lo menos desde la expulsión de judíos y moriscos, sin apenas interrupción, como consecuencia de unas situaciones políticas de desgraciada intolerancia que desearíamos ver, para siempre, barridas del mundo. Es algo que nos debe hacer muy sensibles a este gran principio, y defenderlo por encima de todo. Incluso por encima de nuestras simpatías.
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