Los diez primeros magistrados constitucionales, fruto del consenso UCD-PSOE
Tras la superación, en el Senado, de las dificultades surgidas en la Cámara baja con la ley orgánica de] Tribunal Constitucional, los dos grandes partidos dedicaron las semanas finales de 1979 y las iniciales de 1980 a trazar, primero, la imagen-robot de prestigio e independencia de los miembros del alto Tribunal y a negociar, después, sobre nombres y apellidos concretos. Desde el principio quedaron excluidos de la negociación los dos magistrados que corresponde proponer al Consejo General del Poder Judicial. En cambio, tanto los oclio de propuesta parlamentaria -cuatro por cada Cámara, a elegir por mayoría de tres quintos- como los dos gubernamentales se incluyeron en un solo bloque para la negociación global de los diez magistrados.El 25 de enero, el Gobierno propuso al Rey los nombres del magistrado del Tribunal Supremo Jerónimo Arozamena -Procesalista y administrativista que ha resultado elegido vicepresidente del Tribunal- y del catedrático de Derecho administrativo Rafael Gómez Ferrer. Cinco días después, el Congreso de los Diputados proponía otros cuatro profesores universitarios: el internacionalista Manuel Díez de Velasco, el mercantilista Aurelio Menéndez, el constitucionalista Francisco Rubio Llorente y el foralista Francisco Tomás y Valiente. Ese mismo día, el Senado proponía, a su vez, al Rey a la hacendista Gloria Begué, el civilista Luis Díez Picazo, el constitucionalista Manuel García Pelayo -elegido presidente por los restantes magistrádos- y el romanista Angel Latorre.
La negociación "política"
Detrás quedaban varios meses de negociaciones que redujeron las iniciales listas centrista y socialista y terminaron acoplando a lo! mutuos planteamientos los diez candidatos al Tribunal Constitucional. Tras sucesivos intentos por colocar a personalidades afines políticamente -dentro siempre de la cualificación legal y lógica de elegir «juristas de reconocida competencia»-, la negociación cristalizó en la propuesta de cinco candidatos propugnados por el Gobierno -Aurelio Menéndez, Jerónimo Arozamena, Rafael Gómez Ferrer, Gloria Begué y Luis Díez Picazo-; tres por los socialistas -Manuel Díez de Velasco, Angel Latorre y Francisco Tomás y Valiente-, y otros dos que, aunque de iniciativa centrista, contaban con los máximos beneplácitos de ambas partes negociadoras: Manuel García Pelayo y Francisco Rubio Llorente.
Este último conocía como nadie los entresijos de la Constitución y la voluntad de las fuerzas políticas que participaron en su elaboración. No en vano asistió, durante meses, como letrado de las Cortes, a las largas sesiones a puerta cerrada de los siete diputados ponentes constitucionales. A su cualificación, además, como jurista, unía su antigua vinculación con el sindicato socialista de la enseñanza y su moderno cargo de director del Centro de Estudios Constituciona les, dependente del ministro negociador, José Pedro Pérez-Llorca. El otro hombre de fácil consenso, Manuel García Pelayo, aportaba una especial credibilidad en la voluntad política renovadora de la Constitución, a través del órgano configurado como supremo intérprete de la misma. Profesor y combatiente republicano, voluntariamente exiliado durante el franquismo, no existieron dudas, para la oposición ni para el Gobierno, de la falta de apego de García Pelayo a la situación anterior. Ciertas reticencias hacia el proceso de elaboración de la Constitución y el resultado final de determinados textos fueron salvadas por los negociadores centristas y socialistas teniendo en cuenta la visión estatal que García Pelayo aportaba para uno de los más complicados problemas constitucionales: la construcción de las autonomías. El refuerzo doctrinal del profesor Garcia Pelayo viene a consolidar el cuidadoso propósito por evitar introducir en el seno del Tribunal Constitucional personas que pudieran avalar interpretaciones centrífugas del proceso autonómico.
La ausencia entre los diez primeros miembros del Tribunal Constitucional de ningún candidato que mantenga concepciones nacionalistas ofrece garantías a los dos primeros partidos de ámbito estatal sobre un desarrollo autonómico coherente con el enfoque político de los principales protagonistas de la Constitución. Desde perspectivas nacionalistas o simplemente ajenas a los negociadores, se estima que la falta de visiones profundamente autonomistas en el seno del Tribunal puede favorecer interpretaciones excesivamente centrípetas de los conflictos autonómicos.
La criba negociadora hasta llegar a los diez nombres definitivos fue un modelo de pacto político, cuyo talón de Aquiles reside precisamente en que no se amplió el consenso a otras fuerzas parlamentarias coprotagonistas del proceso constitucional, ni siquiera a los comunistas. Por lo demás, socialistas y centristas mostraron gran comprensión para los candidatos respectivos. Pérez-Llorca no tuvo Inconveniente en aceptar a Angel Latorre, veterano oponente al franquismo; Peces-Barba no vetó al ex ministro de Suárez, Aurelio Menéndez, de quien destacó más tarde su actividad positiva como ministro de Educación, que incorporó a la universidad profesores exiliados y de talante liberal y que, dijo, «merece todos nuestros respetos personales».
La "batalla" por la presidencia
Tan aceptable era para los socialistas la candidatura de Aurelio Menéndez como magistrado que estuvieron conformes con que en su día fuera el presidente del Tribunal Constitucional. Esto se producía después de que el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, vetara a Antonio Henández Gil, presidente de las Cortes constituyentes y candidato indiscutido durante varios meses, y antes de que los magistrados, haciendo uso de su independencia y valorando la conveniencia de no dividir en dos bloques al tribunal, optaron por dar su voto unánime a García Pelayo, quien había acreditado sus cualidades para el cargo durante las reuniones previas celebradas por los miembros del tribunal y dirigidas por él como presidente de edad.
El decaimiento de la candidatura de Hernández Gil ofrece aspectos paradójicos, por tratarse, en una negociación en la que se buscaba el consenso, de un hombre sobre el que confluía el acuerdo de las principales fuerzas parlamentarias. Pérez-Llorca y Peces-Barba lo estimaron durante mucho tiempo seguro presidente, y también los comunistas estaban de acuerdo con la candidatura, al tiempo que, por Coalición Democrática, Manuel Fraga aceptaba con entusiasmo a Hernández Gil. Sólo Adolfo Suárez y alguno de sus más próximos colaboradores desconfiaban de un hombre capaz de suscitar tan rara unanimidad y que se había mostrado difícilmente manejable durante el proceso constituyente. La línea directa de Hernández Gil con la Zarzuela tampoco fue elemento favorable para que Suárez mantuviera al candidato.
Uno de los hombres más sorprendidos por el veto centrista a Hernández Gil fue el número dos del PSOE, Alfonso Guerra, a quien se atribuye la siguiente frase, hasta ahora inédita: «Para mí, la figura que simboliza la justicia, con la balanza y la espada entre las manos, me recuerda siempre a Antonio Hernández Gil». La clave del veto suarecista se encuentra, según fuentes centristas, en la fuerte vinculación de Hernández Gil con el actual presidente del Congreso de los Diputados y uno de los hombres-alternativa dentro de UCD, Landelino Lavilla. La etapa en que éste último fue ministro de Justicia estrechó una intensa relación con Antonio Hernández Gil, presidente de la Comisión General de Codificación, que preparó muchos de los proyectos de ley de la reforma jurídica, todavía en marcha. Adolfo Suárez se ha preocupado por buscar colocación institucional a Hernández Gil, a quien preconiza como presidente del Consejo de Estado.
El hallazgo de Aurelio Menéndez para la presidencia del Tribunal Constitucional fue considerado un éxito por el entorno de la Moncloa. Ilustre jurista, que tuvo como padrinos para ocupar el cargo de ministro de Educación en el primer Gobierno Suárez nada menos que a Eduardo García de Enterría y a Torcuato Fernández-Miranda, su vuelta a la actividad pública no fue fácil. Hubo que convencerle con apelaciones a la importancia de la presidencia del alto tribunal y a la trascendencia jurídica y política de su función. Hoy, Aurelio Menéndez se suma a la larga lista de personas a quienes Adolfo Suárez prometió un cargo que no quiso, no pudo o no supo darles... El sentimiento de defraudado inclinó a Aurelio Menéndez, en un primer momento, a dimitir como magistrado. Intervino la propia Zarzuela para evitar un efecto tan desfavorable para el nonnato tribunal. El presidente electo, Manuel Carcía Pelayo, agradeció el mismo día de su elección la actitud de Aurelio Menéndez, cuyas cualidades elogió.
El consenso del tribunal
La elección de Manuel García Pelayo es el primer resultado positivo del Tribunal Constitucional. La unanimidad que ha sido capaz de concitar entre magistrados con diversos apoyos parlamentarios es garantía de un funcionamiento coherente del alto órgano constitucional. La elección de García Pelayo rompe un consenso político, pero abre paso a un consenso interno sobre la persona del presidente, que puede ser más útil para los trabajos del tribunal y, en definitiva, para la interpretación de la Constitución. Que en los planes del Gobierno no figuraba esta elección se demuestra aunque sea sólo porque en su proyecto de ley inicial figuraba entre las causas de cese de los magistrados el cumplir la edad de setenta años, ya superada por García Pelayo.
Un elemento positivo añadido a la elección de Manuel García Pelayo se deriva de su vieja condición republicana. Cuando en determinados sectores de las Fuerzas Armadas y desde las formaciones políticas de la ultraderecha se están haciendo aspavientos ante la presentación en el Parlamento de una proposición de ley para que se aplique la amnistía de 1977 a los militares republicanos, el Rey da un paso al frente y nombra, en cumplimiento de la función que la Constitución le asigna, a un oficial del Ejército republicano como presidente del alto tribunal que habrá de contribuir a la estabilidad del régimen democrático constitucional. El Tribunal Constitucional nace así, desde su cúspide, bajo el signo de la reconciliación.
Situación de ministros "inamovibles"
Una de las dificultades iniciales para encontrar personas prestigiosas jurídicamente dispuestas a formar parte del Tribunal Constitucional figuraba en la propia ley orgánica, que establece un cuadro muy duro de incompatibilidades. Impide al magistrado constitucional ejercer cualquier otro cargo político, administrativo, judicial o fiscal; el desempeño de funciones directivas en partidos, sindicatos, asociaciones, fundaciones y colegios profesionales, y, sobre todo, «el desempeño de actividades profesionales o mercantiles».
Para compensar económica y profesionalmente a los magistrados, se les ha dotado de una situación personal similar a la de ministro -con la diferencia de su inamovilidad durante nueve años, salvo la renovación de la tercera parte cada tres años-, con emolumentos de unas 250.000 pesetas mensuales, coche oficial y medidas de seguridad prácticamente idénticas.
Por lo demás, las primeras medidas instrumentales y de personal ya están en marcha para el funcionamiento del tribunal, que, sin embargo, hasta el día 15 de julio no podrá comenzar a admitir recursos. El presupuesto para 1980 es de 208.600.000 pesetas. En lo sucesivo, el propio tribunal elaborará su presupuesto, que fiaurará en los generales del Estado.
Inicialmente, el Tribunal Constitucional contará con dieciséis letrados y tres secretarios de justicia. En la cúspide de la organización burocrática del tribunai figura el secretario general, que será elegido por el pleno del alto órgano constitucional. Interinamente ocupa este puesto el magistrado Angel Rodríguez.
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