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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La crisis de los partidos

En los últimos meses ha comenzado a plantearse en España un tema que no es nuevo en la ciencia política, y que preocupa a los demócratas responsables: la crisis de los partidos. No faltan voces, entre nosotros, que advierten cómo el posible distanciamiento de éstos ante la realidad social, las deficencias del sistema electoral y los síntomas de desvitalización interna de los partidos pueden llegar a convertirse en un factor de incertidumbre sobre la consolidación de nuestra bisoña democracia. La inquietud se explica porque es una verdad política elemental que la estabilidad de un sistema pluralista guarda estrecha relación con el arraigo institucional y social de su sistema de partidos y con la capacidad de éstos para sumir y representar ideales e intereses. La historia de España ofrece no pocos ejemplos de cómo la ausencia de partidos nacionales responsables, representativos y estables, frecuentemente sustituidos por meras plataformas personales y coyunturales, coadyuvó a la crisis de experiencias constitucionales.Nuestro sistema

Conviene analizar el fenómeno con rigor y realismo. Nuestro sistema de partidos ha ido evolucionando, desde la ya olvidada «sopa de letras» del 15 de junio de 1977, hacia un modelo basado en dos grandes partidos nacionales, con modelos democráticos alternativos y orientados ambos hacia la moderación y el reformismo de distinto signo. Hemos eludido los riesgos de atomización política, la dialéctica de radicalización de los polos enfrentados y el mal ejemplo italiano de la falta de alternativa, para seguir un proceso de bipolarización, aunque imperfecta, de signo centrípeta y moderado. Ha sido un proceso positivo, al que han contribuido la propia existencia de UCD -imprescindible para la realización del cambio y necesaria para la estabilidad del modelo- y la evolución inconclusa del socialismo desde el dogmatismo marxista a la aceptación, ya realizada por la socialdemocracia europea, del marco interclasista y liberal de la democracia burguesa. Primero fue el centrismo, liberal e interclasista, el que realizó la hazaña de encauzar hacia la democracia y las reformas a amplios sectores sociológicamente conservadores. Después, el socialismo, guiado por la experiencia alemana, emprendió una estrategia basada en el principio de que hay que abandonar el clasismo de partido proletario (u obrero) como único medio de lograr los votos suficientes para alcanzar el poder.

Ante el cuadro descrito, someramente se manifiesta, en primer lugar, el impacto que el desarrollo del Estado autonómico puede producir sobre el sistema de partidos en su conjunto y sobre la organización interna y la estructura geográfica de los partidos de ámbito estatal. Por una parte, estos tendrán que encontrar un equilibrio entre la necesaria regionalización de su organización, en un país de estructura territorial cuasi federal, y la indeseable conversión en un rompecabezas de subpartidos regionales coincidentes en el modelo ideológico, pero insolidarios en el Estado. También por esa vía, España resultaría ingobernable. Por otro lado, un eventual desarrollo de las opciones partidarias nacionalistas plantearía la amenaza de centrifugación territorial no ideológica y consiguiente desestabilización del actual modelo de partidos. El riesgo existe, pero ni debe ser dramatizado por quienes se oponen a una colaboración duradera entre la burguesía central y la periférica ni es inevitable, sobre todo si consolida el modelo de organización territorial satisfactorio.

Las alternativas radicales

En segundo lugar, la positiva evoución del sistema de partidos antes enunciada se hallaría amenazada por los vacíos y huecos que su implantación pudiera producir en el espectro sociológico electoral y por las dificultades de los dos grandes partidos para cubrir sendos amplios espacios electorales sin dejar hueco intermedio y sin que surjan opciones alternativas a derecha e izquierda. Mucho dará que hablar el tema, que últimamente se plantea con la hipótesis de opciones radicales -ambas con función crítica-, que responden a dos supuestos diferenciables: el del partido radical como espacio intermedio entre UCD y PSOE, y el del radicalismo como réplica de izquierda de quienes estiman que se ha producido una derechización del PSOE y del PCE. No parece, sin embargo, que con el sistema electoral vigente, con los datos que proporciona la sociología política y con un electorado que permanece fiel a la moderación, pese a la crisis económica, el sistema de partidos actual corra grandes posibilidades de alteración del espectro por este motivo. La competencia entre UCD y el PSOE por el electorado fronterizo es demasiado clara y constante como para que un tercero en discordia pueda desafiar con éxito a los dos grandes partidos de tendencia hegemónica.

Mientras a la derecha de UCD la opción democrática existente sigue sin remontar, por múltiples razones, su nivel electoral, minoritario, y la ultraderecha española cabe, en definitiva, en una gran plaza madrileña, el caso del radicalismo de izquierda es diferente y más consistente, hasta el punto de que un libro colectivo reciente enfoca la crisis de los partidos desde la perspectiva de la crisis de la izquierda. Lo hace así no sólo porque la izquierda es más propensa a analizar ideológicamente estas sítuaciones, sino porque la trayectoria de moderación de la izquierda tradicional y la ausencia de claras respuestas -fenómeno europeo, no sólo español- facilitan cierta identificación entre ambas crisis. Sin embargo, tampoco parece probable que surja una alternativa electoralmente apreciable -y, por tanto, políticamente eficaz para existir y crecer- de los sectores a la izquierda del PCE, que entraron en crisis a partir del 15-J, y del heterogéneo movimiento de sentimientos y reivindicaciones radicales difícilmente articulables en un partido organizado. En cuanto a otra hipótesis de dislocamiento del espectró político, la ruptura de UCD, baste decir que la experiencia de estos tres años debería desanimar cualquier voluntarismo ilusorio en este sentido.

En las crisis de los sistemas de partidos hay un tercer ángulo menos clamoroso y, sin embargo, más preocupante, a mi juicio, por sus profundos efectos a largo plazo. No estamos aquí ante impulsos de modificación sustancial en el espectro, sino ante defectos y carencias dentro de los partidos y en la relación de éstos con la realidad social. Ciertamente hay que estar alertas ante quienes pretenden presentar los errores y faltas circunstanciales de los partidos como crisis existenciales del sistema mismo de partidos, pero tampoco puede olvidarse que la consolidación de la democracia requiere, por parte de todos los responsables políticos, una cierta autocrítica en busca de decisiones que mejoren la comunicación partidos-sociedad y revitalicen sus estructuras internas. Debe analizarse también la parte de responsabilidad que cierta introversión del sistema y de los partidos tienen en ese fenómeno que -aunque amplificado por los rasgos impresionistas y emocionales de nuestra vida política- existe con el nombre convencional de desencanto.

Otro modelo

Estamos ante un fenómeno que no es privativo de España. Hace poco escribía Michel Rocard: «Es preciso encontrar otro modelo de partido. Las formas tradicionales del compromiso dejan fríos a los jóvenes, a las mujeres e incluso a los militantes más aguerridos, desanimados por la incapacidad de su partido para hacerse cargo de las preocupaciones nuevas y hacer frente a la realidad del ejercicio del poder». Tampoco es imputable en exclusiva a la clase política, pues más allá del cacareado y relativo divorcio entre ésta y la sociedad y la atonía actual de la creación artística e intelectual, el descenso del arraigo social de los sindicatos, la falta de credibilidad de los medios de comunicación, el escaso dinamismo de los grupos sociales, son síntomas, entre otros, de que no sólo faltan los agentes políticos mediadores entre la socieda y el Estado -los partidos políticos-, sino también las instituciones -sindicatos, grupos y asociaciones de todo tipo- que articulan la relación entre el individuo y la sociedad.

Regeneración

Hay que que huir de los errores que producen abstención, escapismo, voto-castigo y opciones derechazo global. Hay que hacer de los partidos -pilares de la democracia representativa- instrumentos de acción política y canales de participación permanentes y organizados, modelo este bien diferente al de los simples aparatos tecnocráticos y maquinarias electorales, inadecuados a un país como el nuestro, donde los agentes del poder -Gobierno y oposiciones- no son simplemente gestores de soluciones alternativas a problemas ordinarios, sino propiciadores de modelos diferentes para una sociedad en rápida y profunda transformación. Hay que evitar caer en una sociedad insolidaria donde el ciudadano se sienta aislado, desconcertado, sin un proyecto colectivo en el que insertarse ni unas metas ilusionantes que compensen los sacrificios a que obligan los desaflos de la sociedad contemporánea.

Concebir los partidos -instituciones con ideología, programa y organización, como enseñaba Giménez Fernández- con menos recursos de conquista del poder es confundir el instrumento con la función. Identificar la democracia con un hecho electoral cuatrienal es confundir un sistema de valores permanentes con el procedimiento de legitimación de sus representantes. Cuando se habla de crisis de un determinado sistema, generalmente es porque los partidos son víctimas de alguna enfermedad: burocratismo, incomunicación, centralismo, ausencia de democracia interna, falta de debate ideológico...

Plantear y resolver todos estos problemas desde nuestra perspectiva democrática es una exigencia de la consolidación y arraigo del sistema de libertades. Para ello es necesario que la clase política asuma cada vez más el liderazgo de sectores sociales y hasta la función pedagógica que requiere un pueblo con más instinto y sentido común que experiencia política democrática. Es preciso acercar la política a la calle haciendo el debate reaccional y asequible. Es necesario superar definitivamente el movimiento pendular entre el Scilla y el Caribdis de la democracia espáñola: el pasteleo y la insolidaridad, el consenso absoluto y la agudización artificial de las diferencias. Tras la hazaña y la crisis puede surgir la esperanza. La sociedad permanece viva, y dentro de los partidos actuales existen dirigentes conscientes y grupos de base capaces de crear impulsos de regeneración interna.

Guillermo Medina es periodista y diputado de UCD por Sevilla.

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