En torno a un concierto de "jazz"
Es raro que los cantantes prolonguen su vida activa hasta la cercanía de los sesenta, y más raro pasados éstos. Cuando la prolongación es artificial da tristeza aplicar, acomodar, el famoso título de Miguel Hernández: «Quién te ha oído y quién te oye, ¡oh, sombra de lo que eras! ». Nada tan doloroso como esta suma: cara con mucha máscara, aplausos de compasión, crítica con nostalgias y recovecos de disculpa. No ocurre esto con Ella Fitzgerald: sesenta y tres años no disimulados, grandes gafas para casi ceguera., máxima dignidad en el gesto y en el vestido, cualidades vocales todavía extraordinarias. Le lleva la contraria a Sartre cuando decía en su célebre ensayo sobre el jazz: «Hay fiesta nacional cuando el público nos impone un silencio riguroso durante la primera mitad de la manifestación y se pone a gritar y a alborotar en la segunda parte. He aprendido en Nueva York que el jazz era una fiesta nacional». Pues no: en ese concierto, en todos los suyos de los últimos años, hay desde el principio hasta el final silencio y aclamación, un cierto orden, un grato no sé qué de respeto, de reconocimiento de jerarquía desde un público con mucho joven, muchos músicos y muchas caras conocidas de los conciertos sinfónicos.Debe señalar, una vez más, esta revitalización del buen jazz, debida a la creciente ampliación de un público especialmente selecto. Es un equilibrio, «un esplendor límite», si usamos la famosa definición de Paul Valéry: algo más en el grito, y tendríamos el público de los cantantes de moda; algo menos, más silencio, y sería el público de los conciertos sinfónicos. Este equilibrio viene de una muy significativa tensión: por una parte, la Fitzgerald ejercita la nostalgia del viejo blues, insiste en Gershwin, canta incluso alguna de las canciones italianas de los años cincuenta; por otra, apoyada en una increíkile agilidad vocal, con el marco -de unos instrumentistas excepcionales -nostalgia del antiguo dáo con Armstrong-, improvisa de tal manera que la sorpresa mantiene en vilo al auditorio y, sobre todo, a esa minoría que aplaude y aclama en el rnomento preciso, y ese aplauso es, como en el «ole» del flamenco puro, no interrupción, sino diálogo.
Ni presumo ni puedo presumir
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En tomo a un concierto de "jazz"
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de especialista del jazz. doctores tiene ese mundo, doctores con libro, con enciclopedia, con ensayos de altura. Sí, en cambio, puedo analizar ciertos contrastes, ciertos polos de atracción. Tira, de un lado, el sentimentalismo hasta el empacho de ciertos cantantes de moda; hay, de otra parte, la falta de comunicación, el enredo en el experimentalismo de buena parte de la música actual de concierto, concierto con público de sólo amigos. En el medio, lo que se trasluce en el concierto que comento, en la gozosa variedad de su público: el ansia de puentes de comprensión. La música de Erik Satie, tan actual hoy, tan querida por el público del buen jazz, nada tiene de sentimentaloide, pero aparece tan ligada a la vida y al soñar, a la calle y a la casa, a la profundidad de lo sencillo, que sus discos pueden estar en el departamento de lo sinfónico y en el de música ligera. Los grupos exaltados, pero no energuménicos, que van de la astrología a la magia, los que quieren a toda costa volar por encima del asco cotidiano, reclaman Scriabin y Mahler y van a redescubrir, ya lo creo, ciertas músicas de Bartok.
Ansia de comunicación: no en vano sirve de puente la música religiosa, por muy de encargo que sea; éstos abundan, y es un síntoma. Lo acabamos de palpar aquí, en nuestra casa, en el espléndido concierto de José Ramón Encinar con el grupo Koan; éxito singular de público y de crítica lo han tenido las obras de Martín Lladó y de José Luis Turina, obras compuestas por encargo de Radio Nacional -gracias sean dadas- para la pasada Semana Santa.
Sí, ansia de comunicación, pero con dignidad. En las transmisiones y reportajes de la campaña electoral de Estados Unidos he podido sufrir la fácil comunicatividad de las canciones a gritos, muy a tono con la nostalgia de las películas del Oeste: apenas si de cuando en cuando asomaba lo del polo opuesto. Lo de Ella Fitzgerald es distinto: su grito es una como cima de la aclamación y sus nostalgias -«el jazz es memoria vivísima», dice Boris Vian- eran las de todos los paraísos perdidos, asesinados, por la sociedad de consumo. Es significativo este título del reportaje más largo y pormenorizado: «¿América ya no sueña más?».
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