Azaña y México
A la memoria del general Lázaro Cárdenas, presidente de México de 1934 a 1940.
Un gran testigo y protagonista de la Historia de España ha quedado ausente de las conmemoraciones azañistas de 1980 a pesar de merecer el máxime honor: México Reconocerlo es un deber moral ineludible y una corrección necesaria a la historiografía del centenario de Manuel Azaña.El hecho es que cuando Azaña muere, el 3 de noviembre de 1940, en Montauban, no le sirve de mortaja, como él había predicho en su famosa carta a Ossorio y Gallardo, la bandera de su fiel batallón presidencial, «terna de contemplación ascético-política», sino que acompaña su último viaje por la Tierra la bandera de México, a simbolizar doblemente la protección que el Gobierno de este país le dio en los últimos meses de su existencia y, andando el tiempo, la resurrección de su palabra viva a la que asistimos por modo espectacular a los cuarenta años de su muerte.
La Historia es bastante extraordinaria Ú se piensa que el destino de este coterráneo de Cervantes viene a cumplirse apotropeicamente en tierra de cátaros o puros, al amparo de un país lejano donde al tiempo que él moría volvían a encontrar vida y libertad miles de sus compatriotas de destierro y desventura.
Mas la bandera mexicana no fue sólo un símbolo; fue una protección efectiva contra una iniquidad mayor. Sabiéndolo gravísimo y amenazado de un posible secuestro por parte de los vencedores de la guerra civil española, el general Lázaro Cárdenas, presidente de la República mexicana, le ofreció asilo en la Legación de México en Vichy. El Gobierno de Pétain negó el permiso para el traslado. Entonces, el presidente Cárdenas ordenó a su Legación que se transfiriera a Montauban, dinde alojó en el Hotel du Midi al ex presidente enfermo y a su esposa.
Muerto él, la protección se extiende a su viuda, hasta su llegada a México, tras múltiples avatares, en junio de 1941, salvándose con ella para la posteridad la obra escrita de Manuel Azaña, que de este modo llega a la tierra donde un antiguo poeta nahuatl había escrito: «Nunca se perderá/nunca se olvidará,/lo que vinieron a ,hacer,/su renombre, su historia, su recuerdo ... ».
Desde este momento, se irá gestando en México el resurgimiento de su palabra viva, al calor de largos años de destierro, recibiendo su memoria, en cada aniversario, junto con el recuerdo de sus fieles correligionarios republicanos, el alto tributo de sus amigos mexicanos.
Lejos estaba Manuel Azaña de suponer en mil novecientos veintitantos, cuando frecuentaba en Madrid la compañía de Francisco A. de Icaza, Luis G. Urbina, Alfonso Reyes, Enrique González Martínez, Martín Luisa Guzmán y Jaime Torres Bodet, que un día, precisamente ellos u otros compatriotas como ellos, habrían de hacerle eco a su palabra en la «región más transparente del aire», reconociendo en ella las hondas raíces de la patria común que es el idioma. Y mientras Isidro Fabela o Alejandro Carrillo le rememoraban como estadista y paladín de la libertad, Alfonso Reyes se recreaba en su prosa encontrándole sabores de Quevedo y Gracián, al par que añoraba la depuradora crítica de La Pluma, su irrepetible revista de los años veinte. A ellos hay que añadir la serie de artículos que, en México primero y luego desde España, siempre en periódicos mexicanos, le dedica Antonio Espina, haciendo entroncar su figura con las de los prohombres de la Ilustración española en el sigloXVIII, o los que publica, al aparecer sus obras completas. Ermilo Abréu Gómez, escritor mexicano que nunca llegó a conocerle personalmente, cuyo análisis del estilo de Azaña es de los más lúcidos y penetrantes que se han escrito.
Rasgo común a la bibliografía mexicana sobre Azaña, desde el principio, es la altura de su visión, desprovista de miopes regateos a los que tardará en sustraerse incluso buena parte de la bibliografla española de izquierdas en torno al tema de Azaña.
Precisamente por esa míopía debida a estrechas o cabílicas interpretaciones de la Historia, la publicación de las obras de Azaña sufre un retraso de varios años a manos de casas editoriales de importancia internacional reconocida que no se atreven a lanzarlas, o sencillamente no encuentran interés en ellas. Es finalmente una pequeña casa editorial mexicana la que emprende esta tarea, precediéndola con la edición de la biografía de Azaña por Rivas Cherif en 1962, y bajo la dirección de un catalán refugiado en México, José.Virgili Andorra, ven la luz entre 1966 y 1968 los cuatro tomos de las obras completas, con prólogos y ordenación die Juan Marichal, también él refugiado en México al terminar la guerra, antes de emigrar definitivamente a Estados Unidos. Con esta edición se sella la profecía del antiguo poeta mexicano, y el verbo de Azaña puede iniciar la reconquista de su propia posteridad.
De este modo, la protección dada en Montauban por el general Lázaro Cárdenas, presidente de México, a Manuel Añaza y a su esposa, fiel depositaria. y transmisora de su obra, fructifica al cabo de los años en lo que bien podríamos llamar un don al patrimonio cultural español, don que es sólo parte de una generosidad más única que rara, contenida toda ella en las palabras que el propio general Lázaro Cárdenas dedicó a quien esto escribe en 1943: «Cuando vuelvas a tu patria platícales que la inquietud que en esta hora viven los hogares españoles hizo nacer en el corazón de los mexicanos un mayor sentimiento de fraternidad hacia toda España».
Si la sensibilidad oficial concreta en monumentos los sentimientos colectivos, justo es recordar en este: contexto que, mucho más que la réplica de Cibeles recientemente inaugurada en la ciudad de México, el monumento al presi.dente Cárdenas allí erigido. hace unos años por los desterrados españoles queda como símbolo tangible de gratitud hacía esa fraternidad demostrada, en tantos episodios, de los cuales no es ciertamente el menor el que ahora evocamos al revivir las circunstancias mexicanas de la muerte,de Manuel Azaña en las que es obligado reconocer también el germen de su actual renacer español.
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