Los partidos europeos
Mi crítica a los partidos comunistas europeos no debe verse como una tentativa para exculpar a los otros partidos. Todos ellos están más interesados en llegar al poder o en conservarlo que en preparar el futuro. Ninguna idea de cambio los anima ni representan nada nuevo en la historia de este siglo. Su idea del movimiento es el vaivén de los bandos, el quítate tú para ponerme yo. Sus proyectos son de corto alcance, su política es la del expediente y todos ellos profesan un realismo utilitario que, además de ser moralmente mezquino, resulta a la postre ineficaz. Su pensamiento no es inventivo, sino digestivo, y su cinismo es, en el fondo, una miopía. Esta crítica no se refiere únicamente a los conservadores y a la democracia cristiana, sino que se extiende a los socialistas, liberales, laboristas y social-demócratas.Los Gobiernos y los partidos de Occidente han mostrado una ceguera histórica que parece confirmar el viejo dictum pagano: «Los dioses ciegan a aquellos que quieren perder». No ignoro que los dirigentes políticos de las democracias liberales han sido hábiles y eficaces; tampoco que han resuelto de manera civilizada muchos problemas y conflictos. Sus países cuentan. con grandes recursos materiales, técnicos e intelectuales; han resistido a la vieja tentación imperial y han hecho un uso prudente de esas capacidades. Pero tampoco han sabido o querido utilizar sus riquezas y su saber técnico en beneficio de los países pobres y con escaso desarrollo económico. Esto ha sido funesto, pues esos países, lo mismo en Asia y Africa que en América, han sido y serán focos de disturbios y conflictos. Ignorarlos es, más que un pecado, un peligro mortal. Si no han sido generosamente previsores, los políticos de Occidente tampoco han caído en la desmesura. Ninguno de ellos ha sido un déspota sanguinario y todos han procurado respetar no sólo a la mayoría, sino a las minorías. Sus grandes errores y delitos han sido más bien escándalos sexuales o financieros. Es grave, pero no demasiado: aunque codicia y lujuria son pecados capitales, no ponen en peligro a la libertad y la vida de los ciudadanos. En suma, han ejercido el poder -o los riesgos de la oposición- con moderación y relativa inteligencia.
Este cuadro sería incompleto si no se agregase que su política ha sido la de la facilidad y la complacencia. Idólatras del statu quo y especialistas en la componenda y la transacción, han mostrado idéntica blandura ante el increíble egoísmo de las masas y las élites de sus países que ante las amenazas y chantajes de los extraños. Su visión de la historia es la del comercio y, por esto, han visto en el Islam, no un mundo que despierta, sino un cliente con el que hay que regatear. Su política con Rusia -pienso sobre todo en Giscard y en Schmidt- ha sido y es un gigantesco autoengaño, pero ¿qué les importa? Lo esencial es salir del paso, asegurar otro año de digestión pacífica y ganar las próximas elecciones. Hay una desproporción que no sé si llamar cómica o trágica entre esta cordura municipal y las decisiones que exige el presente. Quizá por esto las cancillerías europeas -también Washington y Tokio- oyen con cierta impaciencia a los chinos: su lenguaje les recuerda una realidad que quisieran olvidar. Resumo: los Gobiernos y los partidos han sido los competentes administradores de las riquezas acumuladas; también han sido los gerentes de la bancarrota histórica y política de Occidente.
Conquistas obreras
No sería honrado ignorar los grandes beneficios que han logrado los trabajadores y la clase media en los últimos cincuenta años. Esas ganancias se deben, sobre todo, a los sindicatos obreros y, asimismo, a la acción de los socialdemócratas y los laboristas. A estas causas hay que agregar, como condición económica básica, la extraordinaria capacidad productiva de las modernas sociedades industriales y, como condición social y política no menos básica, la democracia que ha hecho posible la lucha y la negociación entre capitalistas y trabajadores, y entre ambos y los Gobiernos. Capacidad productiva, libertad sindical, derecho de huelga, poder para negociar: esto es lo que ha hecho viables y prósperas a las democracias de Occidente. El mérito mayor de los Gobiernos y de los partidos políticos -pero también de las otras fuerzas sociales- ha sido contribuir al mantenimiento y buena marcha de estos mecanismos de producción y distribución. Para darse. cuenta de lo realizado hay que comparar esta situación con la de los obreros rusos y de los países satélites, privados del derecho de libre asociación y del de huelga.
¿Por cuánto tiempo todavía los Gobiernos de Occidente serán capaces de asegurar a las masas ese bienestar que, si no la felicidad ni la sabiduría, ha sido y es una suerte de placidez hecha de trabajo y consumo? A medida que la crisis del petróleo se agudice, habrá menos trabajo y, en consecuencia, menos cosas que comprar y menos dinero para comprarlas. La crisis de los energéticos no es, por lo demás, sino un aspecto de la crisis general: agotamiento de los otros recursos, carestía y peligros de la energía nuclear para usos industriales, contaminación del ambiente, inflación invencible, explosión demográfica en el llamado Tercer Mundo y baja de la población de Occidente, etcétera. La amenaza más inmediata, sin embargo, es de orden político; la conjunción de la falta de flexibilidad de Rusia, más y más inclinada a las soluciones militares, y de la inestabilidad y vacilaciones de los norteamericanos, puede llevarnos a la guerra. Mejor dicho. a la extensión e intensificación del conflicto que desde 1945 divide a los hombres.
Contrasta la magnitud de los problemas a los que nos enfrentamos los hombres del siglo XX con la modestia de los programas y soluciones que nos proponen los Gobiernos y los partidos de Occidente. No faltará quien me recuerde, con alguna razón, que la política es un arte (o una técnica) que vive en la relatividad de lo inmediato y lo próximo. Los políticos de la antigüedad tampoco pudieron, salvo contadísimas excepciones, prever el futuro: acertaron porque supieron responder al reto del presente, no por su visión del porvenir. Es verdad, pero vivimos en una encrucijada de la historia mundial.
El pragmatismo de Corta Vista de los partidos democráticos, especialmente de la socialdemocracia, tiene también aspectos positivos. Esas virtudes se vuelven visibles, curiosamente, a la luz de la crítica de los marxistas revolucionarios, que con frecuencia les han reprochado, sobre todo Lenin y sus descendientes, el abandono de la tradición revolucionaria. Si releemos hoy la polémica entre Kautsky y los bolcheviques, probablemente le daremos la razón al primero: su posición frente a la dictadura comunista no es muy distinta a la que hoy tienen Berlinguer y Carrillo ante la dictadura del proletariado. Sin embargo, el nombre del marxista alemán está unido desde hace medio siglo al infamante epíteto de Lenin: Kautsky el Renegado. Su caso es semejante al de Juliano. Fue un gran emperador-filósofo en la tradición de Marco Aurelio y fue un soldado valiente, pero, por obra de sus enemigos cristianos, hoy es conocido como Juliano el Apóstata. Es cierto que los socialistas y los socialdemócratas, desde hace mucho, han dejado de ser revolucionarios; ¿no han mostrado así, aunque haya sido de una manera empírica, mayor sensibilidad histórica que sus críticos dogmáticos?
Profecía desmentida
La ausencia de revoluciones proletarias en Europa ha desmentido la profecía central del marxismo. Ahora mismo, ¿son acaso revolucionarios los partidos comunistas europeos? La gran reforma de esos partidos no ha sido tanto la renuncia al dogma de la dictadura del proletariado como el abandono del milenarismo revolucionario. Los comunistas europeos reconocen hoy lo que Berristein. sostenía ya en 1896, precisamente frente a Kautsky. Renunciar al verbalismo revolucionario no sólo es un signo de sobriedad intelectual, sino de honradez política. Desde fines del siglo XVIII hemos vivido el mito de la Revolución, como los hombres de los primeros siglos cristianos vivieron el mito del fin del mundo y la inminente vuelta de Cristo.
Confieso que a medida que pasan los años veo con más simpatía a la revuelta que a la revolución. La primera es un espontáneo y casi siempre legítimo levantamiento contra un poder injusto. El culto a la revolución es una de las expresiones de la desmesura moderna. Una desmesura que, en el fondo, es un acto de compensación por una debilidad íntima y una carencia. Le pedimos a la revolución lo que.los antiguos pedían a las religiones: salvación, paraíso. Nuestra época despobló el cielo de dioses y ángeles, pero heredó del cristianismo la antigua promesa de cambiar al hombre. Desde el siglo XVIII se pensó que ese cambio consistiría en una tarea sobrehumana aunque no sobrenatural: la transformación revolucionaria de la sociedad. Esa transformación haría otros a los hombres, como la antigua gracia. El fracaso de las revoluciones del siglo XX ha sido inmenso y está a la vista. Tal vez la edad moderna ha cometido una terrible confusión: quiso hacer de la política una ciencia universal. La expresión más perfecta y vana de esta pretensión fue el materialismo histórico. Se creyó que la revolución, convertida en ciencia universal, sería la llave de la historia, el sésamo que abriría las puertas de la cárcel en que los hombres han vivido desde los orígenes. Ahora sabemos que esa llave no ha abierto ninguna prisión: ha cerrado muchas.
Operación religiosa
La conversión de la política revolucionaria en ciencia universal capaz de cambiar a los hombres fue una operación de índole religiosa. Pero la política no es ni puede ser sino una práctica y, a veces, un arte: su esfera es la realidad inmediata y contingente. Tampoco la ciencia -más exactamente, las ciencias- se propuso nunca cambiar al hombre, sino conocerlo y, si era posible, curarlo, mejorarlo. Ni la política ni las ciencias pueden darnos el paraíso o la armonía eterna. Así, convertir a la política revolucionaria en ciencia universal fue pervertir a la política y a la ciencia, hacer de ambas una caricatura de la religión. Pagamos hoy en sangre el precio de esa confusión. ¿Tantos sufrimientos por un error? Los antiguos llamaban a ese error con un nombre más apropiado: pecado de desmesura.
En resumen, el pragmatismo de la socialdemocracia, su paulatina pérdida del radicalismo y de la visión dejusticia que la inspiró en sus orígenes, puede verse como una reacción ante los excesos y los crímenes del socialismo autoritario y dogmático. Esa reacción ha sido, en cierto modo, saludable; al mismo tiempo, ha mutilado al movimiento socialista y lo ha hecho re.nunciar al mito revolucionario, es decir, a lese elemento religioso o pararreligioso que ha sido y es el secreto del magnetismo que el comunismo ha ejercido sobre nuestro siglo. La revolución se presenta como el cambio total: una pretensión religiosa, pues, significa no tanto una mejoría o un avance social como una transformación radical de la sociedad y del hombre. Sólo que las esperanzas revolucionarias -a diferencia de la esperanza y las creencias propiamente religiosas- están expuestas a la prueba terrible del tiempo. Esa prueba en nuestro siglo se ha llamado Stalin, pero también Lenin y Mao: el Fundador, el Padrecito de los Pueblos y el Gran Timonel.
Ni la socialdemocracia ni los otros movimientos políticos de nuestra época han sabido llenar el vacío que ha dejado el fracaso de la gran esperanza comunista: ¿significa esto, como muchos pronostican, que ha llegado la hora de las Iglesias? Si así fuese, espero que, por lo menos, quede sobre la Tierra un pequeño grupo de hombres -como en el fin de la antigüedad- que resista a la seducción de la omnisciencia divina como otros, en nuestros días, han resistido a la de la omnisciencia revolucionaria.
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