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El pronunciamiento y la guerra civil

Bajo la zozobra que me embarga, porque la ocupación del palacio de las Cortes no ha terminado cuando escribo estas líneas, siguen vivos en mí los dos sentimientos que en primer término me asaltaron cuando en mi facultad, a la salida de mi seminario de los lunes, tuve noticia de lo sucedido: la indignación y el bochorno. Indignación, porque el suceso se había producido apenas cerrado un debate parlamentario, en el que -con cuantas salvedades y reservas se quiera; no sería yo el último a la hora de expresarlas- parecía advertirse cierto avance hacia el definitivo asentamiento de la. democracia en nuestro país. Bochorno, porque a la vez descubría que la España del esperpento, esa España en la cual lo trágico y lo grotesco tan indisolublemente se juntan, no se ha extinguido todavía. De su pervivencia y su aniquilación quiero hablar. Para lo cual es preciso formarse una idea clara de lo que en realidad significan los dos términos que encabezan mi artículo: guerra civil y pronunciamiento.Al oír la expresión guerra civil, en lo que habitualmente pensamos es en el suceso bélico así llamado: un enfrentamiento armado entre dos porciones de un mismo país. Eso que cada una a su modo fueron la inglesa de Cromwell y sus parlamentarios contra las tropas de Carlos I, las francesas de la Vendée y la Commune, la norteamericana de Secesión, la rusa a que dio lugar la revolución de octubre, las varias españolas ulteriores a la de la Independencia. No, no ha sido escaso el tributo de Occidente a esa espantosa lacra de la convivencia nacional que, con nombre en sí mismo contradictorio, porque a la civilidad no debiera pertenecer la guerra, todos llamamos guerra civil.

Pero de la guerra civil como suceso bélico -una dolencia espasmódica que puede no repetirse si es convenientemente tratada la causa que la produjo- debe ser distinguida la guerra civil como hábito psicosocial. Llamo así a la habitual disposición anímica, a un tiempo consciente y subconsciente, deliberada y visceral, a creer y pensar que sólo con la eliminación del adversario o el discrepante, bien por la muerte, bien por el silencio, es posible una vida ciudadana aceptable y eficaz; a la existencia de un nosotros y un ellos separados entre sí por la insalvable distancia que crea la constante proclividad a empuñar contra el otro la pistola o la navaja.

Me pregunto si no ha sido éste el caso de España desde la guerra de la Independencia y, acaso, desde mucho antes. En efecto: alentado por causas inherentes a la constitución de nuestra patria como nación moderna, el hábito psicosocial de la guerra civil se instauró hondamente entre nosotros cuando, a raíz de la invasión napoleónica, el liberalismo comenzó a ser un riesgo para la instalación de la España tradicional en las creencias y los privilegios de los titulares y beneficiarios de esa España. Agrio fruto de él fueron todas nuestras contiendas civiles del siglo XIX, las anteriores a la primera de las carlistas, que las hubo aunque fueran incipientes, y las posteriores a 1836. El relativo triunfo del liberalismo que trajo consigo la restauración de Sagunto pareció quebrantar ese triste sino. Pero el hecho tremendo de la que, para nosotros, es por antonomasia la guerra civil, la de 1936 a 1939, ha puesto en dolorosa evidencia que el hábito psicosocial en que esa contienda tuvo su causa profunda seguía operando en los entresijos de nuestra sociedad. Y el asalto armado al Congreso de los Diputa-

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dos acaba de mostrar, no menos evidentemente, que, pese a la frecuencia con que a troche y moche se habla de reconciliación, todavía sigue vigente en algunos.

Pero no se entendería la génesis de ese asalto si junto al hábito psicosocial de la guerra civil no se pusiera otro, no menos arraigado en la entraña de la que solemos llamar España castiza: el que subyace al hecho del pronunciamiento. Desde el siglo pasado llamamos los españoles pronunciamiento a un levantamiento armado y local en el que sus promotores actúan con la ciega e irracional esperanza de que, por el simple hecho de pronunciarse, de dar publicidad resonante a sus intenciones, se irán sumando a ellos, como el eco a la voz que lo determina, todos cuantos comulgan con las ideas y los propósitos así pronunciados. Sin tener presente esta increíble concepción de la vida social, no se entendería en su integridad buena parte de nuestra historia del siglo XIX y de su prosecución en el siglo XX.

Hábito psicosocial de la guerra civil, mentalidad de pronunciamiento. Dígaseme si bajo la capa de lo que ellos llamarán sus ideales y sus propósitos, más allá del afán de exhibicionismo que todo pronunciamiento lleva consigo, no son estos los motivos principales de quienes han organizado y promovido el bochornoso suceso del 23 de febrero. Mientras no aniquilemos para siempre ese hábito y esa mentalidad, ¿podremos los españoles comparecer sin vergüenza -visible o invisible- ante el mundo de que queremos formar parte? No lo creo. Como tampoco creo que la aniquilación de uno y otra pueda lograrse con la mera liquidación ocasional del particular suceso en que se manifiesten. Sólo con una recta combinación de firmeza, inteligencia, ejemplaridad y educación desde arriba será aquella posible. Hacia esa meta; apuntaba, me atrevo a pensar, la alocución del Rey desde el inquieto seno de una noche inolvidable. Según ella debemos día a día movemos, cada uno en lo suyo, desde el gobernante más alto hasta el trabajador y el funcionario más modestos, todos los españoles para quienes las palabras libertad, justicia y democracia no sean un fugaz tañido de campana.

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