El pronunciamiento
La historia militar española de dos siglos a esta parte se distingue por su colección de derrotas exteriores y su permanente intervención en contiendas dinásticas y civiles. La involucración de los militares en la política no es en nuestro caso el fruto de un militarismo imperialista, sino más bien la cosecha de la hecatombe colonial del siglo XIX. Pero si durante los famosos y repetidos pronunciamientos de dicha época el Ejército perseguía no pocas veces la modernización del país orientando las decisiones del Estado en manos de los políticos, a partir de la dictadura primorriverista, y más tarde durante el franquismo, la voluntad militar fue más bien la de apoderarse del Estado mismo ejerciendo un arbitraje final e inapelable, sin otro fundamento ni razón que la fuerza de las armas. Al concepto de su majestad católica, que identificaba a la Monarquía absolutista y a la Iglesia como los dos factores fundamentales de la unidad española, sustituyó, tras las crisis dinásticas y el constitucionalismo un Estado preferentemente basado en la alianza de la Iglesia con sectores de la oligarquía financiera y agraria, en el que las Fuerzas Armadas tradicionalmente funcionaron como garante armado de un modelo social y político profundamente conservador. La defensa de la unidad del Estado, que ellas veían amenazada por las tensiones federalistas o autonomistas y por una virulenta lucha de clases durante la primera etapa de la industrialización, ha sido así una constante del ideario militar en nuestro país. Es el Ejército y no la voluntad popular, a los ojos de la mayoría de los soldados que jalonan nuestra historia política, el depositario último de la soberanía española, y por tanto, el llamado a interpretar cuándo su intervención es necesaria para defenderla.Pasa a página 11
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A esta particular concepción de las cosas es preciso añadir un convencional sentimiento católico -en el sentido más rigurosamente tridentinos, del que participan gran parte de jefes y oficiales, y que les produce especial rechazo frente a la modificación de los comportamientos morales de la sociedad. La ley de Divorcio, el debate sobre el aborto, el desmoronamiento del antiguo orden moral son cuestiones que movilizan, tanto o más que la de las autonomías, la sensibilidad de muchos militares profesionales. Finalmente, la incorporación de ideologías y aspectos formales del fascismo, durante la etapa de Franco, a unas promociones castrenses cada día más sociológicamente enraizadas en la clase media configuran un Ejército particularmente entrañado a un tiempo con las expresiones del populismo católico reaccionario, de un lado, y con el totalitarismo de Estado, del otro.
Todos estos componentes, un tanto confusamente mezclados, son fáciles de encontrar hoy en nuestras Fuerzas Armadas, y todos ellos -más la ambición personal de algunos individuos- parecen hallarse en las espaldas del golpe sedicioso del 23 de febrero. La atribución de la sublevación exclusivamente al proyecto parcial de unos locos o a las insidias civiles de la ultraderecha no bastará para despejar el fantasma de una nueva intentona. Ni tampoco la suposición infundada de que las actitudes golpistas provienen exclusivamente de mentalidades torvas o siniestras. El golpismo -que se revistió en la acción del teniente coronel Tejero de ribetes de verdadero gorilismo- es en el caso español la consecuencia última de una historia peculiar y de una manera de ser y de entender las cosas de la que participan no pocos mandos militares de intachable honestidad personal.
Por todo ello es literalmente improcedente decir que la sombra de un nuevo golpe ha sido alejada después de que los más directamente implicados en el ahora fracasado permanecen bajo arresto o detención y se les ha retirado el marido de tropa. La intentona frustrada responde a esa mentalidad antes explicada y que concuerda malamente con la Constitución española, de savia y perfiles demoliberales. El disgusto castrense por la transición puede tener por eso sus detonantes en sucesos puntuales y terribles como los asesinatos terroristas, pero hunde sus raíces en algo más complejo y de mayor dificultad en su tratamiento. La semilla del golpe fue sembrada hace largos decenlos y regada luego cada día.
Estas consideraciones acerca del sentir profundo de muchos militares deben presidir sin duda las preocupaciones de nuestros políticos. ¿Las presiden cuando el propio jefe del Gobierno declara que no se siente en una situación de democracia vigilada? Si lo que pretende es dar ánimo al necesario optimismo de nuestro pueblo, no vamos a regatearle el parabién por el esfuerzo. Pero el optimismo no se funda, a la postre, en palabras sino en hechos. Y pienso que, si es sincero, el presidente del Gobierno debe ser casi el único español que en estos momentos no siente su voluntad de ciudadano bajo la caución de las armas. Reconocerlo así, por otra parte, no debe llevarnos al derrotismo ni a la fuga, sino al dibujo de políticas que hagan imposible e ineficaz un nuevo acto sedicioso.
Respecto a las supuestas razones inmediatas de la sublevación -terrorismo, país ingobernado, caos económico, etcétera-, poco más se puede hacer desde el Ejecutivo para corregirlas a corto plazo. Y de nada serviría, porque si bien todas esas cosas existen en mayor o menor grado, como tales «razones para la sedición» son inventadas. Y manipuladas demagógicamente desde El Alcázar por los políticos que perdieron privilegios y prebendas del franquismo. La lucha contra el terrorismo en este país ha ido tan lejos que se han llegado a aprobar leyes de dudosa constitucionalidad, tan duras como las del anterior régimen. Se ha dotado prioritariamente en hombres y medios a la policía y a la Guardia Civil. Y es preciso recordar en todo caso que no pocas acciones terroristas contra efectivos militares fueron desgraciadamente posibles, en parte, porque frente a la metralleta asesina sólo se opuso el descuido o la mala preparación de determinados mandos. En cuanto al paro y la crisis económica, desconocemos que los generales Armada o Milans del Bosch sean capaces de instrumentar políticas medianamente más útiles que las que hemos conocido. Las razones verdaderas del golpe son las que apuntaba al principio de este artículo, y que cristalizan en un desprecio generalizado por parte de amplios círculos militares hacia la clase política y lo que llaman la partitocracia. Desgobernado y desmembrado el país, como ellos lo ven -y este es el permanente mensaje que El Alcázar destila sobre los cuarteles-, se hace preciso que ese árbitro último y supremo del ser de España que es el Ejército intervenga. Por eso, el golpe se quiso dar incluso contra un Gobierno conservador y en el momento en que se escoraba todavía más a la derecha. Porque no era un golpe contra el contenido de la política, sino contra la política misma y su forma: contra el régimen de libertades y la concepción democrática del Estado.
Cuentan que Franco interrumpía a veces los Consejos de Ministros para orar y pedir luces al cielo, lo mismo que el viejo patriarca de la familia Oriol hacía con los consejos de su administración para invocar la iluminación de la Virgen. He ahí, pienso yo, muy gráficamente reflejado el problema sustancial del golpismo en nuestro país: la suposición de que hay una razón más allá de la propia soberanía popular que permite la conculcación o la suplantación de ésta. Y todo en la línea de una rancia concepción despótica del Estado, que en nuestro caso se ve huérfana además de ilustraciones y plagada de contenidos y significados míticos o religiosos. Contra esa ideología del despotismo salvador es contra lo que tiene que luchar hoy el Gobierno si quiere sobrevivirse a sí mismo. La cuestión esencial que este país tiene planteada ahora no es tanto saber cómo de eficazmente va a ser gobernado cuanto el asegurarse de que en uno o dos años vamos a estar en condiciones de acudir a unas elecciones generales libres sin sentirnos rehenes los ciudadanos de la voluntad militar. Sólo una respuesta enérgica a la agresión del 23 de febrero permitirá suponer que eso es posible. Y una reforma puntual e inmediata en los lugares neurálgicos del mando militar, designando para ellos a profesionales abiertamente comprometidos, y por su propio convencimiento, con el régimen de libertades. Es dudoso, aunque no imposible de creer, que la mejor manera de afrontar una tarea así sea hacerlo desde un Gobierno monocolor. En cualquier caso, esta duda nos va a ser aclarada en los próximos tres o cuatro meses. Lo otro, el transmutar una historia militar concreta, el transformar unas mentalidades honestas pero poco compatibles, salvo apelación permanente a la disciplina, con los postulados constitucionales, es algo que lleva tiempo y necesita prudencia. No confundir la prudencia con el temor es lo único que cabría solicitar en este punto a Calvo Sotelo.
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