Esperar desesperando
No es bueno vivir sin esperanzas. Por algo nos enseñaron que se trata de una virtud teologal. Pero al hombre, máxime en su calidad de ciudadano, no se le puede solicitar, día tras día, que se alimente a base de sus propias virtudes. Que sea paciente; que no desespere. Esperar en Dios representa la posesión de una gran fortaleza espiritual. Sin embargo, cuando un fraile de los nacidos en el mediodía de la contcarreforma, fray Gabriel Téllez -más conocido por su seudónimo de «Tirso de Molina- aborda el tema de «Don Juan», en su luminosa realización para la escena de uno de los grandes mitos españoles, hace que su protagonista profiera aquel «¡Si tan largo me lo fiáis!» como respuesta a las invocaciones del cielo.A los españoles se les vienen haciendo -al correr de su turbulenta historia- demasiadas peticiones para hoy y de espera para pasado mañana. Si el Burlador encarna un costado de las ansiedades posesivas eróticas del carácter español, a vuelta de derrotas y vapuleos, también sabe enseñar los dientes de sus humores frente a las promesas diferidas.
El cuento no es nuevo. Ya hemos visto lo que Tirso, conspicuo religioso de La Merced, hace exclamar a su extraordinario personaje. La realidad es que el español, una vez más, comienza a estar harto, más allá de desencantos e ilusiones desvanecidas. No se trata de una orquestación de protestas ni de una nerviosa oleada negativista. Tampoco es que ande en vilo a causa de los grandes problemas -de los tremendos desastres- del vivir nacional: inseguridad colectiva, terrorismo demoledor, desfondamiento económico, degradación del Estado, etcétera.
El drama aprieta desde el bor-
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de mismo del propio subsistir. Hasta la ironía presidencial ha considerado que un Consejo de Ministros era normal porque en él habíanse aprobado nuevas alzas de tarifas.
Cada descuido nos trae el anuncio de la subida de precios en algo fundamental: el teléfono, el ferrocarril, los combustibles, las tasas municipales, el agua, etcétera. Incluso los bancos, que hasta ayer mismo pugnaban, en un crescendo de facilidades, por arrebatar los clientes al establecimiento de la otra esquina, deciden pasar al cobro de todos sus servicios. Aquí el objetivo parece ser el acoso metódico al español raso, dar la razón a los más desorbitados demagogos, poner contra la pared al ciudadano trabajador, con el fin de lograr que todo esto -la España de las invocaciones y de las espaldas cubiertas de cicatrices- estelle de una vez y nos proyecte a todos por los aires.
A uno le resultaría mucho más grato señalar el espíritu de colaboración de los unos y los otros; la comprensión civdizada a partir de las directivas partidarias, cuyos enconados personalismos no constituyen las mejores convocatorias para el fervor y la confianza. Nuestra realidad política -en tanto esa realidad se nos hace advertible- aparece de una confusa opacidad, cuya consecuencia más destacada es el miedo. Un temor inmovilizante, que nos hace vivir cada día ante el fantasma de las regresiones y los despedazamientos.
Contemplada desde fuera tal como me lo describen amigos del exterior, España semeja un territorio habitado por gentes agitadas y despavoridas. No se refieren estos amedrantamientos, con exclusiva, a los efectos del terrorismo. A la vieja España, flor de osadías, por otra parte, la envuelve una envilecedora capa de sobrecogimientos y aprensiones, que concluye por provocar una desazonada mezcla de exacerbamientos y apatías. Es difícil -¡acaso imposible!- tropezar con un español contento. El impudor para la queja se ha tornado una actitud generalizada. A nadie le importa admitir la necesidad y la estrechez a las que se ve abocado. Algo semejante a la opresiva premonición de saber que algún día, y no demasiado remoto, se va a contemplar confundido entre las filas de los parados sin esperanza.
Lo del paro va definiendo configuraciones angustiosas e inesperadas. Por ejemplo, una que trastrueca algunas suposiciones en torno a la titulada lucha de clases: la de la parálisis empresarial. Nuestra industria, poco a poco, va adquiriendo una alarmante faz cadavérica. Asistimos a la declinación y deseperanza del estamento empresarial, en hondura y extensión parecidas a la exasperación y angustia que domina a nuestros ejércitos de parados.
Si los tiempos fueran más propicios a los movimientos populares revolucionarios, ya estaríamos asistiendo a los grandes estallidos de protesta y rebeldía, con todas las secuelas de la subversión campesina y suburbial. Pero, por ahora, y como táctica previa de preparación y ablandamiento, la revolución ha optado por la desmoralizadora espectacularidad terrorista, que continúa suministrando a su placer el sobresalto nacional, pese a condenas y reprobaciones, con la intermitente interpolación de la amenaza golpista.
Pero la acuciante obsesión de atender a las necesidades mínimas va alejando al español medio -al que procura trabajar y contribuir a la Hacienda pública- de la emoción y los estupores políticos. La actitud inhibitoria del pasota juvenil y desasido avanza por los nudos y entramados de nuestra mohína y melancólica urdimbre social. Es una penetración de fácil y alarmante registro, que da miedo pensar los derroteros por los que pudiera lanzarse.
De verdad, de verdad, los españoles se sienten -nos sentimos- con la soga al cuello, preocupados por atender a las más inmediatas urgencias del vivir. Esas que los espejismos del desarrollo multiplicaron hasta proporciones quiméricas. El español se encuentra a dos dedos de considerarse un menesteroso; de comprender que la degradación, de su existencia -la individual y la colectiva- se desliza por toboganes insondables.
Acabamos de estrenar jefe de Gobierno. Leopoldo Calvo Sotelo es un hombre concienzudo, responsable, preparado; de tan valiosas dotes personales como políticas. Su tarea no es sencilla. Porque ya no se trata de devolver la ilusión. España necesita, hoy por hoy, y como primera providencia, la reconquista de la seguridad. Sin ella, los españoles sólo podrán advertir la cercanía del fondo del agujero. ¡Y así no hay política posible!
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