"Fue algo grandioso entrar en la Casa de Campo aquel mes de mayo de 1931"
El día 1 de mayo de 1931 era viernes, como este año. Habían pasado diecisiete días desde la proclamación de la República en España y se respiraba en el país un ambiente de renovación y esperanza. 300.000 trabajadores madrileños se concentraron a primeras horas de la mañana en la plaza de la Cibeles y realizaron una marcha por el paseo de Recoletos hasta la plaza de Colón. Al frente iba el ministro de Trabajo, Francisco Largo Caballero. Después de los discursos, los vivas al nuevo régimen y las consignas sociolaborales, la gran masa cogió a sus familias y se trasladó a la recién abierta Casa de Campo a pasar el resto del día. Julia Manzanal Pérez tenía entonces dieciséis años, llevaba cinco trabajando y era miembro de UGT. Todavía se le ilumina la cara al recordar tan histórica jornada.«Fue una fiesta preciosa, una fiesta popular porque estaba allí todo el pueblo de Madrid, o por lo menos el sector del pueblo al que se le denominaba populacho. Las gentes de Madrid ansiaban poder disfrutar de esa cosa tan grande que debía ser la Casa de Campo. Se oía hablar de ella con mucha curiosidad. Mi padre tenía un pase para entrar, no sé cómo lo había conseguido, y prácticamente pasábamos allí el verano; pero teníamos mandado que si nos cruzábamos con personas a caballo, bien vestidas y bien pertrechadas, que no nos dejásemos ver. Re cuerdo que siempre estábamos casi escondidos, y siempre solos porque allí no entraba nadie de la clase media ni de la clase popular».
«La mayoría de los madrileños éramos trabajadores de pocos recursos económicos y no había la costumbre de salir al campo como se hace ahora. Así que entrar en la Casa de Campo fue algo grandioso. Más que ir hoy a un sitio extranjero que has visto por la televisión y sabes como es; este bosque nadie lo había visto, nadie lo conocía. El 1 de mayo fue una avalancha. Ibamos familias, amigos, vecinos del barrio, todos en plan de disfrutar de un día de campo. Llevábamos tortillas, filetes empanados, arroz para la paella. Empezaron a aparecer conejos y salimos corriendo detrás para cazarlos y echarlos en la paella. A nosotros nos supo a gloria, el mejor conejo que he comido en mi vida. Veías a los chicos venir con culebras enrolladas como un cinturón; otros traían gazapillos y se extasiaban mirándolos porque, salvo para los de los pueblos, eran un descubrimiento. Había quien se subía a los árboles, o se revolcaba por el césped. Los niños corrían entre los árboles y los padres no dejaban de gritar: cuidado, que te vas a perder. Y muchos se perdieron y el alcalde aquella noche anunció por la radio dónde había que ir a recogerles. Todo el mundo cantaba, todo el mundo tenía una alegría, una libertad, un primer contacto con la verdadera libertad, que es la naturaleza... Era como una verbena».
«Los partidos y centrales sindicales hicieron propaganda para que los madrileños fueran ese día a la Casa de Campo. No recuerdo si organizaron algo allí; tal vez sí, pero la mayoría hicimos la fiesta espontáneamente, a nuestro aire. Y lo pasamos de maravilla».
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