Talleyrand en Almería
La caracterización de «trágico error» dada en un determinado momento a las tres muertes de Almería podría, de modo paradójico, actuar, deliberada o inadvertidamente, como un espejuelo desorientador, por un procedimiento parecido al del gesto del miento prestidigitador hábilmente destinado a dirigir la mirada de los espectadores un lugar en don de no está el truco. En efecto, atrayendo la atención y el escándalo de la opinión pública sobre el hecho de que, según se dice, no se tratara de etarras, sino de unos excelentes muchachos que acudían a una celebración familiar, se induce un espejismo totalmente falaz, siendo así que en la valoración correcta del suceso, al menos tal como nos ha sido contado, la circunstancia del acierto o del error en cuanto a la identidad de las víctimas es un factor absolutamente irrelevante. Así, poniendo toda o casi toda la gravedad del suceso en el hecho del error, se desestima o se pasa casi totalmente por alto su verdadera gravedad, la cual es de una índole que permanece idéntica con error o sin él. Reconozco que, desgraciadamente, es muy probable que el sentir de la inmensa mayoría coincida, sin embargo, con el que parece ser el del Gobierno, estimando ambos justamente el error como el factor verdadero, si es que no exclusivamente grave y lamentable del asunto, aunque no por idénticas razones: el Gobierno, porque todo gobierno, por su propia naturaleza, parece que ha de tender -por lo que dicen los teóricos del Estado-, de modo casi inevitable, hacia la moral de Talleyrand (y que Dios y la lengua me perdonen por ensuciar la palabra moral con tal determinante), y el público por inclinarse tal vez cada vez más hacia la de Pedro Jota, que parece pronunciarse últimamente por la inclusión o, al menos, no exclusión, de expeditivos procedimientos cinesiéticos en la lucha contra los terroristas. Pero sientan lo que sintieren, piensen lo que pensaren, hagan lo que hicieren, talleiranes, gobiernos, mayorías o pedrojotas, la moral sigue siendo la moral -incondicionada y única y eterna-, y en la caracterización del suceso aquí considerado, el error es precisamente lo que ni quita ni pone absolutamente nada, de suerte que, si ceteris paribus (ceteris pariobus, recalco, para que no se me venc,a con sofismas), se hubiese tratado, tal como se creía, de los más sanguinarios etarras o, incluso, del mismísimo Caín, las preguntas que habría que hacer aquí deberían ser, en pureza y en rigor, exactamente las mismas. Por ilustrarlo, en fin, con un ejemplo: si Jack el destripador, en su benemérita cruzada de liberación contra las prostitutas londinenses, hubiese matado por error a alguna mujer que no lo fuese, no creo yo que tribunal alguno en este mundo habría considerado pertinente contemplar tal error corno circunstancia mínimamente agravante, ni modificativa en otro sentido alguno, sino que, acaso, no habría permitido tan siquiera su inclusión enel acta del proceso, por estimarlo un dato irrelevante, inmaterial e impertinente en relación con lo juzgado./
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.