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"La Codorniz", a su imagen y semejanza

Te llamaba a su despacho de La Codorniz, en la madrileña calle de Claudio Coello; la mesa junto al ventanal, muchos originales sobre la mesa. El antedespacho era la propia redacción, donde Víctor Vadorrey ejercía de redactor jefe y pintaba las páginas, con Pablo y Julio Cebrián. Marciano era el hombre de confianza que servía para todo, y principalmente para aquello que más agradecíamos los colaboradores: pagaba.Alvaro de Laiglesia había hecho una redacción a su imagen y semejanza, donde todo estaba previsto para que saliera lo imprevisible. Un día expliqué a los humoristas que pintaban las páginas qué era confeccionar, la utilidad del tipómetro y el valor del cícero, y pasaron a chivarse al director.

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«Oye, querido», reaccionó el director, tras requerir mi presencia, «me han dicho los ch lcos que tú sabes de estas cosas de confección (y aquí aprovechó para insertar un chiste sobre alta costura) y que sabes utilizar los cíceros (aprovechó para insertar un chascarrillo sobre romanos), y pretendes que cuenten las letras de los artículos, las metan en tipómetros y no sé qué más. Bueno, pues déjalos en paz, hombre, que tienen trabajo».

Nos reunía a almorzar una vez al mes, y aprovechaba para impartir doctrina. Se dedicaba con entusiasmo a sus libros, pero su amor y su vida eran La Codorniz, que, aunque vivió un par de épocas más, dejó de aletear cuando Alvaro cedió su puesto de director. En realidad, a Alvaro le amargaron la ilusión y el cargo cuando el Gobierno cerró la publicación por cuatro meses e impuso una multa de abrigo. Fue por sacar a Torcuato Fernández Miranda en La Cárcel de Papel, aquella sección inolvidable que hacía Evaristo Acevedo, otro maestro del humor.

Dibujantes y escritores, cientos de ellos, bailaron en la cuerda floja durante muchísimos años diciendo con gracia aquellas verdades como puños que la dictadura ordenaba silenciar. La fórmula milagrosa era de Alvaro de Laiglesia, que además tenía una genialidad para cada número, y cada número -es decir, todas las semanas, durante décadas- aparecía pegando en los quioscos. Algunos recordarán que sólo La Codorniz se atrevió a publicar una foto en color de mujer desnuda en plena dictadura. La revista lo anunció durante varias semanas, e imaginamos el estremecimiento que debió causar a los estrechos censores de aquellos tiempos. Y llegó el histórico día. Había una gran llamada en portada: « iPor primera vez, en este número, la foto de una mujer desnuda. Página tantas! ». El lector acudía con avidez a la página tantas (centrales). Allí, una enorme flecha roja señalaba la esquina (ángulo inferior derecho) donde aparecía la mujer desnuda, de tamaño inferior a un sello de correos, y que sólo se podía ver con lupa. La idea fue, naturalmente, de Alvaro de La¡glesia.

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