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¡Maldición, estamos rodeados!

Se veía venir. En realidad, la crisis de UCD está siendo como una versión política de la Crónica de una muerte anunciada. Pero, eso sí, sin ningún tipo de grandeza literaria. Hace mucho tiempo que la política española tiene más ribetes sainetescos que calderonianos. Lo que no estaría del todo mal si no fuera porque, en el fondo, en esta tierra siempre se masca la tragedia. De modo que los sucedidos de estos días, con la posible liquidación por derribo de dos de los cuatro grandes partidos nacionales, han tenido de todo menos de divertido. Y ahí están para demostrarlo los pasillos del Congreso, convertidos en una especie de "muro de las lamentaciones". Por otra parte, la coincidencia en el tiempo y en el espacio políticos, hace unos días, del anuncio de la condecoración a Milans del Bosch y la "tocata y fuga" de Fernández Ordóñez, volvió a situar el cotarro político al borde del infarto de miocardio. Y es que seguimos en las mismas: la democracia no termina de consolidarse (y esta vez que no se diga que es por los embates y belicosidad de la izquierda) y las carroñeras aves de mal agüero se ciernen sobre una libertad en precario y a cada trauma, en entredicho. Y aquí hay un trauma casi cada semana. El sentimiento trágico de la política española es tal que nos permitimos el lujo de jugarnos el sistema constantemente. La sensación de estar realizando ejercicios malabares sin protección de red alguna es, como mínimo, la sensación que produce esa crisis ucedea que ha estallado a nuestro alrededor con el riesgo, evidente, de llevarse todo por delante. Esperemos, por lo menos, que el instinto de supervivencia pueda contrarrestar algo a la irresistible tendencia de una parte de la clase política empeñada en demostrar su capacidad de autoinmolarse arrastrando tras de sí a deudos y electores. Y es que, en definitiva, el sentido común que hizo posible la transición parece haberse evaporado con una política más atenta a los particularismos y a supuestas identidades que a una visión global de una realidad que, obviamente, no reúne las suficientes condiciones objetivas para recoger esta gigantesca broma.No nos engañemos: situar al país al borde del abismo que supondría en estas condiciones disolver las cámaras y convocar elecciones generales es una gravísima irresponsabilidad que no puede justificarse de ninguna manera. En este sentido, los políticos de UCD, los que se quedan y los que se han ido, están ofreciendo un espectáculo bochornoso. Lo de menos es saber qué fue lo primero, si la gallina o el huevo. Aquí lo único que cuenta es que el tira y afloja de leopoldistas, suaristas, moderados y socialdemócratas puede llevarnos a todos al infierno. Porque, vamos a ver: ¿qué juego es este?, ¿dónde están las bases de electores que le han pedido a Fernández Ordóñez que se marche y a Calvo Sotelo que preste oídos a los moderados desplazándose a la derecha? Naturalmente que es una simplificación. No lo es, sin embargo, el hecho de que las familias ucedeas se presentaron a las urnas con una oferta electoral global de derecha moderada y que su fraccionamiento supone un evidente fraude al electorado que tuvo ocasión de votar, y no lo hizo, a esas opciones ideológicas por separado. Suárez fue el inventor, pero otros muchos se aprovecharon de él. ¿Piensa alguien, de verdad, que Miguel Herrero de Miñón u Oscar Alzaga tienen más gancho electoral que el derrotado Ruiz-Giménez? ¿No sabía Fernández Ordóñez que se subía al carro de la derecha o piensa ahora que Carlos Robles Piquer, secretario de Estado en el Gobierno del que formaba parte, es una adquisición ex novo de Calvo Sotelo? El juego de los despropósitos es permanente y podría prolongarse hasta el infinito. UCD, desde su creación, fue un partido de derecha que recogió los votos del franquismo sociológico e hizo una política, como correspondía a su idearlo, medrosa al cambio y contemporizadora con la herencia de la dictadura. Descubrirlo ahora y hablar de desviacionismo es pura broma. Al otro lado, los democristianos siguen empeñados en jugar a ser aprendices de brujo de la "gran derecha", sin pararse en barras ante las consecuencias de radicalización que eso acarrearía. Y, en medio, el duelo Suárez-Calvo Sotelo, un diálogo de sordos, con intermediarios correveidiles y con cartas, por ambas partes, en la manga. Un panorama desolador que los casi siete millones de votantes que tuvo UCD en las pasadas legislativas no se merecían.

La situación es confusa y tragicómica. Pero del mare mágnum actual hay una palabra que sobresale del caos: irresponsabilidad de unos políticos elegidos y que parecen haber olvidado el mandato que recibieron de sus electores. Y que era llegar a las elecciones de 1983. No hay nada, absolutamente nada, que justifique que este objetivo prioritario haya sido postergado en aras a razones de conciencia (Fernández Ordóñez), de supuestas defensas de identidades que nunca existieron (Suárez), de inexistentes desviacionismos hacia la izquierda (democristianos) y de renovaciones que sólo esconden la repesca de políticos gastados y descolocados (Calvo Sotelo). Lo que les falta a todos, o al menos eso parece, es tomar conciencia de que el partido por el que se presentaron a las elecciones, y mal que pese, sigue siendo necesario. Calvo Sotelo debe decidirse de una vez sobre el tipo de política que quiere hacer, y meditar muy seriamente sobre las consecuencias de esa constante contemporización con los cantos de sirena de la derecha autoritaria y de los poderes fácticos que, y eso sí que es un problema serio, cada día están más crecidos y con una insolente moral de triunfo. Por algo será, por cierto. Asombra que los ucedeos ni siquiera sepan aprovechar la actitud de la oposición que, en su deseo de no derribar al Gobierno, tiene escasos precedentes. Es claro que los socialistas no quieren ahora unas elecciones que, con bastante probabilidad, ganarían. No hace falta ser un lince para adivinar el motivo de esta actitud. Pero, por el momento, la correspondencia a ese sentido del Estado y de pensar, ante todo, en la supervivencia de la democracia no aparece en el partido del Gobierno.

Así están las cosas. No hay muchos motivos para el optimismo. Porque, mientras tanto, no existen dudas razonables que impidan pensar que los enemigos de la democracia se consolidan y avanzan. ¿Es que en UCD nadie lee las publicaciones ultras y no tienen barómetros para medir la temperatura de ciertos ambientes? Esperemos que después de resolver su trifulca, si es que la resuelven, no descubran que están rodeados. Lo malo es que no lo estarían ellos solos, por supuesto. Lo estaríamos todos. Y no hay razones que valgan para justificar esa ceguera y esos egoísmos particularistas, que los hay, que pueden situar esta democracia al borde de la catástrofe. No es hacer de apocalíptico. Es simplemente mirar alrededor.

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