El conductor del automovil
Fue en ocasión de una charla dad a las mujeres de la colonia norte americana en España, entonces muy numerosa. Después de hablarles de las cosas que iban a encontrar distintas en Madrid -algunas, amables, tales como el besamanos-, las puse en guardia sobre las desagradables sorpresas de la calle si caminaban por ella como en su ciudad de origen, en Minnesota o en Oregón. Recuerdo que les advertí que en España concretamente en Madrid, no consideraban jamás el muñequito que se iluminaba en verde como razón suficiente para cruzar por el paso de peatones. Hubo expresiones de estupor y alguien, levantando la mano, quiso saber entonces cuándo podían pasa¡- la calle. Resumí más o menos: "Puede atravesarse cuando la cantidad de gente que lo hace constituye una masa lo suficientemente espesa para que pueda producir daños en la carrocería de un coche lanzado a sesenta por hora. Entonces sí paran".¡Ah!, y les advertí que debían mirar el llamado paso de cebra como un gracioso dibujo puesto por nuestros minícipes para alegrar el monótono pavimento de la calle, pero jamás como santuario donde el transeunte a pie tuviese la oportunidad de pasar, y el vehículo, la obligación de esperar. Fue inútil que preguntaran la razón de esa asombrosa actitud de los conductores indígenas, porque es algo que me produce la misma curiosidad y a lo que no consigo acostumbrarme. Pero me fascina. Me fascina especialmente porque da la impresión de que el conductor es un individuo nacido al volante y que al volante come, hace el amor y duerme. Sería posible pensar que se trata de una casta distinta y superior a la que la otra casta de los peatones le es extraña, lejana y, naturalmente, despreciable.
Pero no ocurre así... Resulta que ese automovilista, cuando ha encontrado ese difícil paraíso que se llama lugar de estacionar, se transforma en peatón y se ve acosado a su vez por otros seres extraños y lejanos llamados ahora automovilistas. Y, asombrosamente, no reacciona ante su violenta acometida con una sonrisa comprensiva -"claro, así hay que ir"-, sino que grita y se vuelve agitando los brazos como aspas de molino mientras profiere insultos contra quienes le acaban de rozar pasando por donde no debían. Con lo que vuelvo a la vieja conclusión de que aquí no existe la sensación de pertenecer a un grupo social con derechos, pero también con deberes, y sí a una serie de individuos cada uno con todos los derechos y ningún deber hacia los demás...
¿Yo soy y mi circunstancia? ¡Qué más quisiéramos que el español fuera solamente eso! El automovilista se apodera de su espacio vital y prohíbe a los demás la más mínima intención de invadirlo, pero eso no vale para él. No sólo el español no se pone jamás "en el lugar de otro", sino que se niega a colocar ahí incluso a su familia. Esa anciana señora que pasa lentamente frente al radiador y a quien se le grita: "¡Vamos, que nos va a tener aquí todo el día!", no tiene nada que ver con la anciana señora, madre o abuela, que han dejado en casa. Cualquier posibilidad de que en ese momento otro automovilista le esté chillando igualmente a su familiar es absolutamente ridícula.
Cuando la soberbia individual se enfrenta al tráfico, el resultado es la ira. ¿Cómo no me dejan pasar a mí? ¡¡¡A mí!!!
El conductor se inclina hacia adelante, los ojos se le salen de las órbitas, su rostro se enrojece, sus dedos se clavan en el claxon haciendo llegar su voz (es su voz ampliada por medios acústicos) a decenas de metros: "¡Fuera todos!, ¡fuera!, ¡déjenme pasar!" En vano, en el fondo de su conciencia, una vocecita tímida, nacida de su inteligencia normal, de la lógica que emplea en su trabajo diario y la experiencia de la vida, le advierte que el atasco no se debe a ningún malvado que quiera que llegue tarde a la oficina; que los que están delante tienen el mismo interés que él en llegar a su destino; que siguiendo así lo único que va a conseguir es agotar la batería de su coche. Es inútil. No la oye; la pasión grita mucho más alto y fuerte. Observándoles, a veces pienso lo que ocurriría si un ministro, un empresario o un artesano se dejara llevar en su trabajo diario por el mismo arrebato que cuando conduce. ¿Qué labor podría terminarse? Y estoy hablando del arrebato colectivo, es decir, de él, José Fernández, contra la sociedad que opone un obstáculo a su paso. Porque a veces, demasiadas veces, el objeto de su ira no es la gente en general, sino otro conductor que ha repetido exactamente lo mismo que él había hecho unos minutos antes. Por ejemplo, detenerse delante porque sube o baja un amigo; por ejemplo, adelantarle por la derecha, pasar con el rojo bloqueando el paso del que tenía el verde... Y es inútil, y aún diría peligroso, que el que le acompaña le advierta tímidamente del parecido de aquella maniobra con la anterior: "No, señor, ¡era muy distinto! Yo pude hacerlo porque tenía más tiempo y más espacio", y os lanza una mirada que más o menos indica: "¿Para qué llevaré yo a ese imbécil?"
Sí, es fascinante contemplar el crescendo de los conductores que tienen tiempo suficiente para expresar sus ideas (afortunadamente, el 90% de los casos de pelea los resuelve la fluidez del tráfico por sí sola). La escala de alusiones es, más o menos, así: queja en voz alta, respuesta rechazando la queja por absurda, alusión a la falta de habilidad del otro al volante, aseveración de la antigüedad en el oficio, dudas sobre la relación entre el tiempo y la capacidad de aprender, primer adjetivo dedicado a insuficiencia mental, respuesta devolviendo la expresión y aumentándola (tonto o idiota, por ejemplo), y aquí, corrientemente, se trasladan de este tema a otro totalmente distinto. Del juicio sobre el interior del cráneo (inteligencia) se pasa al exterior de la cabeza, a la que se supone gratuitamnte -se trata de desconocidos- unas excrecencias simbólicas debidas a una infidelidad conyugal tolerada seguridad que se contesta con otra, igualmente imaginaria, de las pocas virtudes morales de la progenitora del insultador... Tras lo cual, la agresión verbal pasaría normalmente a la física si no fuera porque ese intercambio de flores ha agotado el tiempo del semáforo y una algarabía de bocinas obliga a ambos a meter una velocidad y alejarse, mientras se pone de testigo al amigo, pasajero del autobús o del taxi de lo increíblemente mal educada que es alguna gente.
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